Los relatos del padre Brown, G.K. Chesterton


LUIS MANUEL RUIZ GARCÍA
La tormenta en un vaso




Para la inmensa mayoría de lectores contemporáneos, decir novela policíaca significa bajos fondos, ex presidiarios de nariz rota, detectives acabados con un ventilador en el despacho que de repente chocan con el asesinato de su vida y mujeres de piernas verticales a las que el humo no molesta en los ojos cada vez que aspiran el cigarrillo. Pero antes de ese álbum de tópicos, el género fue otra cosa. Salvador Vázquez de Parga, en su escrupulosa historia del relato policíaco, data en torno a los últimos años veinte la cesura que dividiría en dos todo este orbe de sangre: fue entonces cuando el detective se mudó de los aristocráticos cottages ingleses a la Gran Manzana y el pausado ejercicio intelectual de reunir pistas que racionalmente debían conducir a la identificación de un culpable cedió paso al puñetazo y tentetieso, a la jerga de la calle. Podrían, sin duda, marcarse otras fases, pero las dos esenciales que jalonan la evolución del género preferido de los quioscos son estas: la inicial, inaugurada con el monsieur Dupin de Poe, continuada por Conan Doyle, llevada hasta sus últimas consecuencias por Agatha Christie, conocida habitualmente como fair play; y la negra, cuya denominación proviene del roman noire acuñado por primera vez por Marcel Duhamel para designar ese nuevo linaje de novelas americanas que, con Dashiell Hammet a la cabeza, estaban llenando las editoriales de pistolas, adulterios y whisky.

En este contexto, la saga del padre Brown constituye todo un capítulo aparte, culminación y epílogo de la primera de las fases mencionadas. Hasta la fecha del primero de sus relatos, 1910, el protagonista del relato policial había solido coincidir con una criatura impersonal, de frialdad matemática, apenas sin espesor, liberado de las molestias de la vida doméstica que atribulan al resto de los mortales: Dupin, Holmes, Van Dusen consistían, parafraseando al último de ellos, en puras máquinas de pensar. El padre Brown va a ampliar la paleta de ese retrato en blanco y negro con una nueva gama de pinceladas humanas, demasiado humanas: lejos de la torre de marfil en la que se recluyen los detectives puramente cerebrales que le han antecedido, Brown es orondo, torpe, benévolo, paciente, trivial. Sin lugar a dudas, la mayor aportación de Chesterton al género es la invención de este personaje, cuya enormidad reside precisamente en su insignificancia; otras, por supuesto, son la promoción del cuento policíaco a algo más que un mero pasatiempo intelectual y su conversión en literatura de primer orden, rebasando la condición de comida rápida que hasta el momento se le solía atribuir.

Junto a Shakespeare o Milton, Gilbert Keith Chesterton (1874 -1936) comparte el raro honor de pertenecer a los escritores menos ingleses de la literatura inglesa. Un estilo barroco, cercano al desafuero, una tendencia al panfleto que a veces abusa de la paciencia del lector, un gusto por los tintes más extremos de la realidad en lugar de los tonos medios no concuerdan con esa enfermiza tendencia al autocontrol y la expresión sobria que caracteriza a la mayoría de sus compatriotas, de siglos anteriores y de los que habrían de venir. Amante de la polémica y del pensamiento paradójico, Chesterton llegó al extremo de volverse católico y de defender públicamente su credo en un entorno que no podía mirarle sino como un animal exótico (como el enorme elefante blanco, digamos, de una de sus más famosas novelas). Quizá la vena principal de su literatura consista en el anhelo o la persecución de un orden, sea religioso, ideológico o social, que mitigue la profunda sinrazón sobre la que levita la condición humana y que él, mejor que muchos otros, supo sospechar en ciertas actitudes y ciertos gestos; quizá su inclinación al humor siniestro o su uso reiterado de los andamios del argumento policíaco tengan por objeto la introducción de racionalidad o de sentido común en un universo que, por principio, carece de él. Ambos géneros, el humorístico y el criminal (a veces revueltos) se reparten la mayoría de sus títulos más recordados: entre los primeros podrían mencionarse El club de los negocios raros (1905) o El poeta y los lunáticos (1929); de los últimos, aparte de los que ahora nos ocupan, citemos El hombre que sabía demasiado (1922), Las paradojas de Mr. Pond (1937), y, sobre todo, ese delicioso alegato político-estético-vivencial que constituye a la vez uno de los más acabados ejemplos de novela de suspense y que lleva por título El hombre que fue Jueves (1908).

Quizá el análisis más lúcido sobre la saga del padre Brown corresponda, como en muchos otros casos, a Borges. En la cuarta conferencia de su Borges oral (Alianza, 1998) el maestro argentino ha desvelado con pulso de cirujano qué es lo que diferencia netamente a la creación de Chesterton de cuantas le han antecedido y llegado más tarde y en qué radica su valor. En primer lugar, queda claro que a lo largo de sus cinco volúmenes (El candor del padre Brown, de 1910; La sagacidad del padre Brown, 1914; La incredulidad del padre Brown, 1926; El secreto del padre Brown, 1927; El escándalo del padre Brown, 1935) se nos ofrece un tipo de narración insólita que el género policíaco no había abordado todavía y que luego rara vez se atreverá a retomar. Cada cuento del padre Brown constituye, al tiempo que un acertijo criminal, una obra de teatro y un apólogo. La identificación del culpable supone sólo un detalle marginal dentro de la profusa serie de peripecias y altibajos de cada episodio: mucho más cruciales resultan el desvelamiento de cómo pudo producirse el crimen y de su porqué. El relato suele concluir con una absolución o con un arrepentimiento; lo que importa es que el malhechor comprenda que ha violado la ley y que eso está muy mal, sin necesidad de meter en juego a la policía, ya bastante ocupada en detener anarquistas. Asimismo, el esquema de la narración se desenvuelve respetando un escrupuloso programa de calidad, que convierte a Chesterton en uno de los más exigentes orfebres del fair play. Autores previos habían escondido la solución al enigma de sus tramas en un detalle inadvertido del pasado de los personajes, del mobiliario en el que tuvo lugar el crimen o en un descuido del detective; Chesterton, más puntilloso y genial, llega a ocultar sus ases en rutinas de pensamiento o formas de expresarnos que empleamos todos los días. El programa de calidad que he mencionado antes cuenta, entre otras, con las siguientes exigencias: ha de existir un crimen inexplicable; en algún momento el lector ha de entrever una solución razonable a dicho crimen; en algún momento esa razón ha de resultar imposible, sobrenatural; finalmente, la razón depende de un detalle venial que se había dejado pasar por alto. Todo ello comprimido en apenas quince páginas de debates, agudezas, desmayos y moralina parroquial.

Mis pobres conocimientos editoriales registran la existencia de otras cuatro ediciones previas en castellano de la saga del padre Brown, algunas de ellas incompletas: los dos primeros títulos formaron parte de la inevitable colección El Libro de Bolsillo de Alianza entre 1988 y 1998; Anaya publicó los cinco volúmenes en su no menos ubicua Tus Libros durante los primeros ochenta; muy anteriores son las versiones, generalmente suramericanas, que la casa cristiana Encuentro ha vuelto a reeditar en fecha tan reciente como 2008; de entre 2000 y 2007 proceden los coquetos ejemplares ilustrados de Valdemar. A todos ellos, la presente de Acantilado suma virtudes inéditas: traducciones actualizadas, márgenes que invitan a usar el lápiz, papel de primera calidad y tres relatos nunca traducidos al castellano.