La pesadilla americana de Richard Yates



SARA BRITO
Público




Hay casitas con jardín que matan. Que pasan la cuchilla del cortacésped por la medida de los deseos más altos. Pasa en Vía Revolucionaria (Alfaguara), la primera y más reconocida novela de un olvidado de las letras americanas, Richard Yates, que está dejando de serlo por obra y gracia del director Sam Mendes. La adaptación cinematográfica de la novela es, antes de llegar a salas, uno de los estrenos de la temporada. Kate Winslet acaba de ganar un Globo de Oro por protagonizarla, junto a Leonardo Di Caprio, y los Oscar prometen alzarla entre sus favoritas. Hollywood está colocando a Yates otra vez en las estanterías de las que llevaba fuera años antes de su muerte, en 1992. Algo que le pasó hace no tanto a Cormac McCarthy.

Vivir sin darse cuenta

Nació en Yonkers en 1926 y hubo dos cosas que nunca le abandonaron: una timidez que su biógrafo Blake Bailey llamó mórbida y una veneración sin límites por Scott Fitzgerald. Yeats retrató a personas que sienten su vida “como una sucesión de momentos que no han querido vivir” (así se siente Frank Wheeler en Vía revolucionaria). La vida ordinaria de la clase media, las aspiraciones y las traiciones que las personas se infligen, la soledad, el desencanto y las ansiedades de la sociedad americana de la segunda posguerra mundial no están tan lejos de lo que pasa todavía hoy. Por eso leer a Yates tiene que ver con la verdad. De verdad simple, contada con una prosa llana.

Él dijo en una entrevista poco antes de morir: “Si en mi obra hay un tema, sospecho que es uno simple: que la mayor parte de los seres humanos están irremediablemente solos, ahí es donde reside la tragedia”. Yates pregunta a lo largo y ancho de sus nueve libros: ¿Qué nos hace perdernos? ¿Qué dejamos que la sociedad haga con nosotros?

Algo parecido a la fatalidad recorrió su vida. Vía Revolucionaria se publicó en 1961 y fue finalista del Premio Nacional de Literatura de EEUU en 1962. Pero fue también el mismo año de Franny y Zooey, de J. D. Salinger y de Trampa 22, de JosephHeller, que se llevaron toda la atención. Su novela gustó y se le consideró un acertado y emocionante cronista de su tiempo: cuando la estandarización, el consumo y el sentimentalismo iban creando un mullido colchón de comodidad y amnesia, que no lograba extirpar la ansiedad.

Pero su segunda novela, A Special Providence –con la aparición anterior de los cuentos de Once tipos de soledad en 1962–, no vio la luz hasta 1969, cuando su realismo lúcido no casó con la experimentación del momento. Sólo con la aparición de Las hermanas Grimes (Alfaguara) en 1974 se le volvió a reivindicar. Para entonces el alcohol y la soledad lo habían convertido en un atormentado y en algo parecido a un misántropo. A pesar de un éxito relativo –sobre todo entre escritores como Kurt Vonnegut, Raymond Carver y Richard Ford–, nunca vendió más de 12.000 ejemplares.

Nada le fue del todo bien en su vida, como tampoco a sus personajes: ni la Emily de Las hermanas Grimes, que busca entre parejas algo como la felicidad y se pierde de camino, o a los Wheeler de Vía Revolucionaria, que dejan que la casita con jardín a las afueras de la ciudad se cargue sus aspiraciones revolucionarias.

Uno de los suyos

Su vida podría ser la de uno de sus personajes: hijo de una escultora fallida y un cantante frustrado, sus padres se divorciaron, después de lo que crecería, como nómada urbano, de suburbio en suburbio. Alcohólico –como su madre–, celoso de los que tenían más éxito que él, Yates nunca consiguió la ansiada portada en The New Yorker y lo máximo a lo que llegó fue a una reseña en la cuarta página del The New York Times Review of Books. Como Frank Wheeler él también tuvo “el empleo más aburrido que pudiera imaginarse”: escribiendo en catálogos de máquinas calculadoras. Su desgaste y desilusión pasó directa a sus personajes.

De entre ellos, Frank y April Wheeler, retratados con una fatalidad que deja más hueco a la desolación que a la ironía. Yates sitúa al joven matrimonio en la Vía Revolucionaria, poco más arriba de la vulgar urbanización Revolutionary Hill Estates, donde la plaga de la uniformidad y la ansiedad del sueño americano campa a sus anchas. Los Wheelers, son distintos o eso creen: piensan que son capaces de plantar cara a lo convencional. Pero el abismo entre lo que ellos piensan que son y en lo que se convierten les lleva directos a la tragedia.

Yates convierte la ruptura de lo sueños de un matrimonio joven en un asunto claustrofóbico que, por momentos, se acerca a la temperatura de unrelato de terror. “No existe en Yates el desenlace que podría conducir a un final feliz. No hay comedia que diluya la humillación. Cuando se abre camino lo peor, no hay asidero”. Así hablaba el escritor Stewart O’Nan de la oscuridad que tiñe la prosa de Yates. Fue él quien, en 1999, escribió el ensayo El mundo perdido de Richard Yates en la Boston Review, comenzando su lenta recuperación. Allí se lamentaba: “Escribir tan bien y luego ser olvidado es un legado terrorífico”.

El olvido se ha ido despejando gracias a otros realistas sucios como Richard Ford, que lo tiene como su padre literario, o Raymond Carver, en cuyos relatos de gente nada heroica se lee a Yates. Como Carver, su prosa rehuye el sentimentalismo: la misma empalagosa atmósfera que trae el olor a pastel, que adormece el espíritu y convierte los sueños de revolución en un capricho que guardar en el congelador.