Japón primigenio, amoríos y muertos de Mishima

Alianza reedita 'El rumor del oleaje' del novelista nipón


ÁLVARO CORTINA
El Mundo




Yukio Mishima (1925-1970) describió en 'El rumor del oleaje' (Alianza) un hábitat arcádico en la isla de Utajima, en el Pacífico. Mujeres desnudas buceando, cogiendo conchas, como en una aparatosa coreografía silenciada de Busby Berkeley. Esta novela, como la obra completa del autor, se sitúa en la posguerra del imperio nipón humillado, pero aquí eso importa menos.

Es cierto que Utajima tiene su piedra caliza mellada por los obuses, pero la suya es una inercia de atolón descabalgado del progreso desde hace mucho. El protagonista crece en una familia decapitada por parte de padre, pero es primordial el discurrir elemental de la naturaleza. El templo shintoísta, culto primitivo del Japón, preside las montañas.

La historia de Shinji y Hatsue es la novela rosa de los progenitores opuestos, como en los amantes de Verona. Es la historia del pobretón que encandila a la chica bien y del sentido rito de presentes y de la intriga febril de las cartas una y otra vez leídas. El entorno es aquél de las mujeres buceadoras en el hechizo de un fondo coral, o el trazo errático que describen los pesqueros en su tránsito de faena.

El shintoísmo reconoce dioses en las bahías, en los desfiladeros, en el bosque y en la brisa. El océano o una avispa, por ejemplo, tienen un papel activo e imprescindible en esta trama. Sobre un acantilado se levanta el cementerio donde yace el padre, y día a día Shinji va a pescar meros y pulpos como un albañil del agua salada. Y un día se cruza con Hatsue y se monta el lío.

Es una isla donde reinan los gatos como mascota única, y donde se desconoce el hurto. Mishima se recrea en el animismo representativo del paisaje, aquí pone su tino y su ornamento. Cuando Shinji llora, la isla se moja con unas súbitas precipitaciones meteorológicas, como en aquella lluvia triste del poema de Verlaine. La piel esmaltada del mar embravecido es, por caso, un reto para lucir virilidad.

Como en 'El marinero que perdió la gracia del mar', hay también una piña de niños, que son hojarasca donde no prendió la guerra. Sus coloquios contienen leyendas innúmeras y fascinación por eso de inconcluso que tiene el conocimiento de lo real. La infancia y el misterio y las pioneras exploraciones: "Los días 16 y 18 de la sexta luna 7 tiburones de un blanco inmaculado aparecían de improviso en el pozo que daba al mar".

Se decía antes que los lagos son una ventana por la que miran los muertos a la vida, pero las islas comparten también imaginario con las tumbas del Hades. Acuérdense de esa pintura romántica de Arnold Böcklin, 'La isla de los muertos'. Cuentan las mujeres de la isla de Mishima que una de las buceadoras murió por haber visto algo en los fondos que los vivos no deben ver.

Hombre, un océano es el hermano mayor de un lago, y una isla es como un lago pero a la inversa, por un lado y por el otro se sugiere el territorio apartado que es frontera y encuentro entre los que sufren y aman y los que descansan el sueño eterno. El mar es un sepulcro que brama.

El rumor del oleaje se orquesta sobre los arrecifes y las piedras, y arriba yace el padre de Shinji, con los otros locales ancestros malogrados. La vida guarda siniestras relaciones con la muerte, y ambos bailan en ciclos perennes. Hay quien piensa en esto como en una de las formas de la melancolía. Este idilio contiene dosis importantes de este runrún trascendental.

De cuervos y gaviotas

Es el cuervo el animal funeral, y la gaviota es la esperanza del náufrago. El uno del panteón musgoso de Poe y la otra del puerto de Alberti, de la playa remota de Stevenson. La gente habla de las gaviotas como de ratas de mar, pero su canto es uno de los más bellos y evocadores. El mundo se hace más ancho y más ventoso, más oxigenado con gaviotas. Estas aves, sobrevolando el espigón, se harían inspiradoras para los enamorados imposibles (o posibles) de la isla Utajima, Shinji y Hatsue.

Este peñasco sostenido sobre el charco inmenso del Pacífico pacificado (con dos bombas nucleares) es escenario de amorío y hálito de ancestros ya idos y despliegue natural. Quizá haya una ventana en el agua quieta donde los muertos miran y allí se encuentran con las buceadoras desnudas y se miran a los ojos.

Sería ésa una estampa de marcado modernismo y simbolismo, con la sensualidad y la muerte entreverados. En 'Confesiones de una máscara' Mishima recuerda el éxtasis que le produjo ver el cuadro de San Sebastián asaetado.

Todo lo que enseña también alza otros velos, y entre velos tiene el autor a sus amantes Shinji y Hatsue, entre la feliz plenitud y la duración que se impone. Ya dijo Vinicius de Moraes que el amor es eterno mientras dura. El mar está lleno de cadáveres con peces dentro, pero a veces, venturosamente, regala besos:

"El agua fría y salobre se deslizaba por sus mejillas enrojecidas, recorriendo los pliegues de su nariz, y el muchacho recordó el sabor de los labios de Hatsue".