Represión policial y proyectiles peligrosos: un alegato a favor de su prohibición

JAUME ASENS/GERARDO PISARELLO
El periódico de Catalunya




Los disturbios tras la celebración del título europeo del Barcelona, hace una semana, dejaron un balance de 134 detenidos y más de 200 heridos. Como consecuencia de las pelotas de goma lanzadas por los cuerpos de seguridad autonómica, los Mossos d’Esquadra, tres jóvenes perdieron un ojo. Los disparos, al parecer, alcanzaron incluso a un alto mando de la policía municipal, que además era jefe de prensa. Tras la desafortunada intervención policial en la represión de los estudiantes universitarios que protestaban contra el “Plan Bolonia”, vuelve a suscitarse un interrogante elemental: ¿qué tipo de situaciones justifica la utilización de armas como las escopetas antidisturbios? En un Estado que, al menos formalmente, asegura regirse por el principio del uso limitado y excepcional de su aparato represivo ¿resultan admisibles unos proyectiles de 90 gramos de peso que pueden superar los 250 kilómetros y amenazar seriamente la integridad física de las personas?

En realidad, el uso de escopetas antidisturbios contra los ciudadanos es una de la medidas más extremas que un Estado de Derecho puede adoptar. Ello explica que, desde el punto de vista jurídico, aparezca como la última opción a la que cabe recurrir, una vez agotadas el resto de vías de solución de conflictos. Por razones similares, su utilización queda supeditada a la observancia de estrictos criterios de congruencia, oportunidad o proporcionalidad, y con la única finalidad de remover una alteración grave del orden público.

En el caso de la policía catalana, ya existe, de hecho, un protocolo policial que exige una utilización gradual de los medios. En virtud del mismo, se prevé, en primer lugar, el recurso a métodos disuasorios, como los avisos de advertencia por megafonía o altavoces. Si estas vías no funcionaran, es posible recurrir a las salvas –disparos sin propulsión- y sólo si éstas fracasan, a las pelotas de goma. En este caso, el protocolo estipula que los disparos se hagan siempre con rebote al suelo –no hacia las personas- y a una distancia mínima de 50 metros. La lógica sobre la que se fundan estos principios es simple: la policía sólo puede disponer de un medio tan invasivo si es absolutamente imprescindible y siempre que con ello no se provoque un mal mayor que el que se pretende evitar.

Contemplados los hechos desde esta perspectiva, parece innegable que la persuasión o la mediación difícilmente hubieran permitido, por sí solas, contener los disturbios callejeros de la semana pasada o reconducir la situación. Lo que no está tan claro, en ésta como en otras ocasiones, es que el uso de escopetas fuera estrictamente necesario. Numerosos testigos y víctimas hablan de disparos discrecionales, a menos de la distancia reglamentaria y en lugares donde los incidentes habían finalizado o ni siquiera empezado, como en el caso del caporal herido en plaza Cataluña. A pesar de estos testimonios, que suponen un claro incumplimiento de los protocolos, el consejero de Interior, Joan Saura, se apresuró a rechazar la necesidad de cualquier investigación, calificando la actuación de “absolutamente correcta”.

Más allá, en todo caso, de las diferentes opiniones sobre lo sucedido, lo cierto es que tales armas entrañan un severo riesgo para la integridad física e incluso la vida. Renombradas revistas médicas como The Lancet, informes de la Sociedad Española de Oftalmología o el balance del último año en el Estado son, al respecto, elocuentes: 60 hospitalizados y 4 lesiones oculares graves –22 desde 1990, según el matutino El Periódico-. En Barcelona, sin ir más lejos, una de las supuestas víctimas fue, el año pasado, el propio jefe de la policía local, Xavier Vilaró. Tras la actuación policial como consecuencia de los disturbios por la victoria de la selección española en la Eurocopa, a Vilaró le tuvieron que extirpar el bazo. En enero de este año, asimismo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo condenó al Estado español por un “mal funcionamiento de la administración pública” a indemnizar con 170.000 euros a un joven herido por otro impacto por un bote de humo disparado a bocajarro por la policía nacional.

Las asociaciones de derechos humanos llevan tiempo reclamando un debate sobre el manejo de ésta y otras armas policiales. En 2005, la utilización no autorizada de porras extensibles por la Guardia Civil causó la muerte de un agricultor almeriense en el cuartel de Roquetas de Mar. Dos años más tarde, algunas unidades de la policía autonómica adquirieron una variante de las temibles pistolas Taser que tantas víctimas mortales han causado en los Estados Unidos y Canadá. El mismo año, entró en escena el célebre punzón llamado kubotán, esgrimido sin autorización por los antidisturbios durante una manifestación en Barcelona. El peligro de estos artilugios es tan evidente que la Generalitat de Cataluña impulsó dos instrucciones, la 4/2008 y 5/2008, en las que se prohibía el kubotán y la pistola eléctrica. A pesar de sus insuficiencias, estas medidas son un paso adelante. De hecho, en su reciente informe “Voltios sin control”, Amnistía Internacional las ha reclamado para el resto del Estado.

Las balas de goma, en cambio, siguen siendo legales, a pesar de que su potencial lesivo es enorme y de que se trata de proyectiles que no dejan marcas de identificación, con la consiguiente dificultad para investigar su uso y determinar qué agente ha apretado el gatillo y en qué circunstancias. Desde la Consejería de Interior dirigida por Saura, sin embargo, no se plantea ningún cambio. Es más, se ha defendido su empleo argumentando que también “se utilizan en el resto del Estado”. Lo que esta afirmación no dice es que en la mayoría de países europeos –con la excepción de algunos como Grecia o Italia- las balas de goma han sido prohibidas. Así, por ejemplo, en Francia, Alemania, Bélgica, Holanda o Gran Bretaña han substituidas por medios a priori menos contundentes e indiscriminados.

No parece cierto, en definitiva, que no existan otras opciones que, sin perder eficacia, sean menos riesgosas y permitan un uso más proporcional o controlado de la fuerza. El ideal normativo del Estado de derecho exige no cerrar en falso sucesos tan dramáticos como los citados. Las armas de fuego son instrumentos de difícil control, las trayectorias no son siempre previsibles y, por ello, cualquiera puede ser víctima de una bala perdida. Si incluso los propios funcionarios policiales llegan a serlo, ¿qué puede esperar cualquier ciudadano que pretenda salir a la calle para manifestarse o a celebrar la victoria de su equipo? No sería aconsejable, en contra de la opinión del consejero Saura, investigar su uso? ¿Qué concepción del orden público puede justificar el recurso a un medio tan lesivo?