Las calles de Méndez: El inspector de González Ledesma, 25 años pateando los bajos fondos


PACO CAMARASA
Qué Leer



“No hay que morir dos veces” (Planeta), el nuevo título de Francisco González Ledesma, es novela de aniversario. Con su décimo libro como protagonista, el inspector Ricardo Méndez cumple veinticinco años entre nosotros, los lectores. Su edad real no la ha confesado nunca (mucho nos tememos que ni aún pasando por Guantánamo, centro globalizado de la tortura internacional, conseguiríamos que la confesara), pero quizá este repaso a su carrera por los peores barrios de Barcelona sirva para conocerlo en más profundidad.

Méndez nace no como protagonista, sino como personaje auxiliar, en Expediente Barcelona. Un abogado es el narrador de una dura denuncia de la trastienda de las bombas y atentados que trataban de frenar la consolidación de la recién nacida democracia. Abogados de a pie frente a bufetes de renombre, industriales de pro frente a obreros de los de antes del consumo desenfrenado, comisarios que vienen desde los altos despachos de Madrid frente a inspectores que conocen las esquinas y las interioridades de los cines de barrio. En uno de ellos, el Arnau, Méndez encuentra al Andrade, un pederasta que está con su sobrina. Y Méndez necesita saber donde se esconde “el Paces”…

Las primeras descripciones de nuestro viejo policía no auguraban mucho atractivo. Es un viejo fósil salido de los archivos de la Brigada Social, o de las casa de gomas de San Olegario; es elocuente por que siempre te dice “Joputa, Joputa, Joputa” aunque sólo te esté pidiendo fuego; cuando dice “te la corto aquí mismo”, el Andrade cree a aquel policía de la vieja escuela, mil veces entrenado en los calabozos de Vía Layetana. “Méndez, policía de la calle Nueva, de la Calle Unión, de la calle Lancaster, de la calle Arrepentidas, perseguidor de maricas, untador de confidentes, hostiador de nazarenos le torció un dedo con tanta rabia que …”; es “el hombre del bar Las Ninfas, el de la esquina de la calle del Cid, el que alternaba con mister-madam Arthur, el policía que quizá había visto más pulgas y más chinches de toda la plantilla barcelonesa”.

La ley y la justicia

Un año más tarde, Las calles de nuestros padres es la primera novela donde Méndez es el “prota”. Entre abogados y periodistas, un asesinato extraño, anómalo, como todos los asesinatos, hace que un policía de barrio sea el que lo resuelva frente a la eficacia probada de la Brigada de Homicidios. Sólo alguien que sabe leer las señales en el aire podrá llegar a la resolución del caso. Méndez, el conocedor a fondo de una Barcelona por la que nos hace sentir afecto. “Quizás es necesario que alguien ame las calles de la ciudad y descubra su sentido, para que la ciudad no sea destruida”. Y su interlocutor, el comisario, no entenderá nada, como todos los comisarios y banqueros que hablan con Méndez. Pero no importa. “Salió a la calle ruidosa, a la calle viva, la calle que no dormía nunca. Y se alejó poco a poco”.

Pero menos mal que no se alejó mucho y, el mismo año, el de 1984, cuando en Madrid se gritaba “No nos gusta Barrionuevo, nos gusta nuestro barrio”, en Barcelona los barrios bajos ganaban el Premio Planeta, el gordo de la lotería cultural, con Crónica Sentimental en rojo. De nuevo Méndez, el superviviente. Un comisario insensible lo mandó al sol y al yodo de las playas del sur de la ciudad. Menos mal que un pecho de mujer seccionado y dejado en la mesa de una juez le rescata del aire puro. Sabremos que Méndez nunca come en sus habitaciones, en las que no hay ni siquiera un simple infiernillo de alcohol. Por supuesto, ni teléfono ni televisión (no es el tiempo aún del video y mucho menos del DVD), ni siquiera reloj. Y el calendario de pared… hace cinco años que es el mismo. Elemental querido Amores: la chica del calendario excita a Méndez.

Cronica sentimental en rojo, que después sería película con Jose Luis López Vázquez poniéndole rostro a Méndez. Una herencia complicada. Amplia, generosa, pero a repartir entre cuatro. Un periodista como posible beneficiario. Primos y matrimonios separados. Un pintor supuestamente desaparecido. Unas personas tienen un mundo y otras personas tienen otro. Y los mundos no suelen ser intercambiables. Méndez tiene que desenfundar su Colt, modelo de 1912, antes de que se lo requisen para cualquier Museo. La ley es la ley, pero él sólo entiende de justicia. Y en demasiadas ocasiones no coinciden. Por ejemplo, en ésta. El o la (¿aún no la han leído?) culpable seguirá pisando las moquetas de la parte alta de la ciudad. Esa parte de la ciudad donde no hay especulación porque es la residencia de los especuladores.

De especulación habla La dama de Cachemira, la siguiente novela de un sorprendido Méndez. Él, que es experto en todo tipo de culos, felaciones, matronas gallegas y ventanas de prostíbulos donde siempre se encuentra un grito de mujer, reconoce que no está preparado para el amor. Máxime si los dos miembros de la pareja son del mismo sexo. Pero acepta el amor entre Paquito y Abel Gimeno, ambos controlados por la policía en un fichero de estetas. Lo que no entenderá ni aceptará nunca es la especulación. Una vez más, la novela no hubiera pasado el estrecho cedazo del Código Hays o la censura del Rouco Varela. El culpable no es siempre el asesino. Y Méndez lo sabe.

Los cuatro policías

Pero, ¿de dónde ha salido Méndez? ¿Es real o producto de la imaginación de su creador? Francisco González Ledesma ha explicado que tiene rasgos de cuatro policías que conoció. El primero de ellos ejercía de guardaespaldas del Gobernador Civil. Y una de las veces que coincidió con él le confesó su esperanza de que no pasara nada, ya que no estaría bien visto que el guardaespaldas del gobernador se hubiera dejado la pistola en casa. El segundo tenía la mala costumbre de enseñar la “galleta” (en argot, la placa identificativa de un inspector) sobre la palma de la mano. Y los delincuentes de poca monta tenían la buena costumbre de golpearle la mano, lanzar la “galleta” al aire y salir corriendo. El tercero era un no violento contumaz, llevaba pistola detonadora y piedras o vainas vacías en los bolsillos. Cuando daba el alto a un malhechor que huía, disparaba la pistola detonadora y le lanzaba a la espalda las vainas o las piedras. El otro se detenía en seco. O no.

Con el cuarto policía hay una historia de cama de por medio. Era director de la Escuela de Policía. En Taormina (Sicilia) se celebra un Congreso sobre la Mafia. Funciona todo tan bien que todos quedan convencidos de que está organizado por la propia Mafia. El director de la escuela camina desolado por el vestíbulo del hotel. Por un error de la organización, no tiene habitación. González Ledesma le ofrece compartir su habitación. El otro acepta, pero el escritor aún no ha comprobado que sólo hay una cama de matrimonio. Fue una larga noche de hablar de casos y anécdotas.

De la historia de Méndez, conocemos poco. Sabemos que cuando era joven trató de alquilar una máquina de escribir con doble teclado, uno para las mayúsculas y otro para las minúsculas, “porque tenía pinta de ser la más económica”. Fue un policía joven pero que nunca tuvo problemas con las amenazas disciplinarias, ya que, cuando le entregaron su primer nombramiento, le comunicaron también su primera sanción. Sabemos que en 1968, el año que hizo que Mayo sea siempre francés, se dedicaba a detener comunistas. Sabemos que nunca hizo deporte pero que es mañoso: “Tengo buenos dedos, y en mi juventud hacía trampas con las cartas en una casa de putas en la calle Lancaster. No crean, era una buena escuela, porque las putas sabían hacer más trampas que yo”.

En La dama de Cachemira, soñaba con viajes. Méndez no lo desea pero lo mandan a Madrid, y termina imitando a Doña Agatha y viaja en un crucero por el Nilo. Pendiente de un Nilo debía titularse la novela que terminó como Historia de Dios en una esquina. ¿ Se imaginan a Méndez en el Palace? Y no había 23-F por medio. Pero sí banqueros, sicarios, terroristas, comisarios y otras gentes de mal vivir. Ningún periodista en Egipto. Ningún abogado en Madrid. Acción y matariles. Y Méndez, como caballero andante, defendiendo el honor de una niña con síndrome de Down pero que sabe sonreír y apretar los dedos del viejo policía. Una lección de ética: “Una puta que mantiene a seis hijos merece más respeto que un banquero que mantiene a seis putas”. Policías que son miembros del Consejo de Administración de un banco; señoras de Valladolid, ciegas pero con dos padres, ricos ambos además; policías venales, asesinos de niñas especializados en civilización egipcia, niños que protegen el cachorro de un perro huérfano. Y Méndez que no entiende nada pero actúa.

De El Cairo, de Luxor, no sabremos nada. O intuiremos que son ciudades que no le dicen nada a nuestro policía con mirada de serpiente vieja. No encuentra las mujeres que le gustan. “Usted, Méndez, sólo tiene amistad con mujeres llenitas y pervertidas que usan combinaciones color malva y tienen discos de canto gregoriano para acompañar a los pecados”.

Un perro callejero

Y pasaron once años. Once largos e interminables años. Los diarios nos tenían entretenidos. Corcuera se empeñaba en pegar patadas en las puertas y regalar, con nuestro dinero, joyas a las mujeres de sus amigos-colaboradores ( ya no eran rojos sino colorados); Aznar, con voz de pito, repetía como cacatúa “¡Váyase señor González!” mientras soñaba (para los iraquíes era una pesadilla) con las Azores y la foto con Bobo Bush, Durao Baboso y el Blair, detergente y exorcista.

Once años sin Méndez son muchos años. Pero Ledesma nos recompensó. Y a finales de 2002 nos regalaba El Pecado o algo parecido. Una historia en la que nada es lo que parece, sobre todo si hay banqueros de por medio. Méndez volverá a Madrid, pero no a descubrir a nadie sino a tapar un asunto. Es una orden. Alguien ha muerto en un lugar muy sociable y poco anunciable. Pero Méndez es un perro callejero y los perros callejeros no obedecen ordenes. Y un asesinato. La hija de un banquero. Madrid fascina al policía de los bolsillos llenos de libros, a punto de jubilarse, que padece artrosis, reúma, ciática, impotencia y seguramente sífilis congénita. “Hay ciudades que no nacen, se inventan. Madrid es una invención de reyes cristianos, reinas cachondas, validos prepuciales, pintores de cámara, ministros en crisis, periodistas en paro, funcionarios en cese, paseantes en corte, catedráticos de café, banqueros yanquis, futbolistas brasileños y putas tailandesas”.

Una vez más, Méndez averiguará la verdad, sin ADN ni sofisticadas pruebas de laboratorio. Pero fijándose en los detalles que a la policía no le importan: el miedo en los ojos de un jubilado, la amargura en los labios de una mujer o la prepotencia de un banquero: “nunca he conocido a un criminal que no trate de huir, nunca he conocido a un criminal que me trate con tanto desprecio, eso me hace pensar que nunca he conocido a un criminal tan rico”. Méndez, no detendrá a nadie, como tantas veces, porque es de los que piensan que te detiene la muerte, aunque a veces también te puede detener la vida.

La ciudad está cambiando. Méndez camina, pregunta, observa, husmea, no para nunca aunque parezca que no trabaja. Sigue teniendo la mala costumbre de leer incluso cuando está haciendo vigilancia de esquina, “por eso los delincuentes se me escapan”. Una muchacha de clase modesta ha sido violada y asesinada. Su hermana gemela puede seguir el mismo camino. Los abogados de ética baja y tarifa alta consiguen que los asesinos campen a sus anchas. Méndez actuará “porque hay sentimientos que valen más que las leyes, y quizá porque hay gente que merece ayudas que la ley no ha previsto jamás”. La gente, piensa Méndez, mata por odio, por honor, por dinero o por sexo, pero él aspira a una justicia que proteja a las victimas. Por eso se lleva mal con cualquier régimen. Con las dictaduras porque siempre patean los huevos a los inocentes y con las democracias porque nunca patean los huevos a los culpables. Cinco mujeres y media era la novela en la que Méndez pasaba a un segundo plano, ante el protagonismo de mujeres de armas tomar, y en la que aprendía que “la cama no es la medida universal de las mujeres aunque suele ser la medida universal de los hombres”.

Más cambios en la ciudad y hasta cambios en la vida de Méndez. En Una novela de barrio nos enteramos de que ha dejado su cuarto maloliente al final del mostrador de uno de los pocos bares donde se encuentra Gandesa o Cariñena a granel y las sardinas son frescas, del mes pasado. Ahora vive en un pisito frente a las Atarazanas y las malas lenguas (es decir, las de sus comisarios, no las de sus viejas amigas retiradas) dicen que está tan lleno de libros que es posible que debajo esté sepultada la última mujer de la limpieza.

Méndez deja su barrio para ir a Horta, en la parte alta de la ciudad, con gran preocupación de su médico, que está convencido de que el aire puro le sentará mal, aunque después regrese a los pocos bares donde aún guardan el sitio a los clientes muertos. Es uno de esos policías que visitan varias veces los sitios porque sabe que los sitios hablan.

Los pedazos de tu vida

Veinticinco años con Méndez. No hay que morir dos veces. Es más, aunque haya que buscarla muy en el fondo, siempre existe alguna razón para vivir según el policía experto en caídas y edades de culos, incapaz de distinguir entre una rosa y un gladiolo pero que mirando a los ojos sabe que hay hombres que sólo tienen pasado. En su (por el momento) última novela, Méndez tiene móvil, aunque no lo sepa hacer funcionar muy bien. Piensa que un SMS es una nueva postura sexual y está algo frustrado porque no ha conseguido detener a nadie con su viejo grito de guerra: “Alto o te afeitaré el capullo cuando te coja”. Siguen sin aparecer asesinos en serie, ni CSI, ni ADN, aunque la colaboración de una compañera experta en informática sea fundamental, ya que lo de los ordenadores no es lo suyo. Se nos ha vuelto menos procaz y menos escatológico, pero sigue siendo el único policía de Barcelona que sólo se fija en las sombras.

Afirma que no cree en nada, pero asegura que siempre hace falta que quede alguien con memoria. Siguen sin gustarle los banqueros y los ejecutivos. Salva vidas, en especial la de una niña con síndrome de Down, y causa estupor en las dependencias policiales del Raval que obedezca una orden e inicie una investigación. Triunfará. La superioridad quiere darle una medalla y sus compañeros, una cena homenaje. Con la condición de que no elija ni el menú ni el lugar.

Y después, ¿qué? “Ahora ya puedes volver a caminar en la soledad, Méndez, y a buscar en los pedazos de las calles los pedazos de tu vida. Ya puedes encontrar las esquinas conocidas y confesarte en ellas, apoyar la frente en los cristales de los bares donde tus amigos iban a despedirse del tiempo, leer los pensamientos de las mujeres que quieren olvidar su pasado, de las niñas que están fabricando un futuro. Aquí están tus calles, Méndez, tus ventanas conocidas, tus pensamientos y tus perros”.

Hay que ver la de cosas que has aprendido en tus calles, Méndez. Y nosotros, los lectores, contigo.