Defensa del ateismo en la educación


MARIA OLIVARES CANO*
Mundo Obrero


Si somos coherentes con la existencia de profesores de religión en las escuelas ¿no debería pagar también el gobierno a lectores del tarot o a especialistas en la interpretación de los horóscopos? (…) La educación tiene que ser atea. Porque es tarea de la educación en estos tiempos ayudar a los individuos a salir del pensamiento mágico o religioso (no hay ninguna diferencia) en favor de su libertad y su inteligencia.


Para aclarar el título del artículo y por qué se habla de defender el ateismo en la educación y no el laicismo es preciso explicar que nos referimos a la educación común que imparte el Estado de forma obligatoria a todos sus miembros, ya sea a través de escuelas públicas, privadas o concertadas, dado que todas están obligadas a cumplir una misma legislación.

En la medida que el laicismo proclama la separación total de Iglesia y Estado, es coherente que la educación, como una de las funciones de éste último sea atea, es decir, no incluya en sus contenidos argumentaciones de tipo religioso, sino que basándose en el pensamiento racional, eduque desde lo real, y no desde creencias sobrenaturales.

La educación que se imparte en las familias es otra cosa. En primer lugar es mucho más potente, tanto por su constancia como por ir acompañada de fuertes elementos emocionales, y en segundo lugar sería absolutamente traumático que el Estado interfiriera en la relación cotidiana de padres e hijos, salvo en aquellos casos en los que se está poniendo en peligro la salud mental o física de algún miembro del grupo familiar.Por ello, la escuela debe compensar y dar a los niños la posibilidad de escapar a la superstición y a la dominación que ésta conlleva.Decía Voltaire que quienes pueden hacer que creas absurdos pueden hacer que cometas atrocidades, y de hecho, la educación religiosa se utiliza en muchos casos para promover la violencia entre personas y pueblos, mientras que, a la inversa, no hay ninguna evidencia de que forme una conducta moral más generosa o dialogante.

Decía Descartes que la razón es la cosa mejor repartida del mundo y es lo que todos tenemos en común. Una sociedad basada en creencias individuales y no trasmitibles, como es el caso de las creencias religiosas, está abocada a un conflicto continuo e irresoluble en el que nunca podremos llegar a acuerdo. Nadie puede convencer a otro de la transustanciación del cuerpo de cristo, o te lo crees o no, mientras que el teorema de Pitágoras es facilmente explicable y entendible para todo el mundo.

Pero es que además la ciencia viene demostrando desde el siglo XIX que la existencia de Dios es algo enormemente improbable. Sería injusto juzgar el pensamiento de épocas pasadas con criterios de la época actual. Es absurdo acusar a Aristóteles de machista, como lo es tirar por la borda toda la filosofía de la Edad Media por su defensa del teocentrismo. Es indiscutible que filósofos como Averroes o S. Tomás de Aquino ( en bastante mayor medida el primero que el segundo) hicieron un gran esfuerzo de racionalización del pensamiento de su época, y que dado el nivel de conocimiento científico que había entonces, las tesis que defendían eran coherentes. Ahora bien, la vida cambia, y en relación a la educación, lo descubierto por Darwin y Wallace hace ahora 150 años, nos obliga a modificar gran parte de los parámetros con los que funcionábamos.

En la historia de la ciencia se habla mucho de la revolución copernicana, pero aún está por valorar suficientemente la revolución darwinista. Los descubrimientos de Darwin complementados con el desarrollo de la genética, dan una explicación materialista sobre nuestro origen que viene corroborada por múltiples evidencias experimentales. Es cierto que no existen verdades absolutas, pero sí verdades científicas, y la teoría de la evolución de Darwin es una verdad científica a la que no podemos sustraernos.

Darwin demuestra que todos los seres vivos son fruto de una selección natural que no obedece a ningún proyecto prefijado, y cuya ley fundamental es que las variaciones que favorecen la reproducción se perpetúan. Esta ley explica los interrogantes sobre nuestro origen sin ninguna necesidad de pensar a Dios, y explica incluso en buena medida, la raíz de nuestra conducta moral. Realmente, la selección natural, que no debe en ningún caso confundirse con su burda aplicación en el darwinismo social, demuestra que el materialismo tiene razón, y que la idea de Dios es muy improbable una vez que sabemos como funcionan las cosas.

Si esto es así ¿por qué nos seguimos empeñando en guardar en una urna de cristal las creencias religiosas? ¿Por qué no admitimos que todas las certezas científicas apuntan a la inexistencia de un ser omnipotente y todocreador? Y siendo esto así ¿por qué no tiene consecuencias en los programas educativos?

Ya nadie enseña en las escuelas que los cuerpos caen porque buscan su lugar natural, ni que la tierra es plana. De hecho, corregimos como errónea la tendencia de los niños a dotar de intencionalidad a los objetos y sin embargo, cuando un niño cree que hay un ser invisible que escucha sus pensamientos a la par que los de millones de personas y que ha creado el mundo de la nada, ahí se supone que debemos guardar un respetuoso silencio.

La única diferencia entre superstición y religión, es que las religiones son supersticiones compartidas por numerosas personas. En realidad, la afirmación de que Dios existe tiene la misma probabilidad de ser cierta que la de que exista una tetera china girando alrededor del Sol en una órbita elíptica; una tetera demasiado pequeña para poder ser vista por los telescopios. Este ejemplo de Bertrand Russell ilustra lo ridículo que resulta creer en ciertas afirmaciones, cuando no hay una presión social e histórica que desde la más tierna infancia nos ha inducido a ello. Pero entonces, ¿qué opciones tiene el sistema educativo para situarse en torno a este tema?

Puede elegir la opción A y declararse confesional, defendiendo una religión, en nuestro caso la católica, y aleccionando a los niños en sus dogmas. Para ello tendrá que hacer una interpretación de las ideas de Darwin bastante manipulada y sembrar la duda en relación a múltiples evidencias científicas sobre el funcionamiento de la materia.

Puede elegir la opción B y declararse aconfesional, o defensora de la laicidad. Aquí la escuela no profesará ninguna religión en concreto y educará a los niños en el pensamiento científico. Ahora bien, cuando surjan contradicciones religiosas nos limitaremos a decir que eso pertenece a otro ámbito, y que ese ámbito es absolutamente respetable.

Si somos coherentes con esta segunda posición, deberemos respetar también a los niños que crean haber visto un ovni, al ratoncito Pérez o a un fantasma. Si no podemos decir a los niños que Dios casi seguramente no existe, no podemos decirles tampoco que no existen las brujas, ni las hadas. Por cierto, deberemos asumir la existencia de todos los dioses, ya se trate de Alá, Zeus, Ra o el popular en Internet Dios del Spaguetti.

Por último podemos elegir una tercera opción. Explicar las cosas lo mejor que sabemos y potenciar en los niños y jóvenes el pensamiento crítico y científico con todas sus consecuencias, incluida la escasísima probabilidad de que las religiones tengan razón.

Si hacemos esto, evidentemente no vamos a prohibir a los educandos y sus familias que sigan profesando la religión que quieran en su vida privada, del mismo modo que no les prohibiríamos celebrar aquelarres las noches de luna llena, pero sí estamos obligados a explicar la incompatibilidad de esas creencias con las evidencias científicas y a no admitir ninguna de esas creencias como argumento válido en una discusión de tipo científico, moral o político dentro de la escuela.

¿Es posible hacer esto hoy en la educación? Nos tememos que es cuanto menos arriesgado. Las leyes educativas y los currículos de las materias filosóficas tienen siempre entre sus objetivos fundamentales el respeto a las creencias ajenas, y por supuesto no aclaran en qué consiste ese respeto. Si a esto añadimos la presencia de la materia de religión católica en los centros y la consideración de sus enseñantes como personas dotadas de un saber tan respetable como puedan ser las matemáticas o la filología, parece tarea difícil. Si somos coherentes con la existencia de profesores de religión en las escuelas ¿no debería pagar también el gobierno a lectores del tarot o a especialistas en la interpretación de los horóscopos?

La primera contribución que podríamos hacer es no confundir respeto con relativismo. El respeto al otro no es respeto a todo lo que se le pase por la cabeza. Precisamente creo que trato con más respeto a una persona cuando intento explicarla que su creencia de que vacunar a sus hijos puede ser dañina para ellos es errónea, que cuando la dejo continuar en su error. Por eso, la educación tiene que ser atea. Porque es tarea de la educación en estos tiempos ayudar a los individuos a salir del pensamiento mágico o religioso (no hay ninguna diferencia) en favor de su libertad y su inteligencia. Ahora bien, no hay ninguna ideología política que se atreva abiertamente a defender esto. Quizá sea algo que deberíamos plantearnos los comunistas y que formaría parte de esa propuesta educativa que aún está por clarificar entre nosotros, pero que debería diferenciarse claramente de todas las existentes, incluidas las herederas de la pedagogía rousseauniana que tan presente está en muchos educadores de izquierdas.

* Militante de la Agrupación de Leganés, y profesora de Secundaria en el instituto La Arboleda, de Alcorcón(Para la elaboración de este artículo he partido del libro de Richard Dawkins "El espejismo de Dios", el cual recomiendo enormemente a cualquier persona interesada en este tema)