"Léolo", La incontenible fuerza de la imaginación


PAULA CASTILLEJOS
Diagonal




La primera vez que vi Léolo, en el invierno de 1993, salí del cine presa de un extraño hechizo, con una agradable sensación de enajenamiento y, al mismo tiempo, con la certeza de haber visto algo muy grande; una sensación de rapto mental y de haber compartido con personas que hasta unas horas antes no conocía una serie de experiencias de elevada intensidad emocional. Después he vuelto a verla unas cuantas veces y el magnetismo y la fuerza que me subyugaron entonces permanecen ahí, en el fondo de sus imágenes, imperecederos e inmarchitables, como si manaran de su interior.

Léolo es el segundo largometraje del canadiense Jean- Claude Lauzon quien, apenas unos años después de obsequiarnos con este impagable regalo, murió junto a su novia en un accidente de avioneta. Y, antes que otra cosa, es un hermoso poema en prosa, que sólo alguien dotado de un talento excepcional puede escribir, puesto en imágenes que se suceden entre sí al servicio de una hipnótica voz en off.

Cuenta la historia de un niño de extrema sensibilidad que se refugia en la literatura para poner la distancia suficiente entre su mundo y la locura de la vida convencional de las personas que le rodean. Su protagonista, Léolo, de pequeño, leyendo una vez más el único libro que había en su casa, cogió un trozo de papel y escribió: “No intento recordar las cosas que suceden en los libros. Lo único que le pido a un libro es que me inspire energía y valor, que me diga que hay más vida de la que puedo abarcar, que me recuerde la urgencia de actuar”.

Y después siguió leyendo. Eso mismo trasmite la película: energía en estado puro, recursos para enfrentarse a las contrariedades de la vida y la convicción de que hay lecturas que nos pueden ayudar a que ciertas cosas nos afecten lo menos posible y que algunas, llenas de poesía, pueden llegar incluso a embellecer un entorno hostil.

Léolo sabe que vivir en exceso dentro de tu propio mundo puede alejarte de la realidad y de la cordura. Por eso, de cuando en cuando, se repite: “Porque sueño yo no estoy loco. Porque sueño yo no lo estoy”, mientras Tom Waits, como si su música fuera también parte del mantra, canta un fragmento de su canción Cold, cold, ground. Léolo, un día de su infancia vio de frente los ojos de la muerte en una piscina hinchable en cuyo fondo había un tesoro de valor incalculable.

También hay hueco para el amor: Léolo está enamorado de una muchacha inalcanzable, su vecina Bianca, de la que llega a decir: “Entre mi habitación y Sicilia hay 1.889 kilómetros. Entre mi habitación y la de Bianca hay 5,80 metros y, sin embargo, está tan lejos de mí...”. Léolo es, en algunos momentos, una película muy dura. Lo es cuando, después de ver como golpean a su hermano culturista –que, aterrado, es incapaz de defenderse–, descubre que “el miedo habita en lo más profundo de nosotros y que una montaña de músculos o un millar de soldados no podrían cambiar nada”.

Y lo es mucho más cuando muestra cómo un grupo de adolescentes, que esnifan pegamento y toman pastillas, abusan sexualmente de una gata que emite un maullido desgarrador mientras, de fondo, los Rolling Stones interpretan una canción de su disco Let it bleed.

Léolo es una película clave para muchos amantes del cine de toda una generación. Léolo, valga la redundancia, es una película única. Irrepetible. Y genial.