Periódico Diagonal
Hablamos con Antonio Méndez Rubio, profesor de Comunicación Audiovisual y Periodismo en la Universidad de Valencia, poeta y crítico de la cultura, sobre el estado de los mecanismos ideológicos culturales contemporáneos.
DIAGONAL: Partes del presupuesto de que el lenguaje es “una forma de práctica social”, y de que la cultura implica un posicionamiento en ese sentido.
ANTONIO MÉNDEZ RUBIO: Todas las formas de lenguaje (verbal, visual, musical, gestual…) tienen que ver con la posibilidad de entrar en determinadas relaciones con otros, de construir puentes de comunicación o incomunicación, pero en todo caso tendemos y se nos tienden esos puentes cotidianamente. Voloshinov hablaba del lenguaje como un “territorio común”, como una tierra de nadie y por eso mismo una tierra de todos, tierra de frontera, de la que nadie puede apoderarse. La cultura, como espacio de cruce y conflicto entre lenguajes diversos y a menudo imprevistos, se puede entender como un lugar de encuentro y también de conflicto, de creatividad y de crítica, de resistencia y de lucha contra las visiones del mundo ya establecidas como ‘normales’ o ‘naturales’.
D.: Criticas la maquinaria cultural que sostiene, alienta y justifica un sistema adormecido, injusto y desigual.
A.M.R.: La cultura se ha convertido en el principal vector estratégico de la crítica social. Es tanto un mecanismo de orden, de ingeniería de consenso, como un mecanismo de revuelta intratable (como diría Bauman) cada vez más conscientemente utilizado como recurso operativo por movimientos sociales de distinta índole. El poder, que es hoy ante todo un poder inmediatamente mercantil y sólo mediatamente político, traduce las potencialidades de socialización de la cultura a la forma dominante de una cultura mediática o masiva regida sobre todo por principios instrumentales, fonológicos, especialmente motivados por las necesidades de la publicidad y de la propaganda. En este sentido, a menudo llamamos ‘medios de comunicación social’ a determinados aparatos de trasmisión de mensajes (informativos, de ficción o entretenimiento…) para los que la sociedad no es tanto un sujeto realmente comunicativo como un objeto o un medio (las célebres ‘audiencias’) que es maximizado con fines de negocio a gran escala.
D.: Me parece muy interesante el análisis que haces del papel del sujeto (frente al ‘yo’ presentar el ‘nosotros’ o el sujeto elíptico) dentro de los discursos culturales.
A.M.R.: A mi modo de ver, el peligro del ‘nosotros’ para una práctica o discurso críticos es que se convierta en una especie de mero ‘yo’ agrandado, autosuficiente en su plural paradójicamente unitario. Frente a lo que ha defendido cierta izquierda convencional, mi impresión es que los bloques terminan bloqueando la viabilidad de una táctica o estrategia que se quiera subversiva. Por eso apuesto más bien por una subjetividad elíptica, espectral, inquietante en su inminente invisibilidad. Como decía en El hombre invisible H.G. Wells, lo bueno de la invisibilidad es que la policía no está acostumbrada a ponerle esposas a los espectros.
D.: ¿Cómo actúa la tradición cultural en este sentido?
A.M.R.: No hay una única ‘tradición cultural’. Hay tradiciones diversas que conviven en diversas claves de diálogo y de conflicto. Lo que sí hay, claro está, es una tradición o cultura históricamente dominante. Para la cultura oficial de la sociedad moderna, sin ir más lejos, la subjetividad se crea y recrea en torno al mito fundante que es Robinson Crusoe: ese paradigma del individuo que se hace a sí mismo, que somete a la naturaleza y a los otros y se enseñorea del medio natural y social con una arrogancia que es ya muy fácil reconocer en el chip del capitalismo contemporáneo. Robinson es además el prototipo de un humanismo al que le cuesta reconocer sus marcas ideológicas principales: individualismo, sexismo, clasismo, colonialismo… El mito de Robinson en su isla paradisíaca y adánica pone en escena la reproducción inercial de un aislamiento o ensimismamiento que se nos ofrece como condición de libertad democrática cuando, en la práctica, provoca una atomización y una experiencia de soledad e indefensión también muy particularmente moderna. Quizá por eso, cada vez es más frecuente que la crisis social no se manifieste en explosiones hacia fuera (en forma de grandes movimientos de masas, como en ocasiones el movimiento obrero del siglo XIX) sino implosiones hacia dentro (bajo la forma de crisis íntimas, personales, depresiones o deterioro de los vínculos más inmediatos en el día a día). La noción de cultura está considerada como la más polisémica de todas las ciencias sociales. La cultura popular propia de la modernidad tardía es la cultura masiva, que comparte con el primer significado moderno de lo popular (como folclore) en la medida en que responde a una especie de nuevo despotismo ilustrado: todo para el pueblo pero sin el pueblo; es decir, cualquier cosa al alcance de cualquiera en cualquier lugar y en cualquier momento, pero con la condición tácita de mantener cuidadosamente separados los roles de emisor y receptor. De ahí, como diría Debord, que la llamada sociedad de la comunicación esconda una insidiosa política de separación y paralización de los procesos críticos. La pantallización del mundo, así, responde a una concepción de la cultura más populista que popular.
D.: Apelas a un arte subversivo también en su forma, que agite en su percepción estética, y que movilice al público también en el propio esfuerzo de su comprensión.
A.M.R.: Defiendo un arte o una poética que empiece por considerar al receptor o lector como coautor, que sea una invitación a la interacción, a una producción de sentido necesariamente compartida y en precario. Como decía V. Núñez, en el fondo del fondo está la forma. La función del arte o la poesía puede entonces radicar en la producción de desasosiego, de espaciamientos: en hacer sitio para que el otro respire. Si eso se consigue ya sería una forma (tan invisible como incisiva) de interrumpir el consenso ciego en torno a la obviedad y la eterna repetición de lo mismo que define las prácticas artísticas más inofensivas del momento actual.
D.: ¿Qué ha ocurrido cuando se ha instaurado la publicidad y sus formas, estilo y recursos como sistema comunicativo hegemónico?
A.M.R.: Que cada día es más difícil considerar la publicidad o la propaganda como géneros específicos de discurso, y por el contrario es más fácil entenderlas como una especie de lógica sistémica, de modelo cultural general, que en este sentido exporta sus códigos de forma capilar, continua, en cualquier género de discurso supuestamente no publicitario. La lógica publicitaria, en fin, resulta imprescindible para entender la evolución reciente que comparten el cine más comercial, el montaje de un telediario, el canon estético o incluso los paradigmas que rigen la crítica literaria o la historiografía más convencional. Estamos sin duda ante el imperio ciego del business is business
DIAGONAL: Partes del presupuesto de que el lenguaje es “una forma de práctica social”, y de que la cultura implica un posicionamiento en ese sentido.
ANTONIO MÉNDEZ RUBIO: Todas las formas de lenguaje (verbal, visual, musical, gestual…) tienen que ver con la posibilidad de entrar en determinadas relaciones con otros, de construir puentes de comunicación o incomunicación, pero en todo caso tendemos y se nos tienden esos puentes cotidianamente. Voloshinov hablaba del lenguaje como un “territorio común”, como una tierra de nadie y por eso mismo una tierra de todos, tierra de frontera, de la que nadie puede apoderarse. La cultura, como espacio de cruce y conflicto entre lenguajes diversos y a menudo imprevistos, se puede entender como un lugar de encuentro y también de conflicto, de creatividad y de crítica, de resistencia y de lucha contra las visiones del mundo ya establecidas como ‘normales’ o ‘naturales’.
D.: Criticas la maquinaria cultural que sostiene, alienta y justifica un sistema adormecido, injusto y desigual.
A.M.R.: La cultura se ha convertido en el principal vector estratégico de la crítica social. Es tanto un mecanismo de orden, de ingeniería de consenso, como un mecanismo de revuelta intratable (como diría Bauman) cada vez más conscientemente utilizado como recurso operativo por movimientos sociales de distinta índole. El poder, que es hoy ante todo un poder inmediatamente mercantil y sólo mediatamente político, traduce las potencialidades de socialización de la cultura a la forma dominante de una cultura mediática o masiva regida sobre todo por principios instrumentales, fonológicos, especialmente motivados por las necesidades de la publicidad y de la propaganda. En este sentido, a menudo llamamos ‘medios de comunicación social’ a determinados aparatos de trasmisión de mensajes (informativos, de ficción o entretenimiento…) para los que la sociedad no es tanto un sujeto realmente comunicativo como un objeto o un medio (las célebres ‘audiencias’) que es maximizado con fines de negocio a gran escala.
D.: Me parece muy interesante el análisis que haces del papel del sujeto (frente al ‘yo’ presentar el ‘nosotros’ o el sujeto elíptico) dentro de los discursos culturales.
A.M.R.: A mi modo de ver, el peligro del ‘nosotros’ para una práctica o discurso críticos es que se convierta en una especie de mero ‘yo’ agrandado, autosuficiente en su plural paradójicamente unitario. Frente a lo que ha defendido cierta izquierda convencional, mi impresión es que los bloques terminan bloqueando la viabilidad de una táctica o estrategia que se quiera subversiva. Por eso apuesto más bien por una subjetividad elíptica, espectral, inquietante en su inminente invisibilidad. Como decía en El hombre invisible H.G. Wells, lo bueno de la invisibilidad es que la policía no está acostumbrada a ponerle esposas a los espectros.
D.: ¿Cómo actúa la tradición cultural en este sentido?
A.M.R.: No hay una única ‘tradición cultural’. Hay tradiciones diversas que conviven en diversas claves de diálogo y de conflicto. Lo que sí hay, claro está, es una tradición o cultura históricamente dominante. Para la cultura oficial de la sociedad moderna, sin ir más lejos, la subjetividad se crea y recrea en torno al mito fundante que es Robinson Crusoe: ese paradigma del individuo que se hace a sí mismo, que somete a la naturaleza y a los otros y se enseñorea del medio natural y social con una arrogancia que es ya muy fácil reconocer en el chip del capitalismo contemporáneo. Robinson es además el prototipo de un humanismo al que le cuesta reconocer sus marcas ideológicas principales: individualismo, sexismo, clasismo, colonialismo… El mito de Robinson en su isla paradisíaca y adánica pone en escena la reproducción inercial de un aislamiento o ensimismamiento que se nos ofrece como condición de libertad democrática cuando, en la práctica, provoca una atomización y una experiencia de soledad e indefensión también muy particularmente moderna. Quizá por eso, cada vez es más frecuente que la crisis social no se manifieste en explosiones hacia fuera (en forma de grandes movimientos de masas, como en ocasiones el movimiento obrero del siglo XIX) sino implosiones hacia dentro (bajo la forma de crisis íntimas, personales, depresiones o deterioro de los vínculos más inmediatos en el día a día). La noción de cultura está considerada como la más polisémica de todas las ciencias sociales. La cultura popular propia de la modernidad tardía es la cultura masiva, que comparte con el primer significado moderno de lo popular (como folclore) en la medida en que responde a una especie de nuevo despotismo ilustrado: todo para el pueblo pero sin el pueblo; es decir, cualquier cosa al alcance de cualquiera en cualquier lugar y en cualquier momento, pero con la condición tácita de mantener cuidadosamente separados los roles de emisor y receptor. De ahí, como diría Debord, que la llamada sociedad de la comunicación esconda una insidiosa política de separación y paralización de los procesos críticos. La pantallización del mundo, así, responde a una concepción de la cultura más populista que popular.
D.: Apelas a un arte subversivo también en su forma, que agite en su percepción estética, y que movilice al público también en el propio esfuerzo de su comprensión.
A.M.R.: Defiendo un arte o una poética que empiece por considerar al receptor o lector como coautor, que sea una invitación a la interacción, a una producción de sentido necesariamente compartida y en precario. Como decía V. Núñez, en el fondo del fondo está la forma. La función del arte o la poesía puede entonces radicar en la producción de desasosiego, de espaciamientos: en hacer sitio para que el otro respire. Si eso se consigue ya sería una forma (tan invisible como incisiva) de interrumpir el consenso ciego en torno a la obviedad y la eterna repetición de lo mismo que define las prácticas artísticas más inofensivas del momento actual.
D.: ¿Qué ha ocurrido cuando se ha instaurado la publicidad y sus formas, estilo y recursos como sistema comunicativo hegemónico?
A.M.R.: Que cada día es más difícil considerar la publicidad o la propaganda como géneros específicos de discurso, y por el contrario es más fácil entenderlas como una especie de lógica sistémica, de modelo cultural general, que en este sentido exporta sus códigos de forma capilar, continua, en cualquier género de discurso supuestamente no publicitario. La lógica publicitaria, en fin, resulta imprescindible para entender la evolución reciente que comparten el cine más comercial, el montaje de un telediario, el canon estético o incluso los paradigmas que rigen la crítica literaria o la historiografía más convencional. Estamos sin duda ante el imperio ciego del business is business