Kiki Smith, en cuerpo y alma



ANNA MARÍA GUASCH
ABC

En pocos casos como en el de Kiki Smith (Nuremberg, 1954), se puede establecer una tan clara y vinculante dependencia entre arte y el mundo familiar y privado de la artista, desde su niñez hasta los años de madurez. Y aquí no sólo es importante el entorno doméstico y el nombre y apellidos de sus ilustres padres -la cantante de ópera Jane Laurence Smith y el arquitecto y escultor norteamericano, y uno de los precursores del minimal, Tony Smith-, sino el mundo tan peculiar de vivencias que rodearon la niñez y adolescencia de la artista, inundado por un marcado gusto por el trabajo manual, artesanal, y vinculado a las tareas del hogar.

Artista y ama de casa. Como ha afirmado, Smith se define a sí misma como «una artista ama de casa» que trabaja en su propio hogar (casa y estudio son la misma cosa), con materiales a veces modestos, otras más sofisticados, pero, en todos los casos, con aquéllos que reivindican una manualidad no exenta de sensualidad, de impronta física, de contacto directo, en suma, de oficio. En este sentido, las iniciales vocaciones de Kiki Smith habrían sido posiblemente la de «artesana» (cerámica y otras artes «menores») y la de decoradora, de no ser por la influencia directa no tanto de su padre, el escultor Tony Smith, sino de su joven ayudante, el artista Richard Tutle, cuyas obras, aunque abstractas, empleaban soportes -papel, plástico, alambre- que resultaban muy delicados comparados con los rígidos materiales de los minimalistas.

De ahí que ya en las obras de los años ochenta -yesos, ceras, plexiglás, papeles, vidrios-, Smith profundizara en las cualidades inherentes de los materiales, manipulándolos, insuflándoles una nueva vida. Bajo esta compulsiva y también hedonista voluntad de «hacer cosas», Smith recurrió a una iconografía centrada en lo corporal (tanto en el cuerpo interior como en el exterior) que fue calificada de «abyecta».

Cuerpos abyectos. Una amplia selección de estos «cuerpos abyectos» de Smith -que reflejaban los miedos de la mujer en general y del cuerpo femenino en particular (miedo a la menstruación, a la sexualidad, a la reproducción), y que, por lo general, estaban cubiertos asimismo de «materias abyectas» (sangre, semen, suciedad)- se mostraron en la más importante retrospectiva de la artista hasta la fecha, celebrada en el Walker Art Center de Minneapolis y el Whitney Museum de Nueva York: Kiki Smith: A Gathering (1980-2005), una retrospectiva que marcó un antes y un después en la trayectoria de la artista. Antes: unos cuerpos de mujer que, a partir del concepto de abyecto de Kristeva en Los poderes del horror (1977), cuestionaban el concepto de «límite» que hacía conflictiva la separación de lo propio y lo ajeno, del «yo» y de lo externo a uno mismo. Después: Una misma curiosidad, intuición y experiencia puesta al servicio de nuevas escenografías y narrativas en las que lo metafórico y simbólico se acercan de otra manera aparentemente más sutil, poética, edulcorada y «bella» -a veces incluso naif- a la realidad.

Ello explicaría la gran variedad de materiales y géneros artísticos que presiden esta instalación en la Fundación Miró, punto y final de una itinerancia por dos urbes alemanas: su ciudad de nacimiento, Nuremberg, y Krefeld. En este caso, el cuerpo de mujer, un cuerpo sin identificar -aunque podría ser su autorretrato ficticio- que tanto se presenta en esculturas (en especial de aluminio), en dibujos, relieves, grabados, collages o en vidrios églomiseé, se halla rodeado de flores, pero también de palomas, bombillas, rayos, elementos de mobiliario como sillas, mesitas, elementos con los que escenifica una -en ocasiones- surrealista narrativa a partir de dos elementos centrales: la mujer artista y los ciclos de la vida entendidos desde la trilogía de valores que nos plantea el pensamiento teosófico, un ciclo sin fin que vincula el cuerpo, el espíritu y, por encima de ellos, el alma.

Seguir el hilo argumental. Hay muchos cuerpos de mujer en la Fundación Miró: algunos con amplias cabelleras y encantos físicos evidentes, como en el caso de Search (Búsqueda); otras, en actitud de cantar y con un amplio ramo de flores naturales en las manos, como en Singer; algunas barbudas como Daughter. Y, a través de ellas, el espectador puede seguir el hilo argumental de la muestra, ese paso cíclico de la vida y la juventud a la enfermedad, la vejez y la muerte, para volver a empezar de nuevo.

La muerte cobra un protagonismo especial con la presencia de ataúdes, tanto dibujados sobre papel o vidrio, o tallados en madera, y siempre abiertos. La muerte también recorre los cuerpos femeninos, como en un gran dibujo sobre papel en el que aparece una mujer tumbada en su lecho mortuorio, con flores entre sus manos, elegantemente vestida y con los ojos cerrados. Pero también se visualiza en las flores marchitas (Touch), en sillas vacías, en lágrimas o en una serie de cuervos tumbados boca arriba (Crows). Y es así como, ya en las últimas salas de la exposición, la muerte está por doquier, y no como fin (como sostiene Estrella de Diego en uno de los textos del catálogo: «La muerte no es el final, sino la metáfora de tránsito e, incluso, de una vida trastocada»), sino como lugar de paso e incluso como «zona de contacto». Y es así como llegamos al «epílogo» de la exposición, donde las figuras femeninas han sido sustituidas por marionetas o muñecas que pierden toda escala real y asumen una presencia fantasmagórica.

Camuflaje. ¿Podemos interpretar esta exposición en clave autobiográfica? Creemos que es la propia artista, la que camuflada en estos distintos personajes femeninos, reales y ficticios, la que interpreta en primera persona la «mitología» del creador, la idea del artista como «alter deus» (privilegio que en la Antigüedad sólo le era asignado a los hombres), un artista tocado por la varita mágica y el don de la «inspiración» (en las antípodas del concepto de «muerte del autor» que tanto reivindicó otra contemporánea de Smith, Sherrie Levine, en sus series fotográficas tituladas After, a partir de distintos creadores masculinos de la Historia del Arte). «El autor no ha muerto», nos viene a decir Kiki Smith, y ahí está ella con estas narrativas autobiográficas visuales para demostrarlo.