Europa y la política antiterrorista

GERARDO PISARELLO Y JAUME ASENS
Público




Uno de los temas marginados en la reciente campaña europea ha sido, sin duda, el de la política antiterrorista y sus efectos en el ejercicio de las libertades civiles y políticas. Desde el 11-S, en efecto, se ha asistido a una vertiginosa expansión de medidas que, con la excusa del combate al terrorismo, han justificado la ampliación de las detenciones preventivas, la creación de tribunales especiales, la celebración de procesos sumarísimos, la producción arbitraria de pruebas o el establecimiento de penas desproporcionadas. Estas medidas, de todo punto reñidas con el principio del Estado de derecho, alcanzaron su paroxismo durante la Administración Bush. La Unión Europea, sin embargo, no ha escapado al contagio. Es más, sigue anclada en algunas premisas que hoy se cuestionan incluso al otro lado del Atlántico.

Tras el 11-S, muchos países que se presentan en el imaginario social como cuna de libertades –Francia o el Reino Unido– adoptaron legislaciones restrictivas que nada tenían que envidiar a las impulsadas por Bush. En 2002, la propia UE aprobó una Decisión Marco que redefinía la categoría de terrorismo, vinculándola a la vaporosa finalidad de “destruir o afectar seriamente las estructuras políticas, económicas o sociales” de un país. Y aunque ya consideraba punibles “la incitación, la ayuda, la complicidad y las tentativas para cometer un acto terrorista”, fue ampliada en 2007 para incluir como nuevos delitos “la incitación pública, el reclutamiento y la formación con fines terroristas”.

Esta agenda europea ha incidido de manera clara en las líneas de actuación de los estados miembros, con el evidente riesgo de su utilización abusiva contra la disidencia política. En el caso español, por ejemplo, la Ley de Partidos de 2002 se presentó como una norma general y abstracta. Muy pronto, no obstante, se reveló como un recurso dirigido a silenciar, según las conveniencias del momento, cualquier opción electoral vinculada a los sectores de la izquierda abertzale no dispuestos a distanciarse de la estrategia de ETA en los términos predispuestos por los partidos mayoritarios. A resultas de ello, se emprendieron diferentes procesos de ilegalización, todos basados en la aportación de pruebas poco fundadas y con garantías procesales restringidas. Y aunque existía una asentada jurisprudencia según la cual en un sistema democrático “todas las ideas tienen perfecto acomodo”, el núcleo de argumentos favorables a la ilegalización giró en torno a una cuestión de opinión o de omisión de juicio: la ausencia de condena de los atentados de ETA.

Con los atentados del 11-M, las actuaciones de “excepción” y los ataques a la presunción de inocencia se multiplicaron. Basta pensar en el macro-proceso 18/98, celebrado en la Audiencia Nacional, en el que se pretendió presentar la defensa de la “desobediencia civil” como un acto de coincidencia objetiva con el terrorismo. O en los procesos que condujeron al banquillo a personas tan ajenas a él como el expresidente de la Cámara vasca o los lehendakaris Juan José Ibarretxe y Patxi López.

En los últimos meses, es verdad, se han producido hechos que comportan un freno en esta pendiente antigarantista. La sentencia del Tribunal Constitucional contraria a la ilegalización de Iniciativa Internacionalista, por ejemplo, ha dejado claro que cualquier cosa no es terrorismo, que la abstención de condena, por reprochable que pueda parecer, no basta para ilegalizar un partido, y que las pruebas cuentan, sobre todo cuando están en juego la libertad ideológica y el pluralismo político. También el Tribunal Supremo ha revisado la para algunos inobjetable sentencia del proceso 18/98, con consecuencias de peso: se han producido rebajas de condenas, se ha anulado la ilegalización de Egin y otras empresas e incluso se ha absuelto a personas que, pese a una conocida trayectoria pacifista, habían sido condenadas por “colaboración” con el terrorismo.

El peligro, ahora, es que estas actuaciones pretendan convertirse en nuevo “sentido común” y que las tesis de la “contaminación” terrorista y del “entramado” de ETA, debidamente matizadas, aparezcan como un horizonte incuestionable e irrebasable. Tesis como estas, amparadas por informes policiales de dudosa solvencia técnica, propugnan una visión tan expansiva del terrorismo que han merecido la reciente reprobación del Relator de Naciones Unidas sobre la materia, Martin Scheinin.

Nada sugiere, sin embargo, que la filosofía de fondo de la actual política antiterrorista vaya a revisarse, ni en el ámbito interno ni en la propia UE. Así, no han faltado voces que atribuyen la decisión del Constitucional al temor de una reconvención por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero ni la jurisprudencia de Estrasburgo es inequívoca, ni se trata de un órgano que forme parte de la UE. Por eso la ley de partidos, a pesar del rígido corsé que impone al principio democratico, seguirá vigente, sin que los órganos institucionales se inquieten demasiado por ello. No en vano, la sentencia del Supremo sobre el proceso 18/98, pese a corregir a la Audiencia Nacional, ha mantenido como parámetro interpretativo la poco garantista Decisión europea de 2002.

Así, aunque la política antiterrorista no ha estado en el centro de la reciente campaña, su impacto en el ejercicio de libertades básicas seguirá siendo decisivo. Lo preocupante es que, mientras Washington parece dispuesto a pasar página a la era Bush, la vieja Europa y sus gobiernos continúan inmersos en la misma obsesion securitaria. Ocurre, así, lo que en muchos otros ámbitos: Europa, que podría ser la solución, resulta hoy por hoy parte del problema.