Antes de que anochezca

MERCEDES MONMANY
ABC




La publicación de la novela inédita Suite francesa supuso el rescate internacional de su figura. Gracias a ella y a la reedición de otras obras suyas, la gran escritora francesa de los años treinta Irène Némirovsky, asesinada en 1942 en Auschwitz, se sitúa hoy, de pleno derecho, junto a los mejores autores del pasado siglo. Nacida en el seno de una familia de banqueros rusos que habían huido de su país durante la Revolución rusa, estaría siempre envuelta en las más ásperas polémicas.

Se da el caso de que, en vida, Irène, judía nacida en Kiev, siempre fue muy bien aceptada y valorada en los círculos más xenófobos, ultranacionalistas -los mismos que enviarían a miles de ellos a la muerte, ayudados por los nazis- y antisemitas. Por poner un ejemplo elocuente, El maestro de almas aparecería publicado por entregas en el semanario Gringoire en 1939. La misma publicación, un año antes, clamaba en un titular: «¡Expulsemos a los extranjeros!».

Agentes infecciosos. Admirada por famosos colaboracionistas como Robert Brasillach o intelectuales próximos a Action Française, que utilizaban términos como «microbios anárquicos» o «agentes infecciosos» para referirse a todos los recién llegados que no habían nacido en territorio nacional, o provenían de otras «razas» y tribus orientales; alabada en general por toda la Prensa antibolchevique y antisemita, los despiadados retratos de arribistas judíos enriquecidos de la manera más oscura y turbia, como sucedía en el caso de ese terrible pero magnífico primer libro suyo que es David Golder, harían de ella frecuentemente una escritora sospechosa, plegada a los que tan brutalmente los perseguían.

Indiferente a la polémica, cada vez más cargada de rabia, amargura y antipatía hacia el género humano, Némirovsky consagraría El maestro de almas, enclavada entre sus novelas más descarnadas e inclementes -como El baile-, a la figura del «extranjero», el vagabundo sin raíces, el emigrado y despreciado métèque de ningún lado. Alguien que, surgido del fango, de lágrimas, dolor y «pan amargo», olfatea a uno de los suyos cuando se cruza con él.

Traficante de desgracias. Reconocerlos, curarlos, será el papel del espléndido retrato que Némirovsky confecciona del médico -un charlatán, un impostor del psicoanálisis vienés y sombrío «traficante de almas» y desgracias- Dario Asfar, procedente, junto a su joven mujer judía, de Crimea, e instalado en medio de las fastuosas villas de veraneo de la Niza de 1920.

Huido como mendigo a través de toda Europa, sobrevive a base de vergonzosos pactos con diversos personajes infames que le chantajean y ayudan a cancelar deudas. Una versión de Fausto; un aprendiz de brujo que, por la fatalidad de un destino miserable, vende su alma con el fin lucrativo de curar a todos aquellos cuyos secretos y heridas sólo está en condiciones de descubrir y sanar, ya que han surgido del mismo y maloliente humus: «Te conozco: eres de Salónica. Nuestros padres trabajaron juntos en los puertos, cambalachearon en pensiones miserables, bebieron en los mismos tugurios, hicieron trampas en los pequeños cargueros del mar Negro. ¿Y tú? ¿De dónde eres tú? ¿De Bucarest? ¿De Kishinev? ¿De Siria? ¿De Palestina?».

Los franceses, los «no-iniciados» en estas crudas verdades de los orígenes, no cesan de aparecer en esta novela como «los otros», a los que se quiere alcanzar de algún modo, solicitando la limosna de una total asimilación. Sólo hay que recordar el desgarrador grito que escribiría esta autora en 1941, un año antes de ser deportada a los campos de exterminio: «¿Qué me está haciendo este país, Dios mío?». Y la terrible ecuación que dejaría anotada en su Diario, en julio de 1942: «Odio + Desprecio = marzo de 1942».