El soñador profesional

VICENTE MOLINA FOIX
Letras Libres





De joven yo odiaba a Werner Herzog, y cuanto más famoso se hacía más le odiaba. Sus películas empezaron a llegar pronto a España y a triunfar en los festivales a los que uno –joven turco entonces de la crítica especializada– acudía asiduamente; desde el principio (Signos de vida, de 1967, es su primer largometraje), el director bávaro se distinguía del resto de los nombres del pujante Nuevo Cine Alemán, iniciado, como estas cosas a veces se inician, con un manifiesto, el de Oberhausen, firmado en 1962 por una nutrida lista de cineastas de izquierda en la que destacaban Klüge, Schamoni y Reitz, seguidos poco después por Schlöndorff, Wenders y Syberberg. Herzog siempre iba aparte, y se insinuaba de él que no era claro ni recto desde el punto de vista ideológico, a la sazón tan determinante. Influido tal vez por esas sospechas, aún recuerdo la repugnancia que me produjo También los enanos empezaron pequeños (1970), rodada en las Islas Canarias con un grupo de actores enanos a los que él miraba desde el objetivo de una cámara más morbosa que respetuosa. El exhibicionismo sensacionalista y la autosuficiencia estilística siguieron siendo sus señas de identidad en los títulos de mayor peso comercial, Aguirre, la cólera de Dios (1972), El enigma de Gaspar Hauser (1974), Nosferatu (1979) y Fitzcarraldo (1982), película ésta de resonancias autobiográficas en el retrato del delirante entrepreneur empeñado en construir un imposible teatro de ópera en la selva.

A partir de ese film desmedido y a ratos fascinante, interpretado por quien pudo pasar como alter ego suyo encarnado en la pantalla, Klaus Kinski, la carrera de Herzog fue perdiendo relieve a la vez que ganaba en densidad, empezando –para mí cuando menos– la etapa más substancial de su extensa filmografía, en la que, sin abandonar la preferencia por los personajes excesivos y videntes, los overreachers, el cineasta nacido en Múnich atemperaba su grandilocuencia, moviéndose cada vez más (aunque no exclusivamente) en el registro del documental, género con el que inició su actividad fílmica a los veinte años.

Su nueva película, Encuentros en el fin del mundo, sin llegar a la altura de esa obra maestra que fue, en 2005, Grizzly Man, insiste en la exploración de los territorios y las personalidades liminares, yendo “allí donde el mapa se acaba”. La frase es del narrador del film, el propio Werner Herzog, que en esta ocasión no aparece en imagen haciendo preguntas (como en sus entrevistas en Grizzly Man a Timothy Treadwell, el enamorado y víctima mortal de los osos pardos) pero sí nos guía con su cadenciosa voz en inglés por las heladas tierras del Polo Sur. “No voy a hacer una más de pingüinos”, dice muy al principio Herzog, incumpliendo después en cierta medida su promesa, ya que, junto a la sugestiva galería de “soñadores profesionales” que forman el vulcanólogo o el experto en mamíferos acuáticos, el realizador cae rendido ante la figura del pingüino perturbado que, como cualquiera de sus antiguos personajes de ficción, se margina y autodestruye, montaña arriba, por seguir el sino de su diferencia del resto.

Herzog entiende muy bien a esos científicos cuyas expediciones y logros no siempre darán resultados cuantificables: los sigue en sus más intrincados afanes, en sus elucubraciones, en su eterna, quizá vana espera, y se le nota feliz de poder reflejar la confesión del estudioso que se siente como esos “lingüistas que van a una tierra donde ya no hay lenguas”. El cineasta es ahora un miniaturista de los grandes fracasos, y la amplitud de gestos, el énfasis, la engolada voz que tenían su Aguirre, su Woyzeck, su Fitzcarraldo, se han convertido en el susurro de una íntima igualdad, en el guiño cómplice que un visionario descorazonado le hace al semejante que tiene enfrente, al que aún ve dotado de una cierta esperanza natural.

La naturaleza. Harto de medirse con los grandes sujetos históricos o patológicos, de ensalzarlos como superhombres para mejor humillarlos en el desenlace, Herzog presta últimamente mucha atención a los animales, pasando de los inmensos plantígrados agresivos a los tal vez impasibles invertebrados polares. Algunas de las más hermosas imágenes de Encuentros en el fin del mundo tienen que ver con ellos, con su inocencia y su arrogancia bajo los hielos, con el sonido ignoto de sus signos. Pero, incorregible en el arte de la figuración, Herzog acaba sin embargo su film documental con una sugerencia de humana conciencia: las medusas flotantes que, alejándose de la masa gelatinosa, se harán las solitarias de la corriente.