Los ojos de Pamplinas



CARLOS BARBÁCHANO
ABC


Pamplinas se le llamaba en España. Pamplinas es un dicho o una cosa de poca entidad, algo sin importancia. Su etimología nos lleva a las amapolas y, añadiríamos, a su candor. Eso era Buster Keaton, entre otras cosas, candoroso, humilde como las amapolas. También se le apodaba Cara de Palo; pero, ¿realmente su rostro merecía semejante apodo? Su rostro, su pálido rostro (de «palidez de luna», precisa Francisco Ayala), bien podría suscitar innumerables listas de adjetivos: imperturbable, impasible, inescrutable, impertérrito, hierático, inmóvil, impenetrable, impávido, extraño?

Paolella, en su Historia del cine mudo, habla de su «rostro extraño y desconcertante de androide» que «oscila entre la más profunda calma animal y una extraña llama interior», que lo asemeja a los retratos de los primitivos flamencos. Y a las esfinges egipcias o a las caras pétreas de la isla de Pascua. Su devoto Alberti afirma que «es el actor más profundo, más melancólico», «es como un animalito mudo». Pero ese animalito cuyo rostro parece casi glacial, ese «pedernal mojado por raudales de luz voltaica» (de nuevo Ayala), tiene una ventana por donde rebosa el alma: sus ojos. «En sus ojos está todo», sentencia Alberti.

Son esos ojos almendrados, tristísimos, los que nos abren con sus apenas imperceptibles movimientos, el abanico de posibilidades expresivas más completo que pueda imaginarse. Buster Keaton, rey de la economía gestual, es, como en otras tantas cosas, el anti-Chaplin; con sólo un casi inapreciable movimiento de sus ojos, nos regala un mundo. De esos ojos, tristísimos y candorosos, emana su tímida humildad, su instinto casi animal, su desolada paciencia, su casi siempre fracasado intento de comunicarnos su muchas veces disparatada solidaridad.

Capacidad de aguante. Hijo de cómicos ambulantes, Buster Keaton nace con el cine en 1896. Al año ya está en los escenarios. A los tres es actor profesional. Su extraordinaria capacidad de aguante en escena le merece el sobrenombre de «Buster»; de hecho, nunca permitirá que nadie le doble, ni en sus acrobacias más arriesgadas. En 1917 se le requiere en Broadway pero el cine se cruza en su camino. Un amigo le lleva a un rodaje de Fatty Arbuckle y éste le propone participar en la secuencia del día. Flechazo mutuo. Ganando una sexta parte de su salario en Broadway, rompe su contrato y se enrola como tercer actor en el equipo de Fatty Arbuckle. Al poco tiempo desplaza al segundo actor y forma con el Gordo un dúo pleno de solidaria inventiva. Los cortos, muchas veces descuidados, de Fatty, comienzan a poblarse de matices y de ingeniosos gags.

Originalidad. El implacable Código Hays se ceba en el año 1921 con Fatty Arbuckle, a quien arbitrariamente se atribuye la violación y el asesinato de una actriz en una de las frecuentes orgias hollywoodenses. Buster Keaton -que el año anterior había reemplazado al Gordo en la dirección de Comique al pasarse éste a la Paramount- le toma el relevo y dirige en poco más de dos años 19 cortos y un largo repletos de inventiva, absolutamente originales en su concepción, en los que la fisicidad y el instinto prevalecen sobre los sentimientos, lo que le acerca a la presunta deshumanización de las vanguardias europeas que ven en él, sobre todo el surrealismo, un referente gozosamente indispensable.

Con Charles Chaplin y Harold Lloyd constituye en los años 20 la irreverentísima trinidad del slapstick (la comedia de carreras y tropezones que patentara Mack Sennet), en una complicidad fraterna, exenta curiosamente de divismos, en donde se intercambiaban los gags unos a otros, según conviniera a sus respectivos personajes. Es el tiempo de sus inolvidables largometrajes: Las tres edades y La ley de la hospitalidad (1923), El navegante y El moderno Sherlock (1924), Siete ocasiones y Go West, cuyo amor bovino inspiraría uno de los poemas más famosos de Rafael Alberti («Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca»), ambas de 1925, El maquinista de la General (1927), su genial parodia antibelicista, El héroe del río (1928), entre otras maravillas, sin olvidar las películas no dirigidas por él en las que participó como actor (como The Saphead, que le llevó a la fama, El colegial o El cameraman, por señalar las más conocidas).

A finales de los años 20, Joseph Schenk, su productor, lo transfiere a la Metro. Buster Keaton, obediente y humilde, deja Comique, su compañía, y se integra malamente en el engranaje de la gran productora. Las férreas normas de producción chocan con sus libérrimas facultades creativas. Sus películas funcionan bien en taquilla pero él se siente fracasado como creador y se refugia en el alcohol. Su vida personal, con tres matrimonios fracasados, tampoco le salva.

Homenajes. Con la implantación del cine sonoro, Buster Keaton se dedica a labores subsidiarias: idea, por señalar la más notable, gags para los Hermanos Marx. En sus últimos años aparece esporádicamente como actor en papeles que son en realidad pequeños y entrañables homenajes (Candilejas) a su imperecedera labor en el cine (El crepúsculo de los dioses, La vuelta al mundo en 80 días o Golfus de Roma).

Los extraordinarios gags de Buster Keaton, alias Pamplinas, son sencillos, profundamente instintivos, naturales, espontáneos (siempre lo parecen), repletos de fisicidad y de sabiduría espacial (su uso del espacio fílmico es magistral), felizmente disparatados, en ocasiones casi fantásticos (pero dentro de un buscado y logrado realismo que nunca abandonó), y nos regalan un humor aséptico, puro, ajeno a cualquier tipo de aburridas moralinas. Un humor que sigue haciendo las delicias de los niños y de los adultos y que nos llega ahora, como un regalo de 2009, en el largo y completo ciclo que ha programado en sus salas la Filmoteca Española.