La golosina cultural

VICENTE VERDÚ
El País


¡Por fin, habrá fútbol todos los días! El sueño histórico de las masas de aficionados o de los aficionados en masa ha llegado a realizarse justo en un momento que, como preconizaban las élites, su capacidad de distracción amansaría oportunamente la agitación social. Por fin las masas reciben lo que ansiaban y con ello cabría esperar que se atontaran con su contento ocasional.

No sería desde luego un contento verdadero pero la misma alineación de las masas, según el marxismo, les impediría distinguir la ficción de la verdad, el salario de la plusvalía y el empleo de la explotación. Sin embargo, ¿qué ocurre ahora cuando uno de los términos de esa ecuación desaparece? ¿Qué consecuencias se presentan cuando el trabajo tiende a cero y cuando el sentir actual de las masas no es ya un efecto de la eventual alineación sino la sustancia de la sociedad misma?

En el primer capítulo de La rebelión de las masas, publicado en el diario El Sol (24 de octubre de 1929) el mismo día en que estalló el crash del 29, Ortega certifica "el advenimiento de las masas al pleno poderío social" y añadía, oliendo acaso la larga y profunda depresión: "Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer".

Ese supremo padecimiento cultural coincidía aquel 24 de octubre con el ascendente dominio de la multitud. Y hay más coincidencias: el fin de la Gran Cultura se dataría, después, con el triunfo de esas masas.

Umberto Eco en Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas no creía, hace ahora 45 años, en la entidad e identidad de la cultura de masas. Este fenómeno sería como un subproducto que fabricaba la cultura burguesa para anestesiar al burdo proletariado.

Tanto las novelas de amor como los modelos estelares del cine o de la televisión proponían situaciones humanas que, en opinión de Eco, no tenían conexión alguna con las situaciones de la población común. Las lavadoras despertaban ilusión donde aún se lavaba a mano y los aspiradores encantaban a las amas de casa de cuyas viviendas era completamente imposible hacer desaparecer el polvo.

Todos los medios de comunicación de masas desarrollaban la función de hipnotizar a las masas. El fútbol, evidentemente, también.

Pero ¿qué ocurre, sin embargo, ahora cuando la Wikipedia es el centro del saber, la sabiduría se desliza hacia la muchedumbre (the wisdom of crowds, the power of many) y la innovación procede de las fuentes abiertas en la Red?

Sucede que es vacuo pensar en un gabinete capaz de diseñar las estrategias de alineación popular para un momento cultural dado y que es ya la misma condición popular quien decide arrolladoramente el diseño del producto. Los chats, las producciones cinematográficas, la programación televisiva, los juegos de la Red, las webs sociales sean YouTube, Facebook o Twitter, sean los intercambios gigantescos, la música, la literatura, el periodismo, el turismo, el porno, el deporte mundial, son fenómenos cuya magnitud imanta la materialidad de lo social.

Hace mucho tiempo que es impertinente hablar de una cultura auténtica y de un sucedáneo de esa cultura. El ámbito tachado de sucedáneo ha ganado la categoría de paradigma y desde una exposición de Tiziano a la proyección de Avatar, la longitud de la cola marca el vigor de su influencia.

¿El fútbol una subcultura? Nadie puede afirmarlo sin pasar por trasnochado. En esta nueva cultura de masas donde habitamos todos, se ofertan juntos menús de muchas clases: hay platos calientes y helados de tres gustos. En cualquiera de los casos, la cultura ha dejado de ser un alimento sagrado para convertirse en una golosina cuyo noble fin, en medio de esta amarga crisis, es tratar de endulzar el paladar.