CARE SANTOS
La tormenta en un vaso
Puedo imaginar al editor de Amélie Nothomb frotándose las manos al saber que su última novela, la que iba a publicar en el 2008, y que ahora aparece en España, regresaba argumentalmente al Japón que tan buenos dividendos —literarios y económicos— arrojó en aquel libro que para muchos representó el descubrimiento de la autora belga, Estupor y temblores. Pues sí, en esta novela, Nothomb regresa al Japón en el que nació y vivió hasta los cinco años y que añoró durante los quince siguientes, para luego recuperarlo ya veinteañera y dispuesta a fundirse con el país a la manera japonesa. Es decir, trabajando en una gran compañía y sufriendo todas las vejaciones que el rígido sistema laboral nipón es capaz de infringir a un empleado (que son muchas, como sabemos todos los lectores de aquella novela). El encanto del Japón que nos explica Nothomb en sus novelas radica en el amor y la perplejidad a partes iguales con que ella lo observa. La suya es la mirada de una occidental, y por tanto realza aspectos que a nosotros nos pueden resultar chocantes o divertidos, con absoluto conocimiento. Pero, a la vez, es también la mirada de alguien profundamente enamorado de la cultura nipona, de su gente, de sus costumbres, y por tanto amable con ella. Hay extrañeza, pero jamás desprecio. La perplejidad está moderada por la admiración. Eso es lo que convierte su mirada en única y en irresistible.
También en lo referente a su temática es particular esta novela. Según ha dicho la propia autora «es el único de mis libros en el que ningún ser intenta destruir a otro». Suponiendo que no entendamos el amor como la más sublime maniobra de destrucción inventada por el ser humano, claro, porque esto es lo que cuenta esta historia: una historia de amor. Y como siempre ocurre en estos casos, uno destruye y el otro resulta destruido. También regresa la autora a sus novelas autoficcionales, como Estupor y temblores —cuya trama es simultánea en el tiempo a la de ésta—, Metafísica de los tubos o Biografía del hambre. Y eso después de sus dos últimas entregas, bastante más flojas: Acido sulfúrico y Diario de golondrina. El de la autoficción es un registro en el que se maneja bien, en parte por la ironía con que ha sido capaz de construir su propio personaje, y en el que es divertido advertir hasta qué extremo escribe para sus seguidores, intercalando referencias a otras novelas de las que no cuenta nada y que supone en conocimiento de todos. Sin duda, puede permitírselo.
La historia de amor de Ni de Eva ni de Adán confronta a una veintañera Amélie que regresa a Japón con la intención de estudiar el idioma y buscar trabajo, y que para sufragarse los estudios da clases de francés a japoneses. Así conoce a Rinri, un joven de su misma edad, multimillonario y exquisito, prendado de la lengua de Voltaire —y de todo lo francés, por extensión—, de quien se enamorará a las pocas lecciones. Con él conocerá algo mejor el país que tanto admira, y eso incluye episodios turísticos como una visita a Hiroshima o una ascensión al monte Fuji y otros más auténticos, como las veladas familiares en casa de su novio, en las que nunca consigue vencer la animadversión que despierta en los padres y los abuelos de él sólo por ser «una occidental demasiado expresiva».
Como siempre en Nothomb, hay minimalismo narrativo, multitud de anécdotas hilarantes, autoparodia, metáforas que sustituyen escenas completas —la más astuta y a la vez la más delicada es la descripción del ciclón que sirve para explicar un fin de semana de sexo entre los dos protagonistas— y reflexiones lúcidas, pequeñas perlas que por sí mismas justifican una lectura. En este caso, son especialmente emocionantes las que llegan al final, otra marca de la casa —los finales de Nothomb merecen la pena incluso en sus novelas más flojas, lo cual no es mérito pequeño—, al hilo de la huida que emprende la protagonista, contra todo pronóstico: «Uno debería tener siempre algo de lo que huir, para cultivar esa maravillosa posibilidad. De hecho, siempre hay algo de lo que huir. Aunque sólo sea de uno mismo.»
La escena final de la historia sirve también de justificación de la novela misma: «Decirle a alguien que se ha terminado es feo y falso. Nunca se termina. Incluso cuando ya no piensas en alguien, ¿cómo dudar de su presencia dentro de ti? Un ser que ha contado para ti siempre cuenta». Es un buen colofón, que además deja claro a aquellos que no lo supieran que Nothomb es una de esas escritoras capaz de escribir una novela para narrar el vuelo de una mosca que le sedujo en una tarde cualquiera. No importa lo que cuente, importa la originalidad de su voz, su particular manera de ver el mundo y de reírse de él sin dejar de analizarlo. Por eso la literatura de Amélie Nothom es una droga. Legal, por fortuna.
También en lo referente a su temática es particular esta novela. Según ha dicho la propia autora «es el único de mis libros en el que ningún ser intenta destruir a otro». Suponiendo que no entendamos el amor como la más sublime maniobra de destrucción inventada por el ser humano, claro, porque esto es lo que cuenta esta historia: una historia de amor. Y como siempre ocurre en estos casos, uno destruye y el otro resulta destruido. También regresa la autora a sus novelas autoficcionales, como Estupor y temblores —cuya trama es simultánea en el tiempo a la de ésta—, Metafísica de los tubos o Biografía del hambre. Y eso después de sus dos últimas entregas, bastante más flojas: Acido sulfúrico y Diario de golondrina. El de la autoficción es un registro en el que se maneja bien, en parte por la ironía con que ha sido capaz de construir su propio personaje, y en el que es divertido advertir hasta qué extremo escribe para sus seguidores, intercalando referencias a otras novelas de las que no cuenta nada y que supone en conocimiento de todos. Sin duda, puede permitírselo.
La historia de amor de Ni de Eva ni de Adán confronta a una veintañera Amélie que regresa a Japón con la intención de estudiar el idioma y buscar trabajo, y que para sufragarse los estudios da clases de francés a japoneses. Así conoce a Rinri, un joven de su misma edad, multimillonario y exquisito, prendado de la lengua de Voltaire —y de todo lo francés, por extensión—, de quien se enamorará a las pocas lecciones. Con él conocerá algo mejor el país que tanto admira, y eso incluye episodios turísticos como una visita a Hiroshima o una ascensión al monte Fuji y otros más auténticos, como las veladas familiares en casa de su novio, en las que nunca consigue vencer la animadversión que despierta en los padres y los abuelos de él sólo por ser «una occidental demasiado expresiva».
Como siempre en Nothomb, hay minimalismo narrativo, multitud de anécdotas hilarantes, autoparodia, metáforas que sustituyen escenas completas —la más astuta y a la vez la más delicada es la descripción del ciclón que sirve para explicar un fin de semana de sexo entre los dos protagonistas— y reflexiones lúcidas, pequeñas perlas que por sí mismas justifican una lectura. En este caso, son especialmente emocionantes las que llegan al final, otra marca de la casa —los finales de Nothomb merecen la pena incluso en sus novelas más flojas, lo cual no es mérito pequeño—, al hilo de la huida que emprende la protagonista, contra todo pronóstico: «Uno debería tener siempre algo de lo que huir, para cultivar esa maravillosa posibilidad. De hecho, siempre hay algo de lo que huir. Aunque sólo sea de uno mismo.»
La escena final de la historia sirve también de justificación de la novela misma: «Decirle a alguien que se ha terminado es feo y falso. Nunca se termina. Incluso cuando ya no piensas en alguien, ¿cómo dudar de su presencia dentro de ti? Un ser que ha contado para ti siempre cuenta». Es un buen colofón, que además deja claro a aquellos que no lo supieran que Nothomb es una de esas escritoras capaz de escribir una novela para narrar el vuelo de una mosca que le sedujo en una tarde cualquiera. No importa lo que cuente, importa la originalidad de su voz, su particular manera de ver el mundo y de reírse de él sin dejar de analizarlo. Por eso la literatura de Amélie Nothom es una droga. Legal, por fortuna.