RODRIGO FRESÁN
ABC
Alguna vez escribí -y vuelvo a escribir ahora- que no debe ser sencillo ser Jonathan Coe. Me refería a que no debe de resultar fácil ser parte de una generación de escritores súper-estrellas (Amis, Barnes, McEwan, Ishiguro, Rushdie), brillar a su misma altura (pero no de manera tan encandiladora, por la ausencia de los fuegos más o menos artificiales de la deseada o no promoción a menudo extraliteraria) y, al mismo tiempo, hacer tantas cosas bien.
Porque Coe (Birmingham, 1961) es uno de esos contados autores que parecen resistirse a toda definición, que siempre sorprenden con su siguiente libro, y que sólo se mantienen constantes a la hora de la calidad y la eficacia. Una virtud que, injusta e explicablemente, puede llegar a convertirse en defecto para esos cada vez más numerosos lectores que necesitan saber de antemano lo que van a encontrar al abrir un libro.
Autor mutante. Así, Coe ya fue perversamente polimorfo en sus inicios (los blues femeninos de The Accidental Woman en 1987, el ejercicio atomizado y metaficcional de A Touch of Love en 1989 y el policial pop de The Dwarves of Death en 1990); descolló con ¡Menudo reparto! en 1994 (una aproximación a los ambientes de Evelyn Waugh pero como si estuvieran filmados por Terry William en plena «era Thatcher») y en 1997 con La casa del sueño (de 1997, best seller ganador de premios de prestigio en Francia, que -también lo dije en su momento- no desentonaría, en adaptación madrileña, entre esos thrillers existenciales a los que cada vez parece ser más afín Almodóvar); y alcanzó la plena madurez con el díptico formado por El club de los canallas (2001) y El círculo cerrado (2004): algo así como una politizada novela generacional, cruce de Anthony Powell con Nick Hornby.
A continuación, Coe volvió a mutar en 2004 con uno de sus mejores y más formalmente innovadores títulos (la biografía del escritor maldito y vanguardista B. S. Johnson: Like a Fiery Elephant); y ahora, con La lluvia antes de caer, Coe vuelve a ser el mismo de siempre. Es decir: Coe vuelve a ser un Coe diferente.
Y es que -como apuntó algún crítico inglés- nadie diría que estamos frente a Coe si no figurara su nombre en la cubierta. Este es -a diferencia de buena parte de su obra- un libro despojado, en el mejor sentido de la palabra. No hay aquí un elenco torrencial ni una multitud de acontecimientos y ocurrencias. O los hay, pero con modales diferentes. Lo que sí hay -lo que permanece- es la inalterada voluntad del inglés por presentar una historia de la mejor manera posible y que, de algún modo, evoca lateralmente a la también en su momento inesperada pero tan bienvenida Expiación, de Ian McEwan: otra novela histórica apuntalada desde la intimidad y lo privado.
Veinte fotografías. Y lo que aquí se narra -con elegancia y delicadeza- es una voz. La lluviosa voz de la septuagenaria y recién fallecida y alguna vez tormentosa y por siempre atormentada Rosamond. Alguien que tiene mucho que contar y contarnos y contarle, fundamentalmente, a la una vez niña ciega de siete años que no pudo ver el mundo pero que ahora sí, tanto tiempo después, debe oírlo. Y el legado de Rosamond consiste en varios casetes -grabados el mismo día de su muerte- donde se describen con todo detalle veinte fotografías tomadas a lo largo de casi medio siglo y que, con una admirable dosificación del tempo dramático y del suspense implícito en el devenir de toda familia, van armando el puzle de una vida. Y está claro que lo que se respira en esta jamesiana historia de fantasmas sin fantasmas no es sólo la inevitable presencia del ya mencionado modernista B. S. Johnson sino, también, de la escritora «de mujeres para mujeres» Rosamond Lehmann (la elección del nombre de la narradora no parece casual) y del indestructible legado de Ford Madox Ford y su El buen soldado. La idea de que no hay narrador del todo confiable: no en vano, la soltera y sin descendencia Rosamond -revelándonos poco a poco las idas y vueltas de su relación con su prima Beatriz, su hija Thea y su nieta Imogen- nos advierte de que nunca hay que confiar en las fotografías porque todos sonríen en ellas.
Tal vez por eso, la voz de Rosamond parece sonreír poco y es muy triste -en ocasiones, demasiado disciplinada y constantemente terrible-, cuando de lo que se trata es de «entender las cosas difíciles, las cosas dolorosas que oirás al final».
Como Gill, la sobrina y albacea de la muerta viva, de algún modo todos nos hemos convertido en los herederos de Rosamond, y no podemos dejar de escucharla.
Y de leerla.
Porque Coe (Birmingham, 1961) es uno de esos contados autores que parecen resistirse a toda definición, que siempre sorprenden con su siguiente libro, y que sólo se mantienen constantes a la hora de la calidad y la eficacia. Una virtud que, injusta e explicablemente, puede llegar a convertirse en defecto para esos cada vez más numerosos lectores que necesitan saber de antemano lo que van a encontrar al abrir un libro.
Autor mutante. Así, Coe ya fue perversamente polimorfo en sus inicios (los blues femeninos de The Accidental Woman en 1987, el ejercicio atomizado y metaficcional de A Touch of Love en 1989 y el policial pop de The Dwarves of Death en 1990); descolló con ¡Menudo reparto! en 1994 (una aproximación a los ambientes de Evelyn Waugh pero como si estuvieran filmados por Terry William en plena «era Thatcher») y en 1997 con La casa del sueño (de 1997, best seller ganador de premios de prestigio en Francia, que -también lo dije en su momento- no desentonaría, en adaptación madrileña, entre esos thrillers existenciales a los que cada vez parece ser más afín Almodóvar); y alcanzó la plena madurez con el díptico formado por El club de los canallas (2001) y El círculo cerrado (2004): algo así como una politizada novela generacional, cruce de Anthony Powell con Nick Hornby.
A continuación, Coe volvió a mutar en 2004 con uno de sus mejores y más formalmente innovadores títulos (la biografía del escritor maldito y vanguardista B. S. Johnson: Like a Fiery Elephant); y ahora, con La lluvia antes de caer, Coe vuelve a ser el mismo de siempre. Es decir: Coe vuelve a ser un Coe diferente.
Y es que -como apuntó algún crítico inglés- nadie diría que estamos frente a Coe si no figurara su nombre en la cubierta. Este es -a diferencia de buena parte de su obra- un libro despojado, en el mejor sentido de la palabra. No hay aquí un elenco torrencial ni una multitud de acontecimientos y ocurrencias. O los hay, pero con modales diferentes. Lo que sí hay -lo que permanece- es la inalterada voluntad del inglés por presentar una historia de la mejor manera posible y que, de algún modo, evoca lateralmente a la también en su momento inesperada pero tan bienvenida Expiación, de Ian McEwan: otra novela histórica apuntalada desde la intimidad y lo privado.
Veinte fotografías. Y lo que aquí se narra -con elegancia y delicadeza- es una voz. La lluviosa voz de la septuagenaria y recién fallecida y alguna vez tormentosa y por siempre atormentada Rosamond. Alguien que tiene mucho que contar y contarnos y contarle, fundamentalmente, a la una vez niña ciega de siete años que no pudo ver el mundo pero que ahora sí, tanto tiempo después, debe oírlo. Y el legado de Rosamond consiste en varios casetes -grabados el mismo día de su muerte- donde se describen con todo detalle veinte fotografías tomadas a lo largo de casi medio siglo y que, con una admirable dosificación del tempo dramático y del suspense implícito en el devenir de toda familia, van armando el puzle de una vida. Y está claro que lo que se respira en esta jamesiana historia de fantasmas sin fantasmas no es sólo la inevitable presencia del ya mencionado modernista B. S. Johnson sino, también, de la escritora «de mujeres para mujeres» Rosamond Lehmann (la elección del nombre de la narradora no parece casual) y del indestructible legado de Ford Madox Ford y su El buen soldado. La idea de que no hay narrador del todo confiable: no en vano, la soltera y sin descendencia Rosamond -revelándonos poco a poco las idas y vueltas de su relación con su prima Beatriz, su hija Thea y su nieta Imogen- nos advierte de que nunca hay que confiar en las fotografías porque todos sonríen en ellas.
Tal vez por eso, la voz de Rosamond parece sonreír poco y es muy triste -en ocasiones, demasiado disciplinada y constantemente terrible-, cuando de lo que se trata es de «entender las cosas difíciles, las cosas dolorosas que oirás al final».
Como Gill, la sobrina y albacea de la muerta viva, de algún modo todos nos hemos convertido en los herederos de Rosamond, y no podemos dejar de escucharla.
Y de leerla.