LITERATUS
Hoy Es Arte
Acaso sea el aire lavado de Madrid tras las últimas nevadas. O la nieve en sí misma haciendo ingrávida la imagen de la sierra que recorta el horizonte de la ciudad. O simplemente el frío… pero he vuelto en estos días a La montaña mágica, una de las más altas cumbres que, de la mano del escritor alemán Thomas Mann, la literatura haya hollado.
Ya desde el campamento base…
En principio, el ascenso no es fácil. Hace falta decisión firme (estamos ante un texto de casi 1.000 páginas). Asumir que ya desde el campamento base nos adentramos en terrenos escarpados (historia de historias, esta montaña exige atención, por no decir concentración, desde el momento inicial). Y estar dispuesto a afrontar una aventura larga (ya se ha apuntado la vastedad del recorrido) no exenta de sorpresas y dificultades y riesgos. ¡Pero cuanto se aprende y se disfruta en esta peculiar ascensión!
Puede que la vida de un lector se divida en dos: antes y después de haber leído La montaña mágica. Se trata de la primera gran escalada literaria en la que uno prueba a medir sus fuerzas, apunta el escritor español Manuel Vicent.
Todo comenzó en 1911 cuando Mann, buscando remedio para la curación de su esposa enferma, viajo hasta los Alpes suizos y se instaló temporalmente en un sanatorio próximo a Davos en donde entró en contacto con quienes, a la caza de aire puro para sus pulmones tuberculosos, acudían desde cualquier parte ansiando salud.
Impresionado por la grandiosidad de aquella naturaleza y por la tenacidad, expectativas y vaivenes de ánimo de aquellos seres humanos de naturaleza doliente, Mann concibió la idea primera de lo que, con los años, se convertiría en Der Zauberberg, esa deslumbrante obra literaria que conocemos en nuestro idioma como La montaña mágica.
Las más altas cumbres
Thomas Mann había nacido el 6 de junio de 1875 en Lübeck, donde su padre fue senador y ministro de Economía. En aquella ciudad hanseática y en el ambiente de una familia muy acomodada, transcurrió la infancia del futuro escritor hasta que cuando contaba 16 años, toda la familia se traslada a Múnich a raíz de la muerte del padre. Regular estudiante, decidido y emprendedor, Mann se vuelca en la fundación de la revista Borrasca primaveral en donde publica sus primeros textos.
Tras vivir dos años en Italia y publicar algunos relatos y novelas cortas de fuste menor, en 1900 da a la imprenta Los Buddenbrook, la satírica crónica familiar que le reporta fama y le guía definitivamente por la senda de la literatura.
Cuatro años más tarde se casa con Katia Pringstein, culta, guapa y muy rica y a su lado lleva una vida más que desahogada dedicado a la escritura. En 1929 logra el Nobel de Literatura. Con el nazismo y la llegada de Hitler al poder, abandona, ya para siempre, Alemania. Se instala en primera instancia en los aledaños de Zúrich y en 1938 cruza a Estados Unidos en donde ejerce durante un tiempo como lector en Princeton. Con el hundimiento de Hitler, regresa en 1952 a Zúrich en donde morirá, a los 80 años, el 12 de agosto de 1955.
Narrador puro, aunque cultivó poesía y teatro, -de hecho la muerte le impidió concluir para ser representada la obra Las Bodas de Lutero-, Mann fue siempre un autor de fuerte compromiso con su tiempo. Son numerosos sus ensayos sobre política, filosofía y literatura, ámbito en el que admiraba a Goethe y a Tolstoy.
Pero es en la narrativa cuando emerge el gran, complejo y prolífico escritor que Mann lleva dentro. Ese que no pocas veces corona las cumbres narrativas más altas y retrata los dramas y problemas que vive el hombre de su época con una sutileza de profundo calado.
Ese que, desde aquel día del invierno de 1911 en el que traspasó la puerta del sanatorio antituberculoso de Davos, se enfrascará en una labor lenta y tenaz a lo largo de 12 años en la redacción de una mágica obra que deviene en una extraordinaria montaña literaria. Un fresco palpitante y representativo del hombre y la sociedad de su tiempo; de la sociedad y el hombre de todos los tiempos.
Hacer cima
Como él mismo describe con minuciosidad de entomólogo en el diario que redactó desde la primera juventud hasta el final de sus días y que sólo, por decisión expresada en su testamento, pudo ser abierto veinte años después de su fallecimiento, tras haber publicado La muerte en Venecia, pensó en escribir una obra sobre la capacidad de seducción de la enfermedad y la muerte. Pero a lo largo de los años de trabajo y redacción aquella montaña fue creciendo e incorporando a su esencia los grandes temas a los que el ser humano se enfrentaba en un mundo marcado por la Gran Guerra.
Mario Verdaguer, uno de los fundamentales traductores del escritor alemán, apunta que la gran virtud de La montaña mágica es su alcance internacional. Su amplia visión por encima de todas las fronteras. El no ser una novela de una determinada nación o de una raza concreta, sino la novela del mundo, de ese mundo contemporáneo, turbio, convulso y grandioso hasta cuyo corazón, lleno de misterios, hasta cuya masa interior resquebrajada, ningún autor había sabido hundir su mirada y penetrar su secreto con tanta creatividad.
Ascendemos con y por el libro. Vivimos los avatares del protagonista Hans Castorp en su particular lucha por la existencia desde aquel hospital clavado en el paisaje sublime de Davos-Platz, en el suizo cantón de los Grisones. Dicho queda que la ascensión no es sencilla, pero cuando alcanzamos el último paso, la página última, se tiene la sensación de que esa cima alberga una de las alturas más emblemáticas de la historia de la narrativa.
Ya desde el campamento base…
En principio, el ascenso no es fácil. Hace falta decisión firme (estamos ante un texto de casi 1.000 páginas). Asumir que ya desde el campamento base nos adentramos en terrenos escarpados (historia de historias, esta montaña exige atención, por no decir concentración, desde el momento inicial). Y estar dispuesto a afrontar una aventura larga (ya se ha apuntado la vastedad del recorrido) no exenta de sorpresas y dificultades y riesgos. ¡Pero cuanto se aprende y se disfruta en esta peculiar ascensión!
Puede que la vida de un lector se divida en dos: antes y después de haber leído La montaña mágica. Se trata de la primera gran escalada literaria en la que uno prueba a medir sus fuerzas, apunta el escritor español Manuel Vicent.
Todo comenzó en 1911 cuando Mann, buscando remedio para la curación de su esposa enferma, viajo hasta los Alpes suizos y se instaló temporalmente en un sanatorio próximo a Davos en donde entró en contacto con quienes, a la caza de aire puro para sus pulmones tuberculosos, acudían desde cualquier parte ansiando salud.
Impresionado por la grandiosidad de aquella naturaleza y por la tenacidad, expectativas y vaivenes de ánimo de aquellos seres humanos de naturaleza doliente, Mann concibió la idea primera de lo que, con los años, se convertiría en Der Zauberberg, esa deslumbrante obra literaria que conocemos en nuestro idioma como La montaña mágica.
Las más altas cumbres
Thomas Mann había nacido el 6 de junio de 1875 en Lübeck, donde su padre fue senador y ministro de Economía. En aquella ciudad hanseática y en el ambiente de una familia muy acomodada, transcurrió la infancia del futuro escritor hasta que cuando contaba 16 años, toda la familia se traslada a Múnich a raíz de la muerte del padre. Regular estudiante, decidido y emprendedor, Mann se vuelca en la fundación de la revista Borrasca primaveral en donde publica sus primeros textos.
Tras vivir dos años en Italia y publicar algunos relatos y novelas cortas de fuste menor, en 1900 da a la imprenta Los Buddenbrook, la satírica crónica familiar que le reporta fama y le guía definitivamente por la senda de la literatura.
Cuatro años más tarde se casa con Katia Pringstein, culta, guapa y muy rica y a su lado lleva una vida más que desahogada dedicado a la escritura. En 1929 logra el Nobel de Literatura. Con el nazismo y la llegada de Hitler al poder, abandona, ya para siempre, Alemania. Se instala en primera instancia en los aledaños de Zúrich y en 1938 cruza a Estados Unidos en donde ejerce durante un tiempo como lector en Princeton. Con el hundimiento de Hitler, regresa en 1952 a Zúrich en donde morirá, a los 80 años, el 12 de agosto de 1955.
Narrador puro, aunque cultivó poesía y teatro, -de hecho la muerte le impidió concluir para ser representada la obra Las Bodas de Lutero-, Mann fue siempre un autor de fuerte compromiso con su tiempo. Son numerosos sus ensayos sobre política, filosofía y literatura, ámbito en el que admiraba a Goethe y a Tolstoy.
Pero es en la narrativa cuando emerge el gran, complejo y prolífico escritor que Mann lleva dentro. Ese que no pocas veces corona las cumbres narrativas más altas y retrata los dramas y problemas que vive el hombre de su época con una sutileza de profundo calado.
Ese que, desde aquel día del invierno de 1911 en el que traspasó la puerta del sanatorio antituberculoso de Davos, se enfrascará en una labor lenta y tenaz a lo largo de 12 años en la redacción de una mágica obra que deviene en una extraordinaria montaña literaria. Un fresco palpitante y representativo del hombre y la sociedad de su tiempo; de la sociedad y el hombre de todos los tiempos.
Hacer cima
Como él mismo describe con minuciosidad de entomólogo en el diario que redactó desde la primera juventud hasta el final de sus días y que sólo, por decisión expresada en su testamento, pudo ser abierto veinte años después de su fallecimiento, tras haber publicado La muerte en Venecia, pensó en escribir una obra sobre la capacidad de seducción de la enfermedad y la muerte. Pero a lo largo de los años de trabajo y redacción aquella montaña fue creciendo e incorporando a su esencia los grandes temas a los que el ser humano se enfrentaba en un mundo marcado por la Gran Guerra.
Mario Verdaguer, uno de los fundamentales traductores del escritor alemán, apunta que la gran virtud de La montaña mágica es su alcance internacional. Su amplia visión por encima de todas las fronteras. El no ser una novela de una determinada nación o de una raza concreta, sino la novela del mundo, de ese mundo contemporáneo, turbio, convulso y grandioso hasta cuyo corazón, lleno de misterios, hasta cuya masa interior resquebrajada, ningún autor había sabido hundir su mirada y penetrar su secreto con tanta creatividad.
Ascendemos con y por el libro. Vivimos los avatares del protagonista Hans Castorp en su particular lucha por la existencia desde aquel hospital clavado en el paisaje sublime de Davos-Platz, en el suizo cantón de los Grisones. Dicho queda que la ascensión no es sencilla, pero cuando alcanzamos el último paso, la página última, se tiene la sensación de que esa cima alberga una de las alturas más emblemáticas de la historia de la narrativa.