El genio, el dinero y la decadencia


JUSTO NAVARRO
El País


Tenía Fitzgerald el sentido de culpa que sólo consiguen los alcohólicos y los católicos. Era católico y bebedor, pero, cuando murió en 1940, le fue negada la sepultura en tierra bendecida, a pesar de que había pasado su vida arrepintiéndose, deseoso de enmienda y perdón en cada resaca, ese momento de anhelada pureza, cuando uno se promete no volver a caer, como después de pasar por el confesionario. Se arrepentía de sus éxitos como cuentista popular y se arrepentía de no vender, triunfante a sus 23 años con A este lado del paraíso, la novela más leída en las bibliotecas públicas en 1921. "Creo", apuntó Edmund Wilson, "que nadie ha escrito con tanta hondura la historia de la juventud de nuestra generación".

Y luego escribió una de las grandes novelas de su época, El gran Gatsby, historia de amor loco en tiempos de alegre exhibicionismo del dinero, casi como ahora mismo. A Fitzgerald le fascinaban los ricos, a quienes en el fondo despreciaba con todo el vigor de la envidia. La heroína de El gran Gatsby, Daisy Buchanan, tiene la voz luminosa, especial: "Her voice is full of money", explica Jay Gatsby, su enamorado, en un momento de lucidez. Y ésa es la voz que suena cuando Daisy, en plena crisis de aburrimiento, dice: "¿Qué vamos a hacer con nosotros esta tarde, y al día siguiente, y en los próximos treinta años?". Estaba citando sin saberlo La tierra baldía, de T. S. Eliot, a quien gustó mucho la novela.

Entonces vino el desastre económico internacional, la crisis, el crash, el crack, y Fitzgerald se vio acabado, disipado, derrotado en su manía de ser popular y millonario a la mayor velocidad posible. Coincidiendo con el desplome de la Bolsa, su mujer sufrió un hundimiento mental que la llevó al manicomio. Puesto que su vida y su obra coincidían prodigiosamente con los ciclos históricos, Fitzgerald pensaba que todo el mundo sufría el mismo síndrome y, quizá para consolarse, a un amigo le confió que veía a Hemingway "tan destruido como yo". La única diferencia, según Fitzgerald, era que Hemingway había caído en la megalomanía, mientras que a él lo aplastaba la tristeza.

Vendió cuentos a precios fantásticos a las mejores revistas: hablaba de aventuras, jergas y modas de los hijos de su tiempo sin poner demasiado nerviosos a los padres. Aquellas fábulas de hace ya casi un siglo han llegado hasta hoy, en películas, en canciones como 'Berenice se corta el pelo', del álbum Liberation, de The Divine Comedy. Escribir cuentos no le gustaba. Lo hacía por dinero, para escribir novelas, o eso decía Fitzgerald, que sabía reírse de sí mismo. Un personaje de su segunda novela, Hermosos y malditos, se quejaba: "En todas partes encuentro niñas tontas que me preguntan si he leído A este lado del paraíso". Avisó de que la novela, "el medio más sólido y dúctil de comunicar ideas y emociones", cedía su puesto a Hollywood. La palabra escrita era derrocada por las imágenes.

En 1922 vaticinó en una carta a su amigo Edmund Wilson el futuro esplendor de Nueva York como capital mundial de la cultura: la cultura sigue al dinero. "Seremos los romanos de las próximas generaciones", dijo el profeta Fitzgerald, antes de irse a Europa, donde la vida salía barata. Sus hazañas alcohólicas europeas superaron a las neoyorquinas. Cuando llegó la crisis, empezó a leer a Marx, como si viviera hoy mismo. Francis Scott Fitzgerald sigue vigente, como el genio, el dinero, la diversión, la conciencia de que todo se va y decae, hecho físico incontestable e irreparable. ¿No se puede repetir el pasado? ¡Claro que se puede!, decía Jay Gatsby, el fantástico, antes de ser arrasado por el presente.