Entrevista a Jean-León Beauvois


ALFONSO SERRANO/CÉSAR DE VICENTE
Périodico Diagonal



El autor de El tratado de la servidumbre liberal (editado por La Oveja Roja este año en español), Jean-León Beauvois, impartió diversas conferencias en Madrid y Sevilla a mediados del pasado diciembre, de forma que pudimos departir con él sobre qué se esconde tras la ilusión de libertad en las sociedades liberales e individuales.

¿Cómo describiría las sociedades de los llamados países occidentales?

Me gusta mucho el concepto de André Bellon, un socialista francés, sobre el ‘totalitarismo tranquilo’. Tampoco están mal el de ‘totalitarismo democrático’ o el ‘totalitarismo rastrero’. Esas expresiones me convienen para caracterizar nuestras sociedades occidentales. Existen formas de ser dominantes, modos de pensar dominantes, que impregnan tanto la vida social como la privada, que transcienden de los debates políticos, y lo hacen en provecho de un status quo social. Éstas características son las de una forma de totalitarismo compatible con las democracias liberales.

A quienes se alejan de esas formas de ser o de esos modos de pensar ya no se les considera como minoritarios, lo que significaría reconocerles un estatus político de adversario potencial, algo útil por tanto para la democracia, sino como memos. El cuerpo social se ha vuelto muy cohesivo en los planos ideológico y normativo, y quienes se alejan de él se convierten en unos inconformistas que hay que aislar o reeducar. Estamos por ello en una era de consensos blandos, modos de pensar dominantes que implican finalmente muy poco contenido, pocas referencias, pero que implican sobre todo juicios de valor. Ponte a decir en nuestras sociedades, por ejemplo, que la economía de mercado o los derechos occidentales de las personas no son la panacea. Inmediatamente pasarás, como poco, por un insensato. Sin embargo, la mayoría de quienes te estigmatizan así serían incapaces de encadenar tres o cuatro ideas consistentes sobre los conceptos de derechos humanos o de la economía de mercado. Es lo que ocurre cuando nos hallamos en una sociedad sin debate, en la que, por tanto, no se pueden elaborar contenidos, pero en la que reina lo que he llamado la propagande glauque [propaganda lúgubre], una propaganda que, a través de los medios, da valor (y sólo valor) a los ‘buenos’ conceptos. Nos gusta algo, y estaríamos locos si no nos gustara, pero seguimos sin saber muy bien de qué se trata.

Uno de sus libros más famosos es Las ilusiones liberales. ¿Cuáles son estas ilusiones del liberalismo?

En ese libro no hablo de las ilusiones económicas con las que nos hemos chocado con bastante fuerza. Hablo de las ilusiones del liberalismo en calidad de doctrina sociopolítica que se inserta en una ideología individualista. Esas ilusiones se apoyan sobre el concepto liberal de individuo, un concepto que se vende como susceptible de compensar los déficits sociales: en cuanto hay un problema, se ‘individualiza’. Hay posiciones sociales portadoras de pobreza e incluso de sufrimiento. Pero ¡ah!, dirán, afortunadamente, si nos olvidamos un poco de lo social, que no es muy interesante, encontramos que los individuos son todos unas entidades profundas, muy majas, con un valor psicológico esencial incluso siendo diferentes unos de otros, etc. Ahí tenemos una buena ilusión, ya que los individuos adquieren su valor de individuos en lo social. La gente socialmente masacrada no puede tener individualidades luminosas: esto es socialmente, e incluso psicológicamente, imposible.

Usted ha hablado de la ‘paradoja de la libertad liberal’. ¿Puede explicarlo un poco?

La paradoja reside en que nuestras sociedades nos hayan enseñado a subrayar el sentimiento de libertad más que la libertad efectiva. Ahora bien, con propagandas la gente llega a sentirse libre en situaciones en las que probablemente no lo son. La prueba se manifiesta cuando vemos a unos y otros hacer las mismas cosas, cosas que sin embargo no les gustan, que no harían espontáneamente. Estos individuos analizan muy mal la libertad que les ofrece una situación. Han aprendido a sobrevalorarla. Y ahí está la paradoja: el sentimiento de libertad afecta muy poco a las conductas, muy poco. La gente que se cree libre hace prácticamente lo mismo que la gente que no piensa serlo. En cambio, los primeros no dan el mismo sentido a su conducta, tienden a darle un significado que va a incitarles a reproducirla. ¿Veis la trampa de las prácticas ‘liberales’? Declarando libre a una persona sometida, se obtendrá de ella tanto como si ésta creyese que está obligada, pero continuará satisfaciéndonos cuando ya no estemos allí.

¿Existe oposición entre liberalismo y democracia? Si es así, ¿por qué?

Creo que la ideología liberal pervierte la democracia. Ella implica, es su definición, que demos más valor a los objetivos individuales que a los colectivos. La democracia implica que los ciudadanos se ocupen de los interesen colectivos, y yo sigo apegado a esa forma de democracia en la que no ha desaparecido la libertad de los antiguos, que es la de poder implicarse en los problemas de los colectivos a los que se pertenece. El liberalismo cuenta más bien con una ‘democracia de opiniones’ en la que la gente no gestiona nada, no se compromete con nada, no tiene por qué considerar los intereses colectivos, pero está siempre lista a dar una opinión poco elaborada, normativa y, si hace falta, egoísta.

Acaba de publicar en el Estado español el Tratado de la servidumbre liberal y el Pequeño tratado de manipulación para uso de gente de bien. ¿Qué planteamientos comunes y diferentes tienen ambos libros?

Coinciden en una idea sencilla: la ilusión de libertad nos juega muy malas pasadas. El Pequeño tratado define e ilustra un conjunto de técnicas de manipulación de los comportamientos que serían estrictamente imposibles sin esta ilusión. Pero los dos libros son muy diferentes. Con el Pequeño tratado, queríamos ser muy pedagógicos, explorar el tema de la manipulación de los comportamientos a través de la descripción de las investigaciones y de las técnicas jugando con la sorpresa. Con el Tratado de la servidumbre liberal he querido tratar un problema mucho más amplio y quizás incluso más desesperante, ya que al fin y al cabo es el de nuestras alienaciones psicológicas en el liberalismo.

Una vida autogestionaria

Usted termina Las ilusiones liberales apelando a una vida autogestionaria. ¿Cómo sería esta vida, según usted?

Para mí, la autogestión es la generalización de la democracia al conjunto del cuerpo social. Es la realización de dos tipos de ideales: implicarse en la conducción de los colectivos a los que pertenecemos, la ‘libertad de los antiguos’, y también la certeza de que cada cual estará tranquilo en su casa, no observado, sin cuentas que rendir, la llamada ‘libertad de los modernos’: el compromiso, vida social, y la opacidad o la vida privada. Nuestras democracias liberales no realizan ni lo uno ni lo otro. La ‘democracia participativa’, cuando se ha ensayado, no ha sido mucho más que una apelación a las posiciones de consumidor. Y la vida privada está amenazada por las diferentes vigilancias tecnológicas que permiten saber lo que pensamos, dónde estamos y con quién.