El John Ford de Tag Gallagher


Akal edita un estudio de la obra del director norteamericano


ÁLVARO CORTINA
El Mundo




Mucho se ha especulado sobre la identidad de Homero, el primero de los grandes poetas fundacionales. Si, como se ha dicho, fueron varias personas, el Homero de los EEUU estaría en un par de generaciones de dinosaurios de Hollywood. Los que niegan esta multiplicidad, cuentan que en realidad fue ciego. John Ford con 30 y tantos años ya tenía un montón de dioptrías en cada ojo, y fotosensibilidad en el izquierdo. Usaba gafas ahumadas y parche. Con 60 años, unas cataratas le dejaron medio invidente.

Obra tan vasta desborda las categorizaciones. Tag Gallagher en 'John Ford. El hombre y su cine' (Akal), recientemente reescrita y traducida al castellano, intenta trinchar una enorme torrentera emocional de casi 200 títulos con las nociones del expresionismo, realismo, manierismo, clasicismo, conciencia social, lo operístico, lo literario, y alguna que otra alegoría.

Unos artistas se deben medir por su impronta y descendencia, por hasta dónde llegan, por su avance. A John Ford se le adivina en su mirar hacia atrás, hacia el principio de todo, el conflicto primero de los acervos, el lirismo esclarecido de una tradición.

Se le pueden aplicar parentelas profusas con el romanticismo de la Naturaleza, con Wordsworth. Le encontramos entre los grandes paisajistas de la nueva nación, los Albert Bierstadt, los Frederic Remington. O con los pescadores de Aran, de Flaherty, los daguerrotipos de Mathew Brady, y la tiniebla abigarrada de Murnau. Fue un decimonónico integral con vista tuerta y de vanguardia. Dice Gallagher de 'Juez Priest' algo que vale para toda una filmografía: "resulta hoy tan fresco y tan pasado de moda como hace medio siglo".

Ford ya había firmado 60 y tantas películas mudas cuando asistió al rodaje de 'Amanecer', en los estudios de la Fox. El fichaje alemán, Murnau, fue una de sus influencias más decisivas. Su cumbre se asentó también sobre su hermano Francis Ford. En realidad ellos eran los Feeney, de Portland, Maine, pero Francis se puso el apellido del magnate del automóvil para no molestar a la familia. Entonces el cine eran unos golfos trashumantes del Oeste, un circo de buhoneros libertinos en la prehistoria de las dos bobinas, y los padres de los Feeney, irlandeses que habían llegado en trasatlántico, en tercera clase, llevaban el fervor católico intacto. El cine no era respetable.

De asistente de Francis pasó a director por cuenta propia. Tuvo siempre una relación rara con su hermano mayor, le dio siempre papelillos cómicos. Le han podido haber visto ustedes a Francis Ford pasearse tarambana por muchas películas de John, bamboleando las escupideras de latón de un esputo. Aparte de su ingenio crítico, Gallagher entra en el hombre John Ford que ya conocíamos de otros libros anteriores. El mito. "Papi", que le llamaban.

Escena de 'Fort Apache'

El lengua viperina que llegaba a un sitio y que hacía que todos dejaran de hablar, que hacía trampas al bridge y fumaba en pipa. El John Ford que presumía de garrulo, que financió durante su vida al IRA, enamoradizo, sombrío y tierno, desaliñado, impenetrable, emborrachado en su yate "El Araner", que le iba a llorar al cura de Hollywood. Que gruñía a los productores, que, después de haber sido herido en Midway, sacó del mayor combate naval de la Historia un documental que, dice Gallagher, se adelanta a Godard. Contaba Ford que se veía a sí mismo como un arquitecto. Algo podría tener "Papi" del insobornable protagonista de 'La ciudadela', de Vidor (por cierto, guión de Spig Wead, retratado en 'Escrito bajo el sol').

En la procesión de los guionistas Dudley Nichols, Nunally Johnson, Nugent, y Philip Dunne Gallagher distingue etapas varias: la introspección, la del idealismo, la del mito y la de la idealidad. Pero el arquitecto Ford sigue una senda de solitarios célibes y cristológicos en tensión con su propia cultura, buscando un hogar, una verdad a la que regresar. "La riqueza de Ford se explica por la existencia de tensiones dialécticas en múltiples niveles: entre el público y el filme, entre las tomas, las emociones, las ideas compositivas. No es sorprendente que la composición más característica del arte de Ford sea la de una persona que se mueve por un espacio geométrico".

Monument Valley

Y el gran escenario sería el fondo de cerros testigo, los casi oníricos promontorios rojos y porosos de piedra arenisca del Monument Valley, yermo de Arizona. "Es lógico que el paisaje típico de los westerns de Hawks sea una planicie vacía, pues (en contraste con el Monument Valley de Ford, donde las formaciones rocosas, como los templos griegos o las ruinas romanas, señalan las verdades eternas) no hay nada que ejerza una influencia sobre la gente". Le geología sirve a Gallagher de metáfora de opresión del ideal, restricción de lo social, de lo anterior al individuo, lo otro que en realidad es propio.

Muchos fordianos han resaltado lo que en este cine hay de denuncia, que otros creyeron exaltación. Gallagher se suma. Y reivindica títulos olvidados. Polemista, le da una toba a Bazin y a Welles. "Creo que soy, en realidad, un director de comedias, pero nunca me han encargado ninguna". Esto dice el Homero yanqui, el arquitecto del paisaje, el cineasta del joven Lincoln que hizo gags casi de "slapstick" con la caballería americana, cuna de héroes, abono de la civilización.

A Ford se le recuerda en las mujeres que esperan en los porches. Y en Wyat Earp, o en Priest o en el capitán Nathan Brittles hablando a sus tumbas. En la carrera de caballos de esa quimera de posguerra con banda sonora de 'Lorena' llamada Innisfree (se puede recordar aquí la otra carrera de caballos en Galway, de Yeats), o en la pianola del algún antro. Y en los cuerpos recortados contra el cielo en contrapicado. En 12 caravanas de mormones, en marineros de O'Neill, en las comidas multitudinarias de los Joad, de los Morgan de Gales, de los Edwards de Texas.

Ward Bond, McLaglen y demás familia

¡Cómo no asociarlo con Wardell Bond, con el gorilón McLaglen y el resto de la gran familia profesional! En la cara iluminada del galeno beodo, Thomas Mitchell, doc Boone, mezcla de Graham Greene y gnomo locuaz(¡por algo lo quería para protagonizar su adaptación de 'El poder y la gloria'!), después de un parto exitoso en 'La diligencia'. Este cine se reconoce en una marcha de los militares cantando 'She wore a yellow ribbon', 'The girl I left behind', o 'Gary Owen'. O en una pelea coral, sin la observancia, por cierto, de las reglas del marqués de Queensbury. O, inevitablemente, en Ethan Edwards, con el pelo cano, alzando a Debbie por segunda vez.

La más alta literatura americana del XIX se hizo mayormente con singularidades, islas excéntricas. Las instituciones tuvieron que esperar al cine y a Ford, su medio-ciego fundacional, para encontrar una épica sublimada y un arte comunitario propio. Épica que al final, se ha visto, contenía muchas denuncias. Héroes que más bien eran perdedores marginales, comedias que eran tristezas, leyendas que no eran tales. Todo lleno de contradicciones y radiante fotografía. Y eso que sólo hacía una toma.