«Occidente ha perdido toda su credibilidad» Entrevista con Jean Ziegler

ISIDRO LÓPEZ y CAROLINA DEL OLMO
Círculo de Bellas Artes


Al comienzo de su carrera escribió dos libros fundamentales sobre su país, Suiza, denunciando el papel de los bancos en el lavado de dinero negro, así como en el reciclado del oro nazi. A finales de los ochenta, cuando era diputado, inició una campaña contra el secreto bancario.

¿Se ha avanzado algo en los últimos años en la transparencia de las operaciones de los bancos suizos?

No ha habido ningún avance en la legislación suiza al respecto, ni tampoco en la práctica bancaria: Suiza sigue siendo el principal lugar de refugio y de reciclaje de los capitales en fuga de países del Tercer Mundo, de los beneficios del crimen organizado internacional y de la evasión fiscal europea. Cuando fui elegido parlamentario, fui testigo de cómo Mobutu mataba de hambre a su pueblo y saqueaba Zaire para enviar todo ese botín a mi país. La oligarquía financiera suiza encubre con el secreto bancario todos los crímenes del capitalismo mundial. Frente a esta situación, la Unión Europea muestra una timidez pasmosa: acepta el mantenimiento del secreto bancario suizo y que el país rechace todas las peticiones de cooperación en materia de evasión fiscal. El estado español, por ejemplo, pierde decenas de millones de euros en impuestos no pagados por empresas e individuos españoles que practican la evasión fiscal con destino a Suiza, con la absoluta y evidente complicidad de los bancos suizos.

La crisis económica parece haber apartado de la primera plana de la actualidad la crisis alimentaria que está atravesando el Tercer Mundo, agravada por la reciente explosión de los precios de los alimentos básicos. ¿Cómo está la situación?

Aunque en los últimos meses los precios se hayan moderado un tanto, no podemos olvidar que entre febrero de 2007 y febrero de 2008 los mercados internacionales vieron aumentar el precio del trigo un 130%, el del arroz un 74%, el de la soja un 87% y el del maíz un 31%. Pero a esta evolución de precios es preciso añadir tres consideraciones: en primer lugar, potencias como la India, China o Egipto están de momento en posición de subvencionar los alimentos de primera necesidad para sus poblaciones, atenuando así los peores efectos de la explosión de precios, pero esas ayudas no podrán mantenerse por mucho tiempo.

Por supuesto, los países pobres no cuentan con esta posibilidad. Haití, por ejemplo, consume 200.000 toneladas de harina al año, toda ella importada, y 320.000 toneladas de arroz, de las que sólo una cuarta parte se produce en el país. Entre enero de 2007 y enero de 2008 el precio de la harina en Haití ha aumentado un 83%, y el del arroz lo ha hecho un 69%. Una subida completamente inasumible para las dos terceras partes de los nueve millones de haitianos que viven en la extrema pobreza. Muchos de ellos se han visto obligados a alimentarse únicamente de tortillas hechas con barro, no con harina.

En segundo lugar, alrededor del 90% de los acuerdos de exportación de alimentos básicos prevén que los costes recaigan sobre el comprador, por lo que la importación de productos alimentarios sufre también la explosión de los costes de transporte, una subida que países como Malí o Senegal, que importan la mayor parte de sus alimentos, no se pueden permitir.

En tercer lugar, la explosión de los precios de los productos alimentarios agrava una tragedia preexistente, la de la hambruna estructural que en 2007 mató a más de seis millones de niños menores de diez años en todo el mundo. Según el Banco Mundial, 2.200 millones de personas viven en la pobreza extrema, en hogares que consagran ya entre el 80% y el 90% de su presupuesto al gasto en alimentación (en Europa, para que se haga una idea, esa proporción está entre el 10% y el 15%).


¿Podría hacer algo así como un reparto de responsabilidades en la reciente alza de los precios de los alimentos? Incremento de la demanda, agrocombustibles, especulación…

Sin duda, una de las primeras causas es la especulación, en particular la que tiene lugar en la bolsa de materias primas de Chicago, en donde se negocian los precios de casi todos los productos alimentarios del mundo. Entre noviembre y diciembre de 2007 el mercado financiero mundial se hundió, con pérdidas cifradas en más de un billón de dólares. A resultas de esta caída, los especuladores se han replegado sobre los mercados de futuros de materias primas agrícolas y alimentos básicos. Para que se haga una idea: en 2005 el volumen de productos agrícolas que se negociaba en las bolsas era de 10.000 millones de dólares, mientras que en mayo de 2008 había alcanzado los 175.000 millones. Aproximadamente el 70% del comercio agrícola está controlado por ocho grandes compañías multinacionales, como Cargill, que en 2007 controlaba el 26% del comercio mundial de trigo. Durante el primer trimestre de 2007 sus beneficios eran de 553 millones de dólares; en el mismo período de 2008, prácticamente se habían doblado. Los economistas del Banco Mundial estiman que la especulación es responsable del 37% del incremento de precios, mientras que desde la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD según sus siglas en inglés), se calcula que la proporción es del doble.

La segunda causa de esta explosión mundial de precios es la combustión a gran escala de alimentos básicos para producir bioetanol y biodiésel. En 2007, en Estados Unidos, se quemaron 138 millones de toneladas de maíz para producir bioetanol, es decir, un tercio de la cosecha anual del país. Por supuesto, el argumento del presidente Bush no es absurdo: pretende luchar contra la degradación del clima y contra la excesiva dependencia del petróleo proveniente de Oriente Medio. Pero hay un derecho que prima sobre cualquier argumentación, que es el derecho a la vida, el derecho a la alimentación. Y si se retiran del mercado 138 millones de toneladas de maíz para fabricar agrocombustibles destinados a los cientos de millones de automóviles norteamericanos, se provoca una explosión de los precios de la alimentación básica en México. Eso es intolerable. Y la Unión Europea parece seguir el mismo camino. John Lipsky, número dos del Fondo Monetario Internacional (FMI), estima que la utilización de cultivos alimentarios –en particular de maíz y de trigo– para producir bioetanol es responsable al menos del 40% del aumento de precios de los productos agrícolas básicos.

Finalmente, tampoco puede desdeñarse la responsabilidad de los programas de ajuste estructural del FMI y las políticas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en esta explosión de precios. Durante años, estos organismos han dado prioridad a la exportación de productos como el algodón, la caña de azúcar, el café, el té o los cacahuetes, lo que ha producido una negligencia general y estructural ante la seguridad alimentaria. Por ejemplo, Malí exportó el año pasado 380.000 toneladas de algodón e importó la mayor parte de sus alimentos. Esta política agrícola errónea impuesta a los países en desarrollo es hoy responsable en gran parte de la catástrofe que está teniendo lugar.


¿Qué valoración hace de la cumbre sobre la crisis alimentaria de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) celebrada en Roma en junio de 2008?

Ha sido un fracaso absoluto y dibuja un futuro inquietante para Naciones Unidas. Tenga en cuenta que ha sido una cumbre casi única en la historia de esta organización: más de cincuenta jefes de estado y de gobierno se reunieron para discutir sobre las medidas que es preciso adoptar para poner fin a la masacre diaria del hambre. Sin embargo, los intereses privados se han impuesto sobre el interés colectivo y es probable que las decisiones adoptadas empeoren el hambre en el mundo, en lugar de combatirlo. La resolución final no dice nada sobre los agrocombustibles, ni sobre la especulación bursátil, ni sobre las políticas erróneas del FMI, la OMC o el Banco Mundial. La causa principal de este fracaso ha sido el sabotaje norteamericano. Estados Unidos y sus aliados consideran que la mano invisible del mercado resolverá por sí sola el problema del hambre y que es preciso liberalizar aún más el mercado mundial y privatizar los sectores públicos de los distintos estados para que las fuerzas de producción se desarrollen y acaben finalmente con el hambre.

En su opinión, ¿qué medidas deberían tomarse?

En primer lugar, es preciso acabar con la especulación. Los precios de los productos alimentarios de base no sólo no deberían estar sometidos a la especulación en las bolsas, sino que deberían ser fijados por acuerdos internacionales entre países productores y países consumidores. La UNCTAD ha propuesto ya una regulación en este sentido. En segundo lugar, es necesario prohibir toda transformación de alimentos en biocarburantes. No se puede permitir que el imperativo de movilidad que domina en el hemisferio Norte se pague con el hambre y la muerte de millones de personas en el hemisferio Sur. Hacen falta 358 kilos de maíz para obtener 50 litros de biocarburante. Con esa misma cantidad de maíz se puede alimentar a un niño durante todo un año. Los biocarburantes deberían producirse a partir de desechos agrícolas no alimenticios y no a partir de plantas cultivadas para consumo humano. Destinar 26 millones de hectáreas a la producción de biocarburantes es un crimen contra la humanidad. Creo que el gobierno socialista de España debería asumir la responsabilidad de oponerse tajantemente a la nueva directiva europea que obliga a que, en 2020, al menos el 10% del consumo de energía sea de origen vegetal y no fósil. Finalmente, las instituciones de Bretton Woods y la OMC deben modificar sus políticas agrícolas: los campesinos y la agricultura de subsistencia han estado abandonados durante demasiado tiempo, ya es hora de que los gobiernos nacionales y las organizaciones internacionales den prioridad absoluta a las inversiones en agricultura de subsistencia y soberanía alimentaria. Junto con la deuda, el hambre es hoy el arma de destrucción masiva que sirve a los cosmócratas para dominar y explotar a los pueblos. Una cosa es evidente: la agricultura mundial, en el estado actual de su productividad, podría alimentar al doble de la humanidad de nuestros días. No existe por tanto ningún fatalismo: el hambre es hoy producto de una serie de decisiones y medidas que podrían revertirse.

¿Cómo valora, más en general, el papel de la ONU y la función que desempeñan las agencias de Naciones Unidas en la lucha contra el hambre y en las políticas de desarrollo?

Vivimos en el imperio de la vergüenza, gobernado por la miseria organizada y la violencia estructural, donde la guerra ya no es un episodio aislado sino el estado de normalidad, la razón de ser del imperio. Los señores de la guerra económica no dejan que nada escape a su control: atacan el poder normativo de los estados disputando la soberanía popular, arrasan la naturaleza, destruyen a los hombres y sus leyes. En El imperio de la vergüenza hablo de la agonía del derecho internacional y cito numerosos ejemplos extraídos de mi experiencia de relator especial de Naciones Unidas. También la ONU, como organización política, está al borde del abismo. Por más que sus 22 organismos especializados –la Organización Mundial de la Salud, la FAO, el Programa Mundial de Alimentos, etc.– hagan un buen trabajo en su campo, la organización está gravemente herida y es incapaz de realizar las tres misiones para las que fue fundada: garantizar la seguridad colectiva, promover los derechos del hombre, tanto los civiles y políticos como los económicos y sociales, y trabajar por la justicia social mundial, ayudando al desarrollo de los países destruidos por la colonización. La guerra de Irak ha supuesto un fracaso total de la ONU en términos de seguridad colectiva, mientras que las torturas en Abu Graib o en Guantánamo evidencian su fracaso en el ámbito de los derechos humanos. Pero también Europa es responsable: cuando habla de derechos humanos y del derecho a la alimentación en África, al tiempo que subvenciona la exportación de excedentes agrícolas europeos que hunden los sectores agrícolas de los países africanos, carece por completo de credibilidad y está contribuyendo a la quiebra de la ONU.


¿Está usted en contra, pues, del carácter proteccionista de la Política Agraria Común? ¿No destruiría la eliminación de las ayudas al campesinado europeo?

En 2007, los países industrializados pagaron a sus campesinos 350.000 millones de dólares en subvenciones a la producción y exportación. Hoy, en cualquier mercado africano se puede comprar verdura y fruta española o francesa a menos de la mitad del precio del mismo producto cultivado allí. No se trata de eliminar todas las ayudas a la agricultura europea sino sólo las destinadas a la exportación. El campesinado desempeña numerosas funciones, no sólo la de producir alimentos. Su papel en la conservación del medio ambiente y el paisaje es hoy fundamental. Es preciso, pues, proteger al campesino, pero desvinculando las ayudas de la UE de la producción: este tipo de subvenciones conducen a la sobreproducción, a la creación de excedentes a los que luego hay que dar salida mediante la exportación… La producción de pollos europeos, por ejemplo, ha destruido en África Occidental la cría autóctona: las partes del pollo que en Europa no se aprecian se congelan y se exportan a precios ridículos, arruinando granjas locales que funcionaban muy bien. Y, por supuesto, África no puede impedir estos desembarcos de mercancías a bajo precio: lo prohíbe terminantemente la OMC, con sus políticas de liberalización, desregulación y privatización. En Níger, por ejemplo, un país de pastores, contaban con una Oficina Veterinaria Nacional que proporcionaba vacunas y productos antiparasitarios a precios muy reducidos. Pues bien, hace algunos años la OMC exigió la privatización de la oficina y, desde entonces, casi nadie puede pagar las vacunas, decenas de miles de familias han perdido sus rebaños y se encuentran ahora en los arrabales de las grandes ciudades, hacinados en chabolas, sin medio de vida alguno.

Es usted muy crítico con los agrocombustibles, pero, ¿qué opina de los cultivos transgénicos?

Es necesario desmontar uno de los argumentos a los que más recurren los nuevos cosmócratas: que los organismos genéticamente modificados son el arma absoluta contra el hambre. Se trata de una falsificación enorme, que machacan diariamente en todos los países del mundo. Como ya he dicho, hoy día tenemos capacidad suficiente para alimentar al doble de la población mundial, sin necesidad de recurrir a alimentos genéticamente modificados (cuyas consecuencias a largo plazo sobre la salud y el medio ambiente aún desconocemos). Por lo demás, no podemos olvidar que en estos momentos los productos transgénicos son patentes privadas, marcas registradas que tienen dueño. Las empresas propietarias de esas patentes, como Monsanto, van a hacer todo lo posible para maximizar sus beneficios. Desde hace milenios, cuando un campesino compra semillas, aparta una cantidad para la siembra del año siguiente. Pero si las semillas son transgénicas, el campesino deberá pagar un canon anual a los agentes de Monsanto. Aunque las semillas sean mejores –he visto el arroz en Bangladesh: da más cosecha, resiste mejor las inclemencias del clima–, su precio es la esclavitud de la deuda, la ruina. Estas empresas están intentando involucrar a Naciones Unidas: cuando hay grandes hambrunas, como ocurrió hace poco en Zambia, el gobierno estadounidense manda al Programa Mundial de Alimentos maíz transgénico, y así Monsanto se establece en Zambia. Yo me opuse a esta operación: sabía que los campesinos apartarían grano para la siembra del año siguiente y quedarían sometidos para siempre. Asimismo, si la UE, en aplicación del principio de precaución, puede prohibir el libre comercio de productos transgénicos en su territorio, también el gobierno de Zambia está en su derecho a hacerlo. A resultas de mi postura, Estados Unidos exigió mi cese como relator. Afortunadamente, la Asamblea General de la ONU decidió en mi favor y aprobó mi informe contra los organismos genéticamente modificados.

¿Qué alternativas a este modelo económico y social pueden defenderse hoy?

La esperanza reside hoy en una nueva sociedad planetaria como la que prefiguran los foros sociales de Porto Alegre, donde nos reunimos más de 150.000 personas en representación de 8.000 movimientos sociales como Vía Campesina, los Sin Tierra brasileños, Greenpeace, Amnistía Internacional… No son partidos políticos sino algo completamente nuevo. Marx dijo que el revolucionario debe ser capaz de oír crecer la hierba, y la hierba crece. En cada rincón del mundo surgen movimientos nuevos de resistencia frente al capitalismo asesino. Es algo que funciona sin un comité central, sin programa. Por lo demás, hoy la historia se está haciendo en América Latina. El imperio estadounidense y su proyecto neocolonial están siendo derrotados en este continente. Proyectos como Mercosur significan el fin del modelo impuesto desde el Norte. A pesar de las dificultades, en Brasil está en marcha una formidable revolución democrática, anticapitalista y pacífica. También hay una vanguardia que lucha por la soberanía, la independencia y la justicia social, representada por los presidentes Chávez, Evo Morales o Correa. Algo ha cambiado radicalmente entre Occidente y sus siervos del Sur. Estos pueblos están recuperando su memoria, su identidad. Frente a ellos, Occidente ha perdido toda credibilidad. No sólo porque la memoria de la colonización y de la esclavitud está resurgiendo por doquier misteriosamente, sino porque el capitalismo globalizado se percibe como el sistema de opresión más violento que Occidente haya impuesto jamás al planeta.