Leonardo Sciascia y los cadáveres de la Italia profunda

Tusquets edita 'A cada cual, lo suyo', una intriga de anónimos y crimen rural


ÁLVARO CORTINA
El Mundo




En 'A cada cual, lo suyo' (Tusquets) Leonardo Sciascia (1921-1989) abrió su novela criminal con una amenaza de muerte anónima. Agatha Christie ya lo había hecho con buen resultado ('El caso de los anónimos') y eligió igualmente el coto recogido de un pueblecillo. Pero de Miss Marple y de la campiña inglesa a la Sicilia requemada de las minas de azufre hay un salto sustancial.

Sciascia apunta aquí a esa criminología rural y retorcida que constituye la Italia profunda, que para el caso viene a ser como la América profunda y a la España profunda. Los chicos del maíz, Pascual Duarte y la seminal Cosa Nostra campesina van dados de la mano.

Apunta Sciascia a esta víscera nacional donde el tiempo va más lento, y muy pegado a la tierra. Muchas veces se ven las localidades remotas como una bocanada de salud frente a la ciudad. Sería así 'La jungla de asfalto', por ejemplo.

Pero con Faulkner, con Rulfo o con Sciascia se puede uno adentrar en la tiniebla de los rústicos. Allí en el reverso pecaminoso de un establo, en la mirada turbulenta del mal salvaje o en los protocolos rocambolescos de la superstición y de la santería.

En los pueblos se cargan tantos malos pensamientos como en la ciudad o más, o diferentes. Y de tanto contacto pueden surgir los incestos o los escopetazos o las envidias u otras truculencias. La cosa se rumia en familia y la noche vuela liberada con los grillos. Se dice en 'A cada cual, lo suyo': "Los enredos más graves se dan siempre entre parientes y padrinos".

En el relato, aséptico relato de Italia profunda, hay un anónimo, o sea, alguien pide 'vendetta', y un homicidio dúplice con la veda de la perdiz recién abierta. La gente del pueblo habla y especula, que es lo suyo. Los compadres valoran en alto las pesquisas de los carabineros en la partida de damas, con el purito y la copa de marsala, en el café o en el casino. Uno de ellos exclama:

"El anónimo es típico de los crímenes pasionales: por mucho que sea un riesgo, el vengador quiere que la víctima empiece a morir y a la vez reviva su culpa desde que recibe el aviso".

El señor farmacéutico (cadáver) tenía buenos perros de muestra, y la gente es envidiosa. Pero un asesinato a tiros por esa razón parece exagerado (si acaso un poco de estricnina para fulminar al can y ya). Por otro lado, el señor farmacéutico tenía mucho trato con amas de casa y madres, mujeres casadas, se entiende.

Y a partir de aquí un civil aficionado, como Sherlock, como la mentada Miss Marple, Paolo Laurana se pone con este caso de los anónimos. Su noción de la naturaleza italiana contiene escepticismo y desconfianza. Los italianos son gente de pasiones, piensa Laurana:

"Allí donde una falda subiera unos centímetros por encima de la rodilla, habría de fijo, en un radio de treinta metros, en cualquier parte del mundo, un siciliano, al menos uno, espiando el fenómeno".

El anónimo venía compuesto con letras del periódico católico 'LŽOsservatore romano' y Sciascia no elude el paseíto social, tan propio de esta rama del género. Las localidades inglesas de Christie estaban arrancadas de su tiempo y de la política, Sciascia en cambio, heredero de la novela negra americana, busca radiografías de la comunidad, mensajes y denuncias, comunistas y democristianos.

Empresa inútil

Pero contagia Sciascia una rara sensación de apatía, o de nihilismo. Todo el entramado, todo el despliegue se ve como una empresa inútil bajo los rescoldos de estío que quedan por el aire. Sciascia pone a sus italianos flotando en la imaginación, y mientras ellos se devoran él los mira desde el otro lado de la vidriera.

Es como un acuario de seres pequeños de costumbres que son antigualla irreversible, ineluctable. Sólo queda mirar por distracción, o por vergüenza. Un crimen tapa a otro crimen y aquí no ha pasado nada, nada ha servido para nada. Y que digan lo que quieran los compadres en el viejo casino.

Sciascia le pone encima el ojo al cura del pueblo, figura inevitable al que el autor se siente más bien desafecto. Sciascia, que era comunista y bastante anticlerical, viene a decir que ojo con el cura, que manda mucho en la Italia profunda de los pecadores. Ojo pues.