CARLOS LOSILLA
Cahiers du Cinéma
Hay una regla no escrita según la cual todo cineasta debe mostrar piedad por sus criaturas, quizá una herencia espúrea del modelo religioso sobre el que se ha construido la moderna historia del cine. En efecto, desde el catolicismo de André Bazin hasta las diatribas contra la abyección (de la puesta en escena) de Jacques Rivette y Serge Daney, existe un afán de pureza y de trascendencia que a veces casa mal con las estrategias de determinados cineastas, mucho menos interesados por la mística de la imagen que por su materialidad supurante. Es un problema difícil de solucionar, no crean, pues entre el mal gusto y el simplismo existe una frontera muy, muy difusa. El primero, sin embargo, puede alcanzar el rango de categoría estética, mientras que el segundo nunca va más allá de sí mismo. Quizá se trate de una simple cuestión de matiz.
Ulrich Seidl es uno de esos cineastas estigmatizados por su crueldad, por la visión despiadada del universo que recrea, que acostumbra a ser el mundo contemporáneo en toda su sordidez. Fiel heredero de una determinada tradición centroeuropea basada en el escepticismo, su obra tiene más que ver con la pintura y la literatura que con el cine, por mucho que él invoque la figura de John Cassavetes como padre putativo. Sus documentales, por ejemplo, no hubieran desagradado al difunto Thomas Bernhardt, con quien coincide a la hora de enumerar miserias humanas con la paciencia de un contable y, a la vez, con la furia de un paranoico. Y sus ficciones mezclan con impasible desparpajo esa inclinación hacia la elaboración de un minucioso catálogo de indignidades de la raza humana con un moralismo feroz, un sarcasmo feísta digno de su admirado Erich Von Stroheim. En el fondo, Seidl no deja de ser el prusiano ofendido porque no ha sido invitado a bailar el vals del emperador.
Hundstage (2001), su primer film de ficción tras documentales como Animal Love (1995) o Models (1999), obedecía a una estructura serial más próxima al arte conceptual vienés de los años setenta que a cualquier otra tradición cinematográfica. Su segundo paso en ese territorio, Import/Export, parece más asimilable, pero resulta todavía más virulento. Visto de lejos no sería más que otro de esos mansos ejemplares de crítica social tan de moda desde que las estructuras de "vidas cruzadas" permiten la elaboración de grandes mosaicos sobre la maldad humana. Si nos acercamos un poco más, no obstante, veremos que el propio cineasta se incluye en la nómina, no pretende situarse fuera de su radio de influencia y, muy al contrario, propone una teoría de la imagen según la cual tras las máscaras sólo se oculta el rostro del horror. Todos somos culpables, incluidos los artistas que se atreven a retratar ese espanto. Y nadie se escapa del Apocalipsis resultante.
Este enfoque puritano, heredero sin duda de una severa moral protestante de la que resulta imposible huir por mucho que se acuda al escarnio, se materializa en Import/Export alrededor de dos historias paralelas que no necesitan del cruce explícito para elaborar su discurso. De hecho, la barra del título es un elemento sintáctico que se convierte en símbolo y metáfora: la imposibilidad de traspasar la línea, pero simultáneamente la mentira de esa separación, que sirve al poder para establecer sus leyes sobre el entramado de la explotación y el engaño. Olga (Ekateryna Rak) es una enfermera ucraniana que viaja a Austria en busca de una vida más digna, mientras que Pauli (Paul Hoffman) no tiene futuro en Austria y se desplaza a Ucrania para mejorar sus expectativas a cualquier precio. Seidl habla, pues, de la Europa contemporánea, idealmente sin fronteras pero más compartimentada que nunca, sobre todo desde el punto de vista de la clase social, allá donde todos somos intercambiables a ojos de quienes detentan el poder. El propio cuerpo humano se ha convertido en una mercancía cuyo lugar de residencia no importa mientras no desestabilice el equilibrio económico.
Lo que repele del cine de Seidl es que, en su caso, no existe bálsamo alguno, ni siquiera estético, para hacer digerible esta situación. Sus encuadres asfixiantes, de una frontalidad a veces insoportable, niegan la libertad de la mirada, obligan a asistir a una carnavalización grotesca de la figura humana que recuerda a las esculturas de algunas catedrales barrocas. Y su estilo pesado, insistente, irrespirable, no deja lugar al eufemismo ni a la corrección política: para él, las víctimas de ese sistema posfascista han pasado a formar parte del mismo hasta tal punto que se han convertido en sus cómplices involuntarios. Al igual que el propio cine, tampoco ellos pueden apelar a inocencia alguna. Y mucho menos el espectador, por desesperado que sea su intento de huida.
ENTREVISTA A ULRICH SEIDL
(Declaraciones recogidas en el Festival de Cine de Gijón, en noviembre de 2007)
La verdad al desnudo
Sus películas anteriores hablaban de la inmovilidad, del estancamiento, mientras Import/Export muestra personajes en constante movimiento.
Los planos estáticos, la cámara en mano... poco importa. Es una cuestión de contenido: aquí disponía de personajes que se movían, por lo cual yo también debía moverme. Es una película sobre el Este y el Oeste, y sobre la circulación que se produce entre ambos, del paro, el frío y el hambre al móvil y el coche. Puede que no haya fronteras geográficas, pero sí sociales. En el mundo globalizado sigue habiendo ganadores y perdedores, y también tabúes que ayudan a perpetuar esa situación: la ancianidad, la muerte, que en mi película muestro de manera muy diferente a lo habitual. Todo se reduce a un intercambio de mercancías, y ahí se incluye también a las personas. En realidad, el Oeste no tiene ningún interés en realizar intercambio cultural alguno con el Este, todo es cuestión de economía. Lo único que hemos conseguido es un mercado laboral globalizado: no importa dónde vivas, lo único que buscan de ti es el beneficio.
De cualquier modo, ésta es su película más narrativa, en comparación con Hundstage, por ejemplo, más interesada por el retrato, como sus documentales.
Es lógico. Hundstage era una película sobre la esfera privada, aquí me desplazo a lo público. Pero la apariencia narrativa de Import/Export es sólo eso: apariencia. Yo hablaría más bien de formas dinámicas, y también de una cierta implicación del espectador, que aquí le demando explícitamente. Por otra parte, creo que es mi película más esperanzada. En el guión aparecía incluso un encuentro entre Olga y Pauli, que luego eliminé. Aquí quería alejarme un poco de Austria y abordar una problemática que nos concierne a todos. Ahora los sectores de la crítica que me consideraban un pornógrafo social me ven como un humanista. Pero tampoco es eso. Nunca he sido despiadado, creo, pero me gusta mostrar la verdad al desnudo. En eso quiero desmarcarme del "cine de autor" al uso de hoy en día, que me parece superfluo y autoindulgente. No creo que sea la dirección correcta. Hay que tomar posiciones con respecto a la realidad.
Hábleme de cine. ¿Cuáles son sus modelos? ¿Qué piensa de la llamada "nueva ola" austríaca? Ahora mismo hay mucho movimiento en su país: desde Michael Glaggower, que ha sido guionista suyo, hasta Barbara Albert o Ruth Mader, sin olvidar claro a Michael Haneke.
Siempre he luchado solo y mis modelos nunca han sido precisamente austríacos. Cuando empecé a hacer películas me gustaban muchos cineastas: Erich Von Stroheim, Jean Vigo, Carl Th. Dreyer, Luis Buñuel, Pier Paolo Pasolini, Andrei Tarkovski, Jean Eustache y las primeras películas de John Cassavetes. Ahora me quedaría con gente como Bruno Dumont, aunque creo que el cine actual más interesante se hace en Asia y en África. En cuanto a esa "nueva ola" que menciona, no puedo decirle mucho porque viene después de mí. Cineastas como Barbara Albert o Ruth Mader, a las que respeto, tienen un lenguaje parecido al mío, tratan temas muy semejantes.