El surrealismo para el que lo trabaja

El ataque contra la forma tradicional de la fotografía y la adopción de formas experimentales, como el fotomontaje -que estuvo influido en sus orígenes por el dadaísmo y el surrealismo-, se pueden interpretar como una voluntad firme de romper el stablishment visual

'Aplastemos el fascismo', cartel de Pere Català i Pic (1936)

JOAN FONTCUBERTA

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La emergencia de movimientos de vanguardia en la fotografía española durante el período de entreguerras es poco clara. La obra de los principales autores no se inscribe netamente en una única ideología estética, sino que, por el contrario, transita del surrealismo al constructivismo, o de la "nueva objetividad" al art déco. La explicación es sencilla: la España de las tres primeras décadas de este siglo era un país frustrado en el ámbito político y cultural, un país socialmente dividido en dos partes irreconciliables, que se enfrentarían con saña durante la Guerra Civil.

Esta situación incitó a muchos de los artistas más inquietos a escaparse al extranjero para entrar en contacto directo con los distintos movimientos intelectuales de vanguardia. Los que no tuvieron esta oportunidad se mostraron muy atentos a las nuevas ideas, que asimilaron con avidez.

Lejos de Breton, líder y gurú responsable de dictar las reglas, el surrealismo se vivía como una tendencia revolucionaria que no exigía fidelidad absoluta, sino que permitía permeabilidad ante otros tipos de credo. Por tanto, no es de extrañar que artistas como Josep Renau reconozcan haber recibido influencias del dadaísmo y del surrealismo, tal como dan testimonio fotomontajes tipo El hombre ártico (1929), para después evolucionar hacia posiciones comprometidas ideológicamente al estilo de Heartfield. O también, Català i Pic, sin duda el fotógrafo español más acorde con su época durante el período de entreguerras, que no tuvo dificultad alguna en realizar fotogramas automáticos al estilo de Man Ray, naturalezas muertas publicitarias al estilo de Steichen o de Outerbridge y fotomontajes al estilo de Pierre Boucher. O como Nicolás de Lekuona, un joven genio malogrado por la Guerra Civil, capaz de llevar a cabo las composiciones más abstractas en la línea de Rodchenjo y Moholy-Nahy y fotocollages similares a los de Raoul Haysmann o Herbert Bayer.

Tenebrismo

Podríamos decir, basándonos en estos casos, que el surrealismo, más que definir una tendencia estética, legitimaba una iconografía profundamente enraizada en la tradición artística española, próxima al tenebrismo y a lo fantástico. En este sentido, renunciando a hablar de individualidades tales como Buñuel, Dalí o Miró, por ejemplo, buena parte de Goya podría considerarse perfectamente como surrealista avant la lettre. De la misma manera, sin recurrir a una argumentación psicoanalítica, en la personalidad del Quijote, que, añadida a la de Sancho Panza, define en clave metafórica el espíritu español con la precisión del bisturí, encontramos muchos rasgos de un surrealismo ingenuo y bonachón: el surrealismo propio de la quimera, la incapacidad de distinguir lo real de lo imaginario. Breton decía que no era necesario exportar el surrealismo a México, porque allí se vivía a flor de piel, a través de todas las cosas cotidianas. No dijo lo mismo de España, aunque quizá fuera por desconocimiento. Es evidente que en España, más que un movimiento situado en la historia, el surrealismo aparece como actitud que se adopta con vaivenes circunstanciales cuando la situación se hace irrespirable. Es un exilio interior, cuando ya no queda espacio para el exilio exterior.

De este modo, el último movimiento surgió con el declive del franquismo, a finales de los años sesenta y principios de los setenta. En el mundo civilizado se imponían la contracultura y el LSD. En España, estudiantes y trabajadores eran linchados por la policía cuando pedían libertad de expresión. El asedio de una realidad social asfixiante probablemente impulsó a muchos jóvenes a refugiarse en la imaginación. Del mismo modo, el ataque contra la forma tradicional de la fotografía y la adopción de formas experimentales -collage, técnicas de laboratorio heterodoxas, combinaciones con otros medios, utilización de textos...-, podrían ser interpretados como una voluntad firme de romper con el stablishment visual. La causticidad y lo insólito junto con el placer latente de épater la bourgeoisie aparecen tanto en formas documentales -por ejemplo, el tren que cruza el espacio del cementerio, en una conseguida instantánea de Josep Carbonell-, como en puestas en escena o fabricaciones de laboratorio -como las visiones evocadoras de Eguiguren y de Manel Esclusa, llenas de una extraña fuerza mágica.

Pero más allá de francotiradores, como Antonio Gálvez, que vivía en París, o como Josep Renau, sexagenario reconvertido al surrealismo clásico que vivió en Berlín Oriental, la figura más destacable es la de Jorge Rueda. A diferencia de los dos casos citados, su obra elude al kitsch a través del barroquismo y de la hipérbole, mientras dibuja una parodia poderosamente incisiva de la España negra. Las imágenes resultantes tuvieron un gran impacto, tanto por la violencia de su mensaje como por la resolución gráfica, a la vez anárquica e innovadora. Rueda ocuparía una posición decisiva en la fotografía española de los años setenta como ideólogo de la revista Nueva Lente.

Tendencia al shock visual

Con Pablo Pérez-Mínguez y Carlos Serrano, Nueva Lente se convirtió en el portavoz de la fotografía española más joven y renovadora. A su lado se hallaban como compañeros de viaje de Rueda: Elías Dolcet, el grupo Yeti, Flin & Co., Manuel Falces, José Miguel Oriola, Carlos Villasante, Ouka Lele, Pere Formiguera y otros muchos, como quien esto escribe.

En todo ese grupo, el denominador común perfilaba un cierto gusto por la imagen manipulada, una inclinación hacia el shock visual, hacia la preeminencia de la intención sobre el efecto y hacia discursos típicamente surrealistas o possurrealistas.

La democracia puso fin a todo ello. Y durante los años del posmodernismo, el fotomontaje intentó de nuevo recuperar un lugar de calidad, con las creaciones de pintores-ilustradores como Carmelo Hernando, América Sánchez y Ricard Ibáñez. Sin embargo, el resultado quizá flirteó en la forma con el surrealismo, pero no en el fondo: todo aparecía sobradamente claro y bien hecho, excesivamente perfecto. Como si no fuera suficientemente evidente que el manierismo en el que se sumergían de modo deliberado constituía la clave de una parodia del status quo actual de la imagen: hegemonía del marketing sobre la imaginación, del espíritu enciclopédico sobre la naturaleza, de los archivos sobre la experiencia y del reciclaje sobre la invención.