Buñuel, el apóstata

Una retrospectiva de los filmes, que el gran cineasta aragonés filmó durante su exilio mexicano, llega a Buenos Aires y actualiza una trayectoria cimentada sobre la polémica. Religión, sexualidad morbosa y crítica al sistema de vida burgués fueron tema de una filmografía tan ejemplar como inimitable


DIEGO MANSO
Revista Ñ





El primer día de febrero, cada año y según el santoral católico, se celebra el onomástico de Viridiana, que vivió más de tres décadas recluida en una celda, donde apenas asomaba la cabeza para recibir la hostia sacrosanta a través de una ventanita y departir con los abonados a sus ruegos, toda gente de Castelfiorentino, en Toscana, merindad que también vio nacer a Francisco de Asís, casi un siglo antes que ella y muchos más hasta que la psiquiatría cubriera con su hábito de compostura tantísimos casos similares que, no obstante, llegan a obsesionarnos todavía, lo mismo que las historias de torturados o superhéroes, puntales de modernas hagiografías. La anécdota refiere que dos serpientes hostigaron a una estoica Viridiana durante sus últimos años y que las campanas de su pueblo repicaron, sin auxilio humano alguno, a la hora de su muerte, que habrá sucedido a causa de la inanición, el rezo o cualquier enfermedad extinguida tras las luchas bacteriológicas. Con todo, el nombre de Viridiana no conocerá la posteridad a través del culto a esa devota reclusa del siglo XIII, sino por la película de Luis Buñuel, una de las más inquietantes jamás filmada, fábula sobre los desbordes de la caridad o el amor al prójimo, que hoy viene a interpelarnos a la luz de una retrospectiva a la obra del cineasta aragonés que, hasta el 14 de junio, presentará la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín con auspicios de la Filmoteca Española y la Cineteca Nacional de México.

La muestra, que recupera trece largometrajes de Buñuel rodados durante su exilio mexicano, configura un acontecimiento sensacional, no sólo porque se exhibirán copias en 35mm de un material inhallable para los coleccionistas locales, sino porque viene acompañada de un repertorio de ochenta y seis fotografías que el propio director tomó como registro a la hora de elegir locaciones o documentar sus puestas en escena. Las funciones, que respetan la sucesión cronológica de los filmes, desde Gran Casino (1947, el primer protagónico de la inmensa Libertad Lamarque en México) hasta Simón del desierto (1964), mediometraje que antecede a la denominada "etapa francesa" de Buñuel, incluye algunas de sus obras capitales, como Los olvidados (1950), El (1953), Ensayo de un crimen (1955), Narazín (1959), El ángel exterminador (1962) y, claro, Viridiana (1961), cuyos entretelones alentaron a cientos de escribas desde su estreno en Cannes hasta el día: el regreso de Buñuel a su país con visado de turista, los melindres de la censura franquista, el cambio de final, la prohibición del estreno en España y la destrucción de todas las copias, que consiguió atenuar el hijo del director cuando cruzó la frontera hacia Francia con los negativos originales, escondidos en una maleta, entre los capotes de un torero. No cuesta demasiado darse cuenta aun hoy, qué había de escandaloso en esa película, incluso cuando la majadería de los censores nunca consiguiera comprender por completo el verdadero eco subversivo que habita en ella y prefiriera detenerse en la gozosa obscenidad de Lola Gaos (actriz resonante de la escena española) cuando frente a un grupo de mendigos instalados frente a una mesa, en exacto remedo de "La última cena", se levanta la falta y espeta, palabras más o menos: "Os voy a hacer un retrato con una máquina que me regalaron mis papás". Lo escandaloso sigue siendo la tesis que, como un cosido invisible, encamina el filme: el amor cristiano sólo conduce a la locura y a la soledad, en fin, a la imposibilidad de amar. Una idea que Buñuel detestaría como mero argumento, pero que desarrolló con idéntica perspicacia en Nazarín, donde el cura que interpreta Francisco Rabal resigna su escasísimo sentimiento de rebeldía frente a la impostura de hacer el bien indiscriminadamente.

Pero, ¿quién es la Viridiana de Buñuel, nacida en su imaginación a partir de la historia de la santa homónima, que algún profesor le habrá citado en el colegio de Zaragoza donde estudió? En principio, una novicia que se toma una licencia de la vida conventual para asistir a su tío anciano, el primero de la galería de viejos verdes que Fernando Rey, ese modelo de actor, compondría de allí en más para Buñuel. Encandilado por el parecido que la sobrina comparte con su finada esposa, el viejo planea dopar a Viridiana (Silvia Pinal) y abusar de ella mientras dure el sueño inducido. Sin embargo, una vez que consigue la mitad de su propósito, no se anima a continuar y elige engañar a la novicia diciéndole que, efectivamente, la violó mientras dormía. Viridiana, que lleva adminículos de auto tortura entre sus petates, toma esa tragedia como prueba de fe y resuelve abandonar el convento a causa del supuesto menoscabo que sufrió su virginidad. Cuando el viejo muere, se convierte en la heredera de la finca y, aunque debe compartir techo con un hijo natural de su tío, decide rejuntar de las callejas del pueblo todo tipo de mendigos y freaks para acogerlos y, de paso cañazo, catequizarlos. Su bondad inusitada será apenas el primer peldaño de una degradación moral en ciernes.

Viridiana resulta la película que mejor ordena y conjuga el universo de fijaciones buñuelianas que, sobre el final de su carrera, explotaría en una suerte de caos. Hay una escena en Ensayo de un crimen (extemporánea al desarrollo de la trama) que, leída con la ironía del caso, nos da algunas pistas acerca del sustrato que nutre toda su obra. Sucede durante una fiesta de casamiento. En un rincón, se encuentran un cura, un comisario y un militar que hace el paripé con sus charreteras. El policía dice: "A mí, una boda, un bautizo, incluso una confirmación, siempre me conmueve". Orgulloso, el cura asiente: "Es que la pompa de la Iglesia Católica, y por qué no decirlo, el manto de poesía con que envuelve todos sus actos, es único, excepcional. ¿Qué sentirían ustedes si esta fuera una boda civil, por ejemplo? Algo prosaico, vulgar". El militar, entonces, se envanece: "Tiene usted mucha razón, padre", dice. "Pero aparte de eso, creo que nuestro amigo, el señor comisario, es un sentimental." En este punto, el policía nota que su orgullo ha sido puesto sutilmente en conflicto: "En todo y por todo, gracias a Dios", concede. "Por ejemplo, ¿creerán ustedes que si veo pasar un regimiento con la bandera desplegada siento un nudo aquí y los ojos llenos de lágrimas?". El militar replica, brusco: "Bueno, eso es natural entre personas bien nacidas". Fin de la escena, que queda para nosotros como un chiste de salón.

Si todo artista es sus temas, los de Buñuel pueden rastrearse con sencillez. La fascinación del director por las piernas, el infinito de los sueños y su alternancia con la vigilia, los vericuetos de la religión católica, los santos y las vírgenes, los campanarios y las torres. Alfred Hitchcock, que valoraba a Buñuel con una admiración que no le era recíproca, lo homenajeó al menos en dos oportunidades. La primera, en la secuencia onírica de Spellbound (1945), creada en colaboración con Salvador Dalí, donde el protagonista (Gregory Peck) se corta un ojo con unas tijeras gigantes, en alusión a la famosísima escena de Un chien andalou (1928); luego en Vértigo (1958), Hitchcock filma varias escenas en un campanario que remiten, con pocas dudas, a algunos de los momentos más dramáticos de El, cuando un desquiciado Arturo de Córdova lleva a su mujer (Delia Garcés) hasta lo alto de una iglesia y le explica cómo aplastaría con un pie a la gente que pasa, alentado por la estatura de insectos que le otorgaba aquella perspectiva. "Quizá es la película donde más he puesto yo", confesó Buñuel. "Hay algo de mí en el protagonista, Francisco Galván. Me parece alguien que está tratando de liberarse sin saber cómo. En él predomina, sin embargo, la necesidad de que los demás lo tengan por perfecto, de que lo consideren el mejor de los hombres."

Considerada una de las películas fundamentales de cine mexicano, El desvela el análisis de un caso patológico con el mismo afán de entomólogo que Buñuel demostró en La edad de oro (1930), que comienza como un documental acerca de las costumbres de los escorpiones. La leyenda cuenta que Jacques Lacan proyectaba El a los alumnos de sus seminarios para ilustrar un caso clásico de psicosis paranoide. La escena extraordinaria en la que el personaje de Arturo de Córdova, harto de esperar a su mujer en medio de la noche, arranca un perfil metálico de uno de los peldaños de la escalera alfombrada, se sienta, y comienza a golpearlo desesperadamente contra el pasamanos, durante un par de minutos eternos, imprime en el espectador tanta incomodidad como años después lo harían, de forma explícita, los sueños sadomasoquistas de Catherine Deneuve en Belle de Jour. Allí, las perversiones de una prostituta vocacional se entremezclan con las miserias de la vida burguesa. En ese sentido, la circunstancia que da pie a El ángel exterminador, sobre "un grupo de invitados a una cena elegante que se veía obligado a permanecer en la mansión, sin que hubiese una explicación lógica de por medio", no es otra que la del miedo de clase, tema que retornará a modo de farsa en El discreto encanto de la burguesía (1972).

Todas las obsesiones de Buñuel explotan, entonces, en su último filme, Ese oscuro objeto del deseo (1977). Explotan literalmente. Sin poder considerarse estrictamente un cineasta sentimental, su última producción (quizá junto a Tristana, 1970), legado al fin, abunda en las obsesiones románticas y en las luchas por consumar amores satisfactorios. La última escena que rodó Buñuel transcurre en una galería comercial. Los protagonistas pasean y se encuentran, frente a un escaparate, con una mujer que hace encaje. De pronto hay corridas y el fuego y los estruendos invaden la arteria. Nada queda en pie, ni película siquiera. Pocas veces se asistió a clausura semejante: este es un mundo donde no deberíamos vivir, que conspira contra aquellos que pretenden dejar rastros de su amor. Sólo quedan los santos, los enfermos, los niños muertos. Los futuros suicidas. Nosotros.