FEDERICO MARÍN BELLÓN
ABC
Creador independiente e iconoclasta, Wong Kar-wai ha logrado escapar del gueto del cine de culto con Deseando amar, una hermosísima película que no sólo apuntaló las señas de identidad de su obra, sino que fue comprendida por un público relativamente amplio. El profesor de narrativa audiovisual Francisco Javier Gómez Tarín dedica ahora a Wong Kar-wai un completo análisis, titulado Grietas en el espacio-tiempo (Ediciones Akal), en el que desmenuza las constantes de su carrera, en algunos casos plano a plano.
Emigrante. El director de 2046 no acabó en el cine por casualidad. Nacido en Shanghai en 1956, emigró a Hong Kong con su madre, dejando atrás al resto de su familia, debido al estallido de la Revolución Cultural. Se trata de un director chino, por tanto, aunque su obra se haya desarrollado en Hong Kong, antes y después del cambio de manos de la antigua colonia. Como emigrante, sus problemas de integración, agravados por sus dificultades con el nuevo idioma, lo llevarán a consumir todo tipo de cine. Su apellido original en mandarín es Jiawei, adaptado al cantonés como Kar-wai.
Así, aquel muchacho solitario y un poco friki, apasionado de la literatura de Gabriel García Márquez y de Julio Cortázar, de las frágiles estructuras espacio-temporales de sus relatos, llegará a formar parte e incluso a liderar la denominada segunda nouvelle vague de Hong Kong, casi siempre asociado con su director de fotografía predilecto, Christopher Doyle.
El joven Wong ingresa en la Escuela Politécnica para estudiar diseño gráfico, pero a los 19 años tiene la oportunidad de realizar un curso de producción para una cadena de televisión. Rápidamente pasa de ayudante de producción a guionista, hasta que en 1982 deja la televisión. Su aprendizaje como guionista ha cumplido una etapa, aunque muchos de sus trabajos acabaran frustrados.
En su libro, Javier Gómez Tarín cita con frecuencia a Carlos Heredero, autor de un trabajo anterior (2002) sobre la obra de Won Kar-wai, que «no es una suma de películas, sino un todo engarzado y polisémico, mutuamente interactivo». Una de las peculiaridades de este realizador es que suele trabajar sin guión (él, que fue guionista) y sin una guía escrita, de ahí la necesidad de trabajar casi siempre con el mismo equipo. En el apartado artístico destacan Tony Leung y Maggie Cheung.
El autor del libro también explica el modo en que el director juega con los espectadores. Con una trama muy limitada, es capaz de revolver nuestro interior, porque todos llevamos dentro historias de amor que pudieron ser y nunca fueron. La verdadera película no transcurre en la sala, por tanto, sino que se proyecta en la mente de cada espectador. Importa más lo que sugiere que lo que dice.
Un personaje más. Hong Kong es un personaje más, como la lluvia, casi siempre presente, y no sólo un factor estético, sino la expresión del dolor en los corazones de los personajes y de la propia ciudad, que también llora. El libro es además un estudio minucioso de la manera de rodar de este peculiar y emocionante cineasta, con análisis de secuencias enteras, plano por plano. Quizá se excede con el lenguaje que utiliza. No es raro ver «palabros» como «estilema» y «diegético», pero no se puede negar la precisión con que analiza.
Más difícil es comprender cómo un director que hizo prácticas con el cine de género, influido con claridad por especialidades tan concretas como las artes marciales y el western, ha podido devenir en un creador casi abstracto, que trasmite sensaciones con su brillante uso de la fotografía y la música, con el argumento casi siempre en segundo plano, lo que hace compatible con su llegada a un público cada vez menos minoritario.