El desgarrón en la civilidad

MARCO REVELLI
Sin permiso



Nadie podrá decir que no sabía.

Las cifras de los estragos son públicas, accesibles a todos. Basta consultar el sitio Fortress Europe (http://fortresseurope.blogspot.com) para conocer las cifras de nuestra vergüenza. En los cuatro primeros meses del año han muerto ya 329 inmigrantes, anegados en el Canal de Sicilia. Fueron 1.274 a lo largo de 2008. Y ascienden a 4.009 en los tres lustros transcurridos desde 1994, cuando empezó el registro de muertes a partir de las noticias periodísticas. Otra decena de miles de víctimas se ha registrado en las vías hacia España y las Canarias (4.463), en el mar Egeo, hacia Grecia (1.310), en nuestro Adriático, procedentes de Albania (603), o en el desierto del Sahara, a lo largo de “las pistas entre Sudán, el Chad, Níger y Mali, de un lado, y Libia y Argelia, del otro” (1.691 muertos censados, pero la cifra está subestimada, porque el grueso de la tragedia se consuma fuera del alcance de la vista, sin dejar traza ni noticia).

Otros han muerto de frío, intentando atravesar las zonas montañosas entre Turquía y Grecia. O saltando por los aires en los campos minados de Evros, en Macedonia (91 personas). O anegados en las aguas del Oder, del Sava, del Morava, los ríos que separan Polonia de Alemania, Bosnia de Croacia, Eslovaquia de la República Checa. O ateridos de frío, ocultos en las bodegas de un avión para escapar a los controles (41 personas). O sofocados en el calor infernal de un contenedor. O aun caídos bajo las balas de las distintas policías fronterizas, en Ceuta y Melilla, los enclaves españoles en Marruecos, en Gambia, en Egipto, o en Israel; en Libia, en dónde están bien documentadas las feroces torturas practicadas “en los centros de detención para extranjeros, tres de los cuales financiados por Italia”.

La cifra total hiela la sangre: 14.679 muertos documentados a lo largo del perímetro que circunda la civilizada Europa con un inmenso muro imaginario, infinitamente más largo, alto y terrible que aquel Muro de Berlín, cuya caída fue celebrada como una liberación respecto de los fantasmas del siglo XX.

No se ha hablado de esas cifras en la cumbre del G-8 celebrada Aquila, que, sin embargo, no se ha privado de servirse de la tragedia africana como escudo para disimular su vacío. Esas cifras no han turbado los paseos de compras de las primeras damas por las calles romanas. Ni las voces de sus augustos maridos en el cuartel de Coppito, remodelado a toda prisa para la ocasión, probablemente con el trabajo de un buen número de supervivientes “regularizados” de aquellos estragos. Y sobre todo: esas cifras no han asomado siquiera, para escándalo de propios y ajenos, a los discursos oficiales de los llamados “Grandes”, detentadores de una extenuada soberanía nacional que –cocida en el jugo de su propio anacronismo— no tolera ni discusiones ni excepciones, presta a vengarse de la propia impotencia ante la fuerza de los mercados y de los capitales con la segregación, el rechazo, el cierre de fronteras y la cárcel: exhibiendo músculo ante los más débiles entre los débiles.

Con todo y con eso, esas cifras –de eso se trataba— sólo han aflorado en la discusión de nuestro parlamento sobre el decreto de seguridad que, transformado en ley, convierte en acto penalizable la culpa de haber sobrevivido a la travesía. Callando sobre los caídos, constituye en “criminales” a los que han logrado salvarse. El Senado la ha aprobado en un clima de dimisión general, tras un debate perezoso, como si se tratara de legislación administrativa rutinaria, con una oposición resignada, distraída y, una parte de ella al menos, connivente en su fuero interno. Y con una prensa dividida entre las historias de burdel del primer ministro y la crónica rosa de la cumbre, con un ojo en las alcobas del palacio Grazioli y el otro en las mesas de Coppito. Y, sin embargo, con este acto se ha producido un grave desgarrón –el enésimo desgarrón: ya empezamos a acostumbrarnos— en nuestra civilidad jurídica y en la más elemental moral pública: con la introducción del “delito de clandestinidad”, en una forma única en Europa, se ha traspasado un límite. Sancionando penalmente el ingreso o la permanencia del individuo extranjero en nuestro territorio, se tipifica como crimen, no un hecho o una serie de “hechos lesivos de bienes merecedores de tutela penal”, sino –como han sostenido con buenos argumentos muchos juristas— “una condición individual, la condición de inmigrante”, conforme a una lógica que asume sin más “una connotación discriminatoria que choca, no sólo con el principio de igualdad, sino con la garantía constitucional fundamental en materia penal, de acuerdo con la cual el castigo tiene que fundarse exclusivamente en hechos materiales”.

En la práctica, los efectos serán nulos, sino, más probablemente, negativos. Cualquiera que conozca el problema sabe que la aplicación de aquel oprobio es técnicamente imposible, porque pondría en crisis al conjunto del sistema judicial. Amedrentará, desde luego. Reforzará unas tendencias xenófobas ya demasiado difundidas en nuestras instituciones públicas, entre los comisarios de policía, entre los pliegos de la burocracia. Alimentará el miedo entre quienes quieren huir del miedo experimentado en la propia tierra de la que tratan de huir. Pero lo seguro es que no producirá más “seguridad”. Ni más orden. Al contrario. Puede que por algún tiempo tenga alguna influencia en la geografía de los flujos, desaconsejando al menos parcialmente las rutas hacia Italia, derivando la migración hacia otras direcciones, de Turquía a Grecia, en primer lugar, hacia fronteras orientales de mayor peligro y en las que la mortalidad corre el riesgo de crecer.

Un efecto evidente tendrá esta ley en el plano simbólico. Por el mensaje que lanza. Y por la incultura que revela. Un desgarrón intolerable, porque la política y la consciencia colectiva se nutren hoy de efectos simbólicos. Y una democracia muere de ultrajes simbólicos al pudor civil. Esperemos que la figura que, en última instancia, ha de jugar el papel de “custodio de la Constitución” no avale ese desgarrón. Que el escándalo de aquellas cifras, inatendido en las demás instancias de poder, traspase al menos los muros del Quirinal.