La imagen humilde y la firmeza dialéctica de Ahmadineyad contra quienes considera enemigos externos e internos del país generan una gran empatía entre las masas iraníes. Pero más allá de supuestas divisiones entre «conservadores y reformistas», el verdadero triunfador de los comicios ha sido el líder supremo, Ali Jamenei, y el propio sistema forjado en los últimos treinta años
TXENTE REKONDO
Gara
Tras las elecciones presidenciales de la pasada semana y mientras la incertidumbre se mantiene, se repiten errores y análisis simplistas del pasado. Los medios occidentales, en su mayoría, parece que siguen confundiendo sus propios deseos con la compleja realidad de Irán.
Los acontecimientos que se están produciendo en Irán pueden obedecer a muchos motivos. Hay quien defiende que estamos ante un pucherazo electoral (los mismos que alababan la alta participación y ahora presentan unos datos que la dejarían en su mínima expresión) e, incluso, se habla de un golpe de Estado o de maniobras por parte de las «familias ideológicas». Todo para que la realidad no acabe enturbiando una noticia prefabricada.
Son los mismos que dan lecciones de «democracia» ante realidades lejanas a las suyas y que tienen la mayoría de sus fuentes en la opulenta zona del norte de Teherán, y ocultan al mismo tiempo algunas de las claves para entender lo que ocurre.
Estas elecciones han variado algo respecto a las anteriores. Si bien la mayor parte del proceso ha seguido un guión similar, sobre la base del «Estado de Derecho iraní», las urnas contaron con más observadores locales que nunca, haciendo muy difícil un pucherazo a plena luz del día. Pero hay otros aspectos que tampoco se han querido mostrar y son importantes a la hora de afrontar el resultado final.
Existían diferentes sondeos que apuntaban a una victoria de Mahmud Ahmadineyad (las movilizaciones de sus seguidores han superado con creces a las de sus rivales,incluido Musavi) y en los debates televisivos previos a las elecciones el actual presidente «propició un soberano repaso a sus oponentes». Haciendo gala de su habilidad dialéctica y política (lo que nunca se menciona a la hora de demonizarle) ensombreció a sus oponentes, y supo aprovechar la alianza en su contra para salir victorioso.
Ahmadineyad señaló ante las cámaras que no se enfrentaba a Mousavi, sino a una triple alianza de éste con Jatami y el odiado Rafsanjani, apodado el tiburón y que es la segunda persona más poderosa del país, al que tachó de claro ejemplo de «corrupción parásita y despotismo».
Y aquí asoma el eje central, la lucha por «el dinero, el poder y el petróleo». Un escenario sobre el que siempre sobrevuela la llamada «mafia del petróleo», que la población no duda en identificar con el clan de Rafsanjani. Los sectores económicos opuestos a la política de Ahmadineyad, que cuestiona el control que aquellos han ejercido en los ámbitos de comercio internacional, educación privada y agricultura -que el propio Rafsanjani controla a través de todo un imperio-, no han dudado en aprovecharse de la coyuntura ofrecida por el Musavi.
Sin embargo, la alianza contranatura formada en vísperas electorales, sin ninguna alternativa constructiva más allá del rechazo a Ahmadineyad y a lo que éste pueda representar, no ha logrado calar entre la mayoría de la población. Las capas más desfavorecidas, la clase trabajadora y el campesinado aún recuerdan los más de cuarenta comunicados que en el pasado emitió Rafsanjani contra Mousavi.
Además, el mal llamado candidato reformista, ha tenido que combinar los deseos de las clases altas de la sociedad con los intereses de los empresarios y del bazar. Su apuesta mediática, el apoyo de sectores jóvenes y las lecturas de internet podían apoyar las crónicas escritas desde Teherán, sin embargo, como reconocía con ironía un iraní, «internet y sus derivados tienen poco que ver con la mayoría de la población, campesinos y trabajadores, que no tienen mucho tiempo para, tras su jornada laboral, navegar en la red en cualquier cibercafé».
Para buena parte de la sociedad iraní, Ahmadineyad representa los valores de la anticorrupción, el populismo y una «piadosa religiosidad». Su imagen humilde (se niega a vestir traje y no se ha trasladado de la vivienda modesta donde vive y que heredó de su padre) unido a su firmeza dialéctica contra los que él considera enemigos externos e internos del país, y ante los que no ha querido rebajar el tono de sus críticas, generan una gran empatía entre las masas iraníes, que no dudan en apoyar «al hijo piadoso de un herrero».
Lo cierto es que más allá de una supuesta división política entre «conservadores y reformistas», durante esta reciente campaña todos los candidatos se acogían, por principio (Ahmadineyad) o por interés (Musavi), a los «principios de la Revolución Islámica». De ahí que muchos afirmen que, en definitiva, el verdadero triunfador de estos comicios ha sido el líder supremo, el ayatollah Ali Jamenei, y el propio sistema forjado durante los últimos treinta años.
En este sentido, cobran fuerza las afirmaciones del propio Obama, quien, a la vista de los acontecimientos, ha sorprendido a los medios occidentales, apuntando que ambos candidatos «representan lo mismo». Sin ser cierta en su totalidad esa afirmación, deja entrever que los intereses de EEUU van mucho más allá de una mera «reforma estética» del sistema iraní, y para hacerse con el control de sus recursos no duda en utilizar manio- bras desestabilizadoras.
Los recientes ataques del grupo Jundallah (detrás del que podría estar las manos de la CIA y el Mossad), las tensiones en Baluchistán, las alianzas de algunos de esos grupos con la mafia de la droga e, incluso, la aparición en un escenario conflictivo de Al-Qaeda, pueden ser algunos de los retos que asomarán en Irán en los próximos meses. Evidentemente, desde Washington todavía no se ha renunciado a dar por perdidos los miles de millones de dólares «invertidos» en operaciones contra Teherán por la Administración Bush, y en el pasado ya se han producido ese tipo de maniobras.
De momento, el peso de Irán en la escena regional seguirá afianzándose, a pesar de todas las trabas que se pongan desde Arabia Saudí, Israel y otros aliados estadounidenses. Hasta ahora su papel ha sido clave en países como Afganistán e Irak y una mayor desestabilización interna podría tener consecuencias directas sobre ellos, además de conllevar un encarecimiento del petróleo que agravaría aún más la crisis económica mundial.
Las próximas semanas continuará el pulso postelectoral. Algunos señalan que tal vez el propio Ahmadineyad tenga la llave para desbloquear la situación, formando un Gobierno que integre a representantes de sectores hoy opuestos a él. Tal vez sea pronto para adelantar el rumbo que tomará Irán, pero parece que la última palabra estará en la boca del líder supremo, quien hasta ahora no ha cedido a las pretensiones de Rafsanjani y probablemente no deje pasar la oportunidad de dar un golpe de gracia a un sector (la alianza entre los otrora poderosos comerciantes del bazar y los clérigos más tradicionales) que le podría hacer sombra en el futuro.
Los acontecimientos que se están produciendo en Irán pueden obedecer a muchos motivos. Hay quien defiende que estamos ante un pucherazo electoral (los mismos que alababan la alta participación y ahora presentan unos datos que la dejarían en su mínima expresión) e, incluso, se habla de un golpe de Estado o de maniobras por parte de las «familias ideológicas». Todo para que la realidad no acabe enturbiando una noticia prefabricada.
Son los mismos que dan lecciones de «democracia» ante realidades lejanas a las suyas y que tienen la mayoría de sus fuentes en la opulenta zona del norte de Teherán, y ocultan al mismo tiempo algunas de las claves para entender lo que ocurre.
Estas elecciones han variado algo respecto a las anteriores. Si bien la mayor parte del proceso ha seguido un guión similar, sobre la base del «Estado de Derecho iraní», las urnas contaron con más observadores locales que nunca, haciendo muy difícil un pucherazo a plena luz del día. Pero hay otros aspectos que tampoco se han querido mostrar y son importantes a la hora de afrontar el resultado final.
Existían diferentes sondeos que apuntaban a una victoria de Mahmud Ahmadineyad (las movilizaciones de sus seguidores han superado con creces a las de sus rivales,incluido Musavi) y en los debates televisivos previos a las elecciones el actual presidente «propició un soberano repaso a sus oponentes». Haciendo gala de su habilidad dialéctica y política (lo que nunca se menciona a la hora de demonizarle) ensombreció a sus oponentes, y supo aprovechar la alianza en su contra para salir victorioso.
Ahmadineyad señaló ante las cámaras que no se enfrentaba a Mousavi, sino a una triple alianza de éste con Jatami y el odiado Rafsanjani, apodado el tiburón y que es la segunda persona más poderosa del país, al que tachó de claro ejemplo de «corrupción parásita y despotismo».
Y aquí asoma el eje central, la lucha por «el dinero, el poder y el petróleo». Un escenario sobre el que siempre sobrevuela la llamada «mafia del petróleo», que la población no duda en identificar con el clan de Rafsanjani. Los sectores económicos opuestos a la política de Ahmadineyad, que cuestiona el control que aquellos han ejercido en los ámbitos de comercio internacional, educación privada y agricultura -que el propio Rafsanjani controla a través de todo un imperio-, no han dudado en aprovecharse de la coyuntura ofrecida por el Musavi.
Sin embargo, la alianza contranatura formada en vísperas electorales, sin ninguna alternativa constructiva más allá del rechazo a Ahmadineyad y a lo que éste pueda representar, no ha logrado calar entre la mayoría de la población. Las capas más desfavorecidas, la clase trabajadora y el campesinado aún recuerdan los más de cuarenta comunicados que en el pasado emitió Rafsanjani contra Mousavi.
Además, el mal llamado candidato reformista, ha tenido que combinar los deseos de las clases altas de la sociedad con los intereses de los empresarios y del bazar. Su apuesta mediática, el apoyo de sectores jóvenes y las lecturas de internet podían apoyar las crónicas escritas desde Teherán, sin embargo, como reconocía con ironía un iraní, «internet y sus derivados tienen poco que ver con la mayoría de la población, campesinos y trabajadores, que no tienen mucho tiempo para, tras su jornada laboral, navegar en la red en cualquier cibercafé».
Para buena parte de la sociedad iraní, Ahmadineyad representa los valores de la anticorrupción, el populismo y una «piadosa religiosidad». Su imagen humilde (se niega a vestir traje y no se ha trasladado de la vivienda modesta donde vive y que heredó de su padre) unido a su firmeza dialéctica contra los que él considera enemigos externos e internos del país, y ante los que no ha querido rebajar el tono de sus críticas, generan una gran empatía entre las masas iraníes, que no dudan en apoyar «al hijo piadoso de un herrero».
Lo cierto es que más allá de una supuesta división política entre «conservadores y reformistas», durante esta reciente campaña todos los candidatos se acogían, por principio (Ahmadineyad) o por interés (Musavi), a los «principios de la Revolución Islámica». De ahí que muchos afirmen que, en definitiva, el verdadero triunfador de estos comicios ha sido el líder supremo, el ayatollah Ali Jamenei, y el propio sistema forjado durante los últimos treinta años.
En este sentido, cobran fuerza las afirmaciones del propio Obama, quien, a la vista de los acontecimientos, ha sorprendido a los medios occidentales, apuntando que ambos candidatos «representan lo mismo». Sin ser cierta en su totalidad esa afirmación, deja entrever que los intereses de EEUU van mucho más allá de una mera «reforma estética» del sistema iraní, y para hacerse con el control de sus recursos no duda en utilizar manio- bras desestabilizadoras.
Los recientes ataques del grupo Jundallah (detrás del que podría estar las manos de la CIA y el Mossad), las tensiones en Baluchistán, las alianzas de algunos de esos grupos con la mafia de la droga e, incluso, la aparición en un escenario conflictivo de Al-Qaeda, pueden ser algunos de los retos que asomarán en Irán en los próximos meses. Evidentemente, desde Washington todavía no se ha renunciado a dar por perdidos los miles de millones de dólares «invertidos» en operaciones contra Teherán por la Administración Bush, y en el pasado ya se han producido ese tipo de maniobras.
De momento, el peso de Irán en la escena regional seguirá afianzándose, a pesar de todas las trabas que se pongan desde Arabia Saudí, Israel y otros aliados estadounidenses. Hasta ahora su papel ha sido clave en países como Afganistán e Irak y una mayor desestabilización interna podría tener consecuencias directas sobre ellos, además de conllevar un encarecimiento del petróleo que agravaría aún más la crisis económica mundial.
Las próximas semanas continuará el pulso postelectoral. Algunos señalan que tal vez el propio Ahmadineyad tenga la llave para desbloquear la situación, formando un Gobierno que integre a representantes de sectores hoy opuestos a él. Tal vez sea pronto para adelantar el rumbo que tomará Irán, pero parece que la última palabra estará en la boca del líder supremo, quien hasta ahora no ha cedido a las pretensiones de Rafsanjani y probablemente no deje pasar la oportunidad de dar un golpe de gracia a un sector (la alianza entre los otrora poderosos comerciantes del bazar y los clérigos más tradicionales) que le podría hacer sombra en el futuro.