La Pedrera exhibe los cuadros ignorados de Mercè Rodoreda


GEMMA TRAMULLAS
El Periódico de Catalunya


Corría el año 1950 y en una buhardilla del número 21 de la calle Cherche-Midi, en el barrio latino de París, Mercè Rodoreda cosía, escribía cartas y cuentos, y pintaba sobre la única mesa de la habitación. Allí creó casi toda su obra plástica, unos 150 lienzos, que quiso exponer en dos ocasiones, sin conseguirlo. La muestra L'altra Rodoreda: pintures & collages, que hoy se abre en la sala L'Entresòl de La Pedrera, descubre una parte del legado ignorado de la escritora: 33 pinturas y colajes que, según la comisaria, Mercè Ibarz, "tienen valor por sí mismas para estar en la colección del Museu Nacional d'Art de Catalunya o del Museu d'Art Contemporani de Barcelona".

La mayoría de los cuadros, que están sin fechar y sin titular, son propiedad de la familia Borràs-Gras y seis pertenecen al Institut d'Estudis Catalans. Ibarz defiende que casi todos son autorretratos, mujeres de ojos inocentes y alucinados por las consecuencias de la guerra, que recuerdan a La Colometa de La plaça del Diamant. También remite a la segunda guerra mundial un colaje hecho con nombres de alemanes muertos que forman una figura humana sobre la que la autora ha pegado una amplia sonrisa roja.

MIRÓ, PICASSO Y KLEE

El exilio de Mercè Rodoreda (1908-1983) quedó amortiguado por el ambiente artístico parisino. Su estilo es directo y expresivo, de apariencia sencilla, y tiene influencias de Miró, Picasso, Klee, Kandinsky y el art brut. Pero el objetivo de la exposición no es mostrar la técnica más o menos virtuosa de la artista, sino explicar el efecto que tuvo el proceso de creación de los cuadros en la definición de su literatura posterior a la guerra.

Primero en París y después en Ginebra, Rodoreda pintó para sobrevivir --necesitaba dinero para ella y para el hijo que había dejado en Barcelona en 1936--, pero sobre todo pintó para poder escribir. Tras el trauma de la guerra civil, el exilio y la segunda guerra mundial, pasó varios años sin poder dedicarse a la ficción, aunque nunca dejó de cartearse. A finales de los 40, se atrevió con cuentos y poesía, pero no tenía fuerzas para atacar una novela.

En una carta de 1948, Rodoreda explica a Anna Murià que quiere hacer novelas sobre la ocupación nazi de Francia. Sin embargo, diez años y muchos cuadros después, su primera novela, Jardí vora el mar (1959), es una evocación de Joan Miró, y posteriormente escribirá sobre la posguerra en Barcelona y el afán de libertad. Esta actitud, ligada a su actividad pictórica en París, invadirá el escenario literario por el que ha pasado a la historia. Tras ganar el premio Víctor Català, en 1957, Rodoreda ya solo utilizó la mesa para escribir.