Miklós Bánffy, autor de 'Los días contados', es el novelista que Chéjov habría podido ser


Una de las sorpresas con las que se cierra la temporada literaria es ‘Los días contados’, la monumental primera parte de una trilogía que recupera el mundo perdido de la nobleza húngara que seguía bailando mientras a su alrededor un imperio, y con él todo un mundo, se hundía. La obra del político y escritor Miklós Bánffy es la última de las audaces recuperaciones de Libros del Asteroide


JOAN-DANIEL
El periódico de Catalunya




Lo que más añoro de mi juventud es el entusiasmo, la capacidad de asombro ante un libro. A partir de cierta edad, las novelas aburren o decepcionan al lector. Cuando me han llegado a las manos Los días contados de Miklós Bánffy (1873-1950), me he asustado ante este tocho húngaro de 666 páginas, un novelón de aquellos tiempos en que los novelistas solo querían escribir novelas, y no epatar al público con experimentos malsanos. Pues bien: me ha rejuvenecido.

Visitaréis una Transilvania aún húngara en la que cualquier campesino era un políglota. Como en las novelas de Tolstoi, los personajes pasan de una lengua a otra sin darse cuenta, como el viento que salta las montañas. Cada lengua tiene un papel en la novela: el húngaro es la lengua de la vida, del amor; el alemán, la lengua de la política y de la guerra; el francés, la lengua de la cocina y del juego; el italiano, de la ópera; el inglés, del futuro.

LOS RETRATOS

Bánffy anima una plétora de personajes pintorescos con detalles balzaquianos. Analiza, por ejemplo, la manera de renegar de dos primos. A menudo aflora un humor ligero y melancólico, nunca agresivo. Los personajes no son títeres como en tantas novelas contemporáneas. Existen de verdad, incluso los secundarios. Viven entre bastidores mientras el narrador enfoca nuestra atención en Lázló, Bálint Abády y Adrienne. Pero el autor no olvida ningún personaje y con detalles sin importancia nos hace sentir en un universo novelesco sólido, donde todo está en su sitio.

No sé húngaro, pero la traducción de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño fluye en un castellano plástico y natural, elegante, como si estuviese en casa en la descripción de una Transilvania perdida. Una poesía nostálgica aparece en cada momento.

El autor, ministro de Asuntos Exteriores entre las dos guerras mundiales, recrea un mundo desaparecido: la Transilvania aristocrática al final del imperio Austrohúngaro que se embriaga con los valses de Johann Strauss y Franz Lehár, los duelos pasados de moda, recepciones con jovencitas escotadas, las copas de champán y de vino Tokaji. Un mundo grácil como un verso de Louise de Vilmorin. A la manera de estas provincias fronterizas del imperio, los personajes se mueven entre diversas identidades sin saber bien a qué país pertenecen. «No se encontraba en casa en ninguna parte, lo trataban siempre como a un forastero, como a un extraño que no fuera de los suyos» (pàg 46). En cambio, los húngaros de la metrópolis lo tienen claro: «La caótica discusión cambió de tono cuando Tihamér Abonyi (…) pretendió hablar seriamente. Pensaba que por ser húngaro de Hungría, hijo de la madre patria, sabía más de política exterior que los de Transilvania» ( pàg 59).

BÁNFFY Y CHÉJOV

A lo largo de la novela, en la que se entrecruzan muchas acciones, seguimos el relato de los amores contrariados de Bálint Abády y de la malcasada Adrienne Milóth. No quiero desflorar el final del libro pero las últimas páginas tienen los mismos acentos desesperanzados, la misma pequeña música que la última escena de La dama del perrito de Chéjov. «De lejos les llegó la melodía de una serenata tardía. La brisa nocturna sacudía la mosquitera de la ventana» ( pàg 654). Miklós Bánffy es el novelista que Chéjov habría podido ser si no se hubiese dedicado al teatro y al cuento, el poeta de un mundo perdido y reencontrado por los caminos soleados de la memoria.