HISLIBRIS
Nodo 50
Desde las primeras páginas de El vano ayer se advierte que la novela de Isaac Rosa es una novela honesta, que no pretende confundir al lector, sino presentarle unos hechos ficticios sobre unas realidades, enfocados desde distintas perspectivas para que se puedan sacar libremente las conclusiones que se consideren pertinentes. Se apoya en documentos reales y en hechos atroces, por ejemplo las descripciones de las torturas y vejaciones que se prodigaban en la DGS son auténticas y están narradas, como toda la novela, en una prosa certera y eficaz.
Ya tenemos aquí otro 20-N, y este año parece que la fecha viene a sumarse a la moda que desde hace un tiempo nutre los quioscos, las librerías y hasta el parlamento. Señores, estamos de revival, aunque sólo sea para coger municiones. Hace unos años le tocó a la Transición - así, con mayúsculas antonomásticas- y ahora es la guerra civil la que parece ser redescubierta, entre otras razones porque a los narradores de siempre se han sumando los Moas y Vidales, a quienes por cierto tampoco faltan altavoces, contradiciendo los argumentos “de siempre” - para los que nacimos en los 70, quiero decir- aunque para ello no hagan sino rescatar los argumentos de ese otro “siempre” que nosotros, en nuestra infancia feliz y recién democrática, no conocimos. Y quiero pensar que ese redescubrimiento también obedece a un interés de las nuevas generaciones por saber por si mismos la historia de todos nosotros, pero eso ya es otro tema.
El caso es que una vez más nos encontramos con el pasado, con la memoria, la que nos han contado y la que hemos aprendido. Mejor dicho, con el discurso de la memoria, con la forma en que éste se construye y la manera en que la asumimos. De esa memoria construida y de cómo nos ha sido legada trata esta novela, escrita por un autor - me parece relevante decirlo- nacido en 1974.
Ya lo hemos dicho: nos salen por las orejas los libros que tratan la guerra y la figura de Franco. Pero tengo la sensación de que del 39 se pasa con bastante facilidad a la transición democrática y de que se despachan los años del franquismo con una serie de tópicos recurrentes (los cimientos del desarrollo, la modernización, la represión inicial y el aperturismo, etc) que no responden a todas las preguntas. Es precisamente en esos años en los que transcurre esta novela, ambiciosa en cuanto que pretende ser necesaria, y que se aleja tanto de la cómoda descripción costumbrista y jovial de la familia en 600 como de la cargante rebeldía de verano de la gauche divine y sus excursiones parisinas.
La trama, básicamente, es la que sigue: hojeando los libros que tratan la represión del franquismo, el autor escoge arbitrariamente el nombre de uno de los represaliados, un nombre entre muchos, y rescata así del olvido a Julio Denis, profesor expulsado de la Complutense en los años 60, para a partir de él desmadejar una historia en la que aparecen grises, guardias civiles, comisarios, torturadores, chivatos y universitarios, destacando entre ellos un líder estudiantil desaparecido en las vísperas de una huelga general, y visto por última vez en la famosa Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, presentada como casa de los horrores del régimen y que en la novela tiene más realidad que muchos personajes.
Hay que decir que la novela es también un juego de espejos en el que el narrador nos presenta la historia desde distintas perspectivas, construyendo una novela en marcha y mostrando a cada paso el andamiaje y las trampas de rigor. Utilizando distintos registros, pretende mostrar cómo puede contarse la historia para que todo sea cómodo, hilarante o macabro según se quiera. El riesgo que tiene es que, como avisa el propio autor, cuando alguien señala algo, la atención se fije en el dedo, y algo así creo que pasa con las críticas que he visto de este libro, más centradas en el estilo, en lo literario - y metaliterario, que lo hay y mucho -que en el fondo histórico, verdadero objetivo del libro. ¿Será por comodidad? De ser así, la propia reacción al libro confirmaría su tesis.
Esta tesis es para mí la siguiente: así como los medios pueden crear e imponer la agenda política, la literatura crea su propia agenda paralela, menos inmediata pero más duradera, y con ella moldea la memoria que heredan las siguientes generaciones. Aplicado a nuestra historia, y a lo que hemos leído tantas veces, se nos invita a cuestionar las visiones complacientes del pasado, con parada feliz e inevitable en la perfecta transición, a poner nombres (y siglas, pues se reivindica insistentemente al PCE) a los muertos, a recordar que el tardofranquismo seguía torturando, aún después del 75, y sobre todo a preguntarnos lo evidente: Franco no hizo la guerra él solito, como si del Mío Cid se tratase. En resumen, a mirar detrás del escenario de la memoria que nos ha venido dada y de la que somos meros usuarios.
El autor no se sitúa en la equidistancia precisamente, sino que se moja: el libro es una acusación al franquismo oficial y a ese que llaman “sociológico”, si bien más que en la guerra - más de moda entre escritores y cineastas, quizá otra vez por comodidad- o en la figura de Franco, se centra en el aparato represivo, desde los que aplicaban los cables hasta los delatores, que le mantuvo y le sobrevivió. Teniendo esto en cuenta, y más allá de algunos juicios discutibles del autor -en dos palabras, la represión en el bando nacional era buscada y organizada y la del bando republicano espontánea y no querida- creo que el libro es muy recomendable porque intenta huir de la comodidad, porque trata al lector como si fuese inteligente y le exige un esfuerzo, haciéndole recorrer los caminos trillados para reconocerlos como tales. Y es también recomendable porque nos obliga a cuestionar cómo se construye el discurso de la memoria, de la nuestra, la que hemos aprendido - en cualquier lado menos en la Universidad, dicho sea de paso- y que hace referencia a un tiempo que no vivimos pero que parece que, cada día más, nos pasa factura.
Ya tenemos aquí otro 20-N, y este año parece que la fecha viene a sumarse a la moda que desde hace un tiempo nutre los quioscos, las librerías y hasta el parlamento. Señores, estamos de revival, aunque sólo sea para coger municiones. Hace unos años le tocó a la Transición - así, con mayúsculas antonomásticas- y ahora es la guerra civil la que parece ser redescubierta, entre otras razones porque a los narradores de siempre se han sumando los Moas y Vidales, a quienes por cierto tampoco faltan altavoces, contradiciendo los argumentos “de siempre” - para los que nacimos en los 70, quiero decir- aunque para ello no hagan sino rescatar los argumentos de ese otro “siempre” que nosotros, en nuestra infancia feliz y recién democrática, no conocimos. Y quiero pensar que ese redescubrimiento también obedece a un interés de las nuevas generaciones por saber por si mismos la historia de todos nosotros, pero eso ya es otro tema.
El caso es que una vez más nos encontramos con el pasado, con la memoria, la que nos han contado y la que hemos aprendido. Mejor dicho, con el discurso de la memoria, con la forma en que éste se construye y la manera en que la asumimos. De esa memoria construida y de cómo nos ha sido legada trata esta novela, escrita por un autor - me parece relevante decirlo- nacido en 1974.
Ya lo hemos dicho: nos salen por las orejas los libros que tratan la guerra y la figura de Franco. Pero tengo la sensación de que del 39 se pasa con bastante facilidad a la transición democrática y de que se despachan los años del franquismo con una serie de tópicos recurrentes (los cimientos del desarrollo, la modernización, la represión inicial y el aperturismo, etc) que no responden a todas las preguntas. Es precisamente en esos años en los que transcurre esta novela, ambiciosa en cuanto que pretende ser necesaria, y que se aleja tanto de la cómoda descripción costumbrista y jovial de la familia en 600 como de la cargante rebeldía de verano de la gauche divine y sus excursiones parisinas.
La trama, básicamente, es la que sigue: hojeando los libros que tratan la represión del franquismo, el autor escoge arbitrariamente el nombre de uno de los represaliados, un nombre entre muchos, y rescata así del olvido a Julio Denis, profesor expulsado de la Complutense en los años 60, para a partir de él desmadejar una historia en la que aparecen grises, guardias civiles, comisarios, torturadores, chivatos y universitarios, destacando entre ellos un líder estudiantil desaparecido en las vísperas de una huelga general, y visto por última vez en la famosa Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, presentada como casa de los horrores del régimen y que en la novela tiene más realidad que muchos personajes.
Hay que decir que la novela es también un juego de espejos en el que el narrador nos presenta la historia desde distintas perspectivas, construyendo una novela en marcha y mostrando a cada paso el andamiaje y las trampas de rigor. Utilizando distintos registros, pretende mostrar cómo puede contarse la historia para que todo sea cómodo, hilarante o macabro según se quiera. El riesgo que tiene es que, como avisa el propio autor, cuando alguien señala algo, la atención se fije en el dedo, y algo así creo que pasa con las críticas que he visto de este libro, más centradas en el estilo, en lo literario - y metaliterario, que lo hay y mucho -que en el fondo histórico, verdadero objetivo del libro. ¿Será por comodidad? De ser así, la propia reacción al libro confirmaría su tesis.
Esta tesis es para mí la siguiente: así como los medios pueden crear e imponer la agenda política, la literatura crea su propia agenda paralela, menos inmediata pero más duradera, y con ella moldea la memoria que heredan las siguientes generaciones. Aplicado a nuestra historia, y a lo que hemos leído tantas veces, se nos invita a cuestionar las visiones complacientes del pasado, con parada feliz e inevitable en la perfecta transición, a poner nombres (y siglas, pues se reivindica insistentemente al PCE) a los muertos, a recordar que el tardofranquismo seguía torturando, aún después del 75, y sobre todo a preguntarnos lo evidente: Franco no hizo la guerra él solito, como si del Mío Cid se tratase. En resumen, a mirar detrás del escenario de la memoria que nos ha venido dada y de la que somos meros usuarios.
El autor no se sitúa en la equidistancia precisamente, sino que se moja: el libro es una acusación al franquismo oficial y a ese que llaman “sociológico”, si bien más que en la guerra - más de moda entre escritores y cineastas, quizá otra vez por comodidad- o en la figura de Franco, se centra en el aparato represivo, desde los que aplicaban los cables hasta los delatores, que le mantuvo y le sobrevivió. Teniendo esto en cuenta, y más allá de algunos juicios discutibles del autor -en dos palabras, la represión en el bando nacional era buscada y organizada y la del bando republicano espontánea y no querida- creo que el libro es muy recomendable porque intenta huir de la comodidad, porque trata al lector como si fuese inteligente y le exige un esfuerzo, haciéndole recorrer los caminos trillados para reconocerlos como tales. Y es también recomendable porque nos obliga a cuestionar cómo se construye el discurso de la memoria, de la nuestra, la que hemos aprendido - en cualquier lado menos en la Universidad, dicho sea de paso- y que hace referencia a un tiempo que no vivimos pero que parece que, cada día más, nos pasa factura.