"El Jardín de los Suplicios", Octave Mirbeau


KEPA ARBIZU
Tercera Información




Cuando el comienzo de un libro es una dedicatoria con esta forma, “ A los sacerdotes, a los soldados, a los jueces, a los hombres, que educan, dirigen, gobiernan a los hombres, dedico estas páginas de asesinato y sangre”, podemos tener la certeza de que entre sus páginas no se esconde una actitud condescendiente. Además, “El Jardín de los Suplicios”, será un ejemplo claro de que no es necesario escribir un texto estrictamente político para que de su lectura se desprenda un análisis crítico de las diferentes estructuras de poder.

Octave Mirbeau, escritor francés de finales del siglo XIX y mediados del siguiente, llamó la atención por su espíritu ácrata y por su especial inquina contra los representantes religiosos. Contra ellos arremete en parte de su obra, siendo “Sébastien Roch” la más cruda por medio de un retrato de los abusos sufridos por los integrantes de un internado a mano de los sacerdotes, con claros tintes autobiográficos.

“El Jardín de los Suplicios” se puede englobar dentro de una serie de obras, “Diario de una camarera” y “Los veintiún días de un neurasténico” , creadas a raíz del famoso caso Dreyfuss y del posterior comportamiento de buena parte de la sociedad ante él. Hay que advertir que el libro tiene la peculiaridad de estar creado como un “collage”. Está formado por historias escritas en diferentes momentos y con estilos que llegan a ser contrapuestos. Esto hace que en su lectura haya altibajos y que en general no transmita sensación de perfección literaria, cosa que queda totalmente olvidada por la fuerza y el embrujo que transmite la narración.

Tres son las partes en que está dividido el libro. “Frontispicio”, la primera, recrea una reunión de la “bohemia” de la época, integrada por individuos a cada cual más extraño. Escrito de una manera ágil y coloquial, cada uno de los personajes cuenta diferentes pasajes de su vida, todos ellos dedicados a ensalzar las virtudes del asesinato y de su presencia en todos los ámbitos de la vida, incluidas las instituciones, del que es “la base misma” tal y como expresa uno de los presentes. El común denominador del pensamiento de todos ellos es la confirmación de que se nace rodeado de diferentes estamentos (religión, estados, escuelas, familia) que desde un inicio imponen una visión violenta y egoísta de las relaciones humanas, disimulada con hipocresía y revestida de moral, de ahí que ambas aparezcan a los ojos de los hombres como pulsiones “naturales”.

“En misión”, el segundo capítulo, es el momento en que se presenta al personaje que centrará la atención en lo que queda de libro. Vividor, fullero y lo que se podría entender como un mal hombre, es el encargado de hacer el trabajo sucio de un viejo amigo de la infancia, dedicado ahora a las labores políticas. Se irán describiendo diferentes “andanzas” de ambos que sirven para demostrar lo profundo de la corrupción, no sólo ya en los círculos políticos sino en buena parte del comportamiento diario. Y lo peor de todo, esos actos en muchas ocasiones, y según las manos del que los realice, son incluso dignos de admiración por la sociedad, dando por buena aquella rotunda afirmación que Quevedo expresaba en “La vida del Buscón”, “¿Por qué piensas que los alguaciles y alcaldes nos aborrecen tanto? Porque no querrían que adonde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros”. En el final de esta parte, escrita de una forma más oscura y angustiosa, el protagonista debe embarcarse hacia Ceilán, en una supuesta expedición científica que en verdad sólo sirve para poder desaparecer por algún tiempo debido a los diferentes chanchullos en los que está metido. En el barco que le lleva a su destino se enamorará de una enigmática mujer, Clara, de apariencia bondadosa, a la que seguirá hasta China, lugar en el ella que reside.

Allí discurrirá el último fragmento del libro (“El Jardín de los Suplicios”). Se trata del punto culminante y donde se hace más evidente la ruptura estilística. A partir de aquí será una literatura decadentista la que adquiera el control. En el país oriental, Clara mostrará su verdadera cara. Una mujer sádica y de radicales sentimientos, enganchada tanto al amor como al sufrimiento. El personaje no está alejado, en esencia, del Coronel Kurtz de Apocalipsis Now, ambos llevan hasta el paroxismo los “valores” en que han sido educados. De hecho, tanto ella como el paisaje terrorífico de “El Jardín de los Suplicios”, donde se entremezclan la belleza salvaje de la naturaleza con las torturas de los humanos, son un espejo aumentado, y limpiado de toda hipocresía, de la manera de actuar de los “seres civilizados”.

Si el Conde Lautreamont en “Los cantos de Maldoror” se servía de un ente sobrehumano para poner en evidencia la maldad de los hombres, Mirbeau, hace lo mismo pero desde un punto de vista mucho más terrenal y preocupante. Es toda nuestra educación, desde el ámbito familiar hasta las estructuras del estado, la que con sus “valores” y ejemplo, inocula en las personas una forma de entender la vida basada en el egoísmo y en la violencia, perfectamente soterrada en el modo de vida que hemos aceptado como normal y que el escritor francés pone en evidencia para bochorno del ser humano.