Cuentos completos,Eudora Welty. Delicadezas del espíritu


JUAN MANUEL DE PRADA
ABC



Se reúnen, por primera vez en español, los relatos de Eudora Welty (1909-2001), coincidiendo con el centenario de su natalicio. Welty es una escritora poco leída por estos pagos, que sin embargo se cuenta entre las más representativas de la narrativa estadounidense del siglo XX. Junto a Carson McCullers y Flannery O'Connor, quizá sea la escritora que más ha contribuido a fijar la imagen de esa América rural, primitiva y «profunda» que tanto juego ha brindado en el imaginario contemporáneo; y su influencia en escritores de las generaciones posteriores es más que notoria. A Truman Capote, por ejemplo, sus detractores siempre lo acusaron de beber (o más bien abrevar) en los manantiales explorados por Welty.

Eudora Welty nació en Jackson, Mississippi, donde transcurriría su vida entera. En su juventud, trabajó como fotógrafa, recorriendo los parajes más pintorescos de su Estado natal y captando sus más ancestrales esencias. Sería a partir de 1941 cuando Welty se diese a conocer como escritora; y, desde el principio, su literatura se distinguió por esa cualidad fotográfica (o pictórica) que la convirtió en una vigorosa retratista no sólo de paisajes físicos, sino también de paisajes del alma.

Welty es una narradora menos desgarrada que O'Connor, menos volcada en el desciframiento de esos abismos que anidan en el alma humana, menos preocupada por esos insondables misterios teológicos que convierten a la escritora de Savannah en la más inquieta exploradora de la redención y de la gracia. Tampoco posee esa sensibilidad exacerbada de Carson McCullers, que halla su expresión más cuajada en el desciframiento de pasiones sombrías, de comportamientos morbosos.

Triunvirato femenino. Pero, con O'Connor y McCullers, Welty forma el gran triunvirato femenino del «gótico sureño»; y a ese triunvirato incorpora una mirada más clemente, menos borrascosa, sobre un mundo en el que aún sobreviven, enquistados, los fantasmas del racismo, la violencia y las taras familiares.

No debemos pensar, sin embargo, que Welty es una escritora naïve. Ciertamente, muchos de sus relatos están protagonizados casi siempre por niños, por mujeres candorosas, por hombres francos que participan de la vida como de un banquete; por criaturas que, en definitiva, parecen inmunes al pecado original.

Su universo personal no carece de rasgos idílicos que subliman estéticamente sus recuerdos de infancia y juventud. Pero en sus cuentos también hallamos, narrados con una suerte de piadosa discreción, episodios de desasosegante turbiedad, personajes excéntricos y solitarios que esconden una trastienda de sueños marchitos, de tentaciones ilícitas que asoman aquí y allá, con una suerte de pudorosa pero a la vez engreída tozudez. Este envés oscuro que el lector vislumbra detrás de una fachada luminosa se insinúa ya en su primera colectánea de cuentos, Una cortina de follaje, para hacerse más evidente en entregas posteriores. En todas ellas, Welty hace uso de técnicas que nos recuerdan los métodos narrativos de los cuentos de hadas, con descripciones exquisitamente sensoriales, en las que la autora hace gala de un talento superdotado para la captación de ambientes; pero, entreverado con esos ambientes propios de una realidad soñada, descubrimos en sus ficciones un aliento subterráneo, a veces aligerado por una irresistible comicidad, a veces acechado de un dramatismo primigenio, que envuelve todo de un misterio apenas pronunciado, apenas aprehensible.

Continentes ignotos. Ese misterio característico de sus cuentos es seguramente la nota más relevante y subyugadora de Eudora Welty; y, si bien algunos de sus relatos incurren en la digresión vagorosa o en el manierismo complaciente, la mayoría logran crear atmósferas donde lo introspectivo y lo visionario cuajan en una amalgama inédita. Bajo una apariencia de escritora elemental, Welty esconde complejísimas texturas anímicas, perplejidades del sentimiento que no son expuestas a través de un lenguaje analítico, sino sobre todo sensitivo, pleno de capacidad evocadora, pleno de sugerencias que admiten varios niveles de lectura. Así, cuando narra las vicisitudes de una excursión campestre o de un velatorio, Welty está desvelándonos a la vez continentes ignotos de vida sensible que sólo el lector atento sabrá apreciar; cuando -como hace en Las manzanas doradas- nos ofrece, a través de historias ligadas entre sí, el retrato de una comunidad cerrada, Welty está explorando a la vez esas regiones de claroscuro donde se dilucidan los secretos mejor custodiados de la naturaleza humana. Una lectura, en fin, altamente recomendable para lectores que gusten de indagar, aun en medio del relajo estival, las delicadezas del espíritu.