A cuarenta años de su muerte, las ideas del autor de la "Teoría estética" tienen una vigencia indiscutible. Esta nota se centra en el impacto de su obra filosófica, pero toca también aspectos personales. Además, un análisis sobre su teoría musical
MARCELO G. BURELLO
Revista Ñ
En una carta a su querido Walter Benjamin, en quien tuvo un aliado pese a todos los desacuerdos (o acaso gracias a ellos), Adorno confiesa, no sin orgullo: "De mi existencia empírica muy pocas cosas merecen señalarse; sí, en cambio, de la intelectual". En verdad, esta declaración podría aplicarse a toda su vida, ya se la considere segmentada en fases o como una continuidad. Pues al leer las diversas biografías de Theodor L. Wiesengrund Adorno, desde la inteligente y concisa de Hartmut Scheible –lamentablemente no traducida al español– hasta la monumental e indiscreta de Stefan Müller-Doohm, no se puede dejar de tener la sensación de que este controversial pensador careció de una existencia externa.En él, pareciera que la verdadera, la única trayectoria es el proceso intelectual, sin gran correlación directa con los problemáticos contextos en los que ocasionalmente se hallaba. ¡Ni siquiera el régimen nazi parece haberlo jaqueado!
Tras una cómoda etapa de formación que describe un triángulo con vértices en Frankfurt, Viena y Berlín, el ascenso y consolidación de Hitler lo llevan a Inglaterra, donde estudia en Oxford, y luego a los Estados Unidos, con estaciones en Nueva York y en Los Angeles, y todo eso sin problemas burocráticos, aun siendo medio judío y (neo)marxista. Seres queridos y colegas padecen y mueren, por causas naturales o a manos de los nazis; Adorno continúa investigando, enseñando, y sobre todo, escribiendo.
Ya concluida la guerra, no puede asistir a los sepelios de su padre, un comerciante de vinos a quien progresivamente fue borrando de su vida (al extremo de quitarse el apellido, Wiesengrund), ni de su amada madre. En 1948, a pedido de Thomas Mann, ofrece un breve autorretrato en el que define sus filiaciones: "Mi padre era un judío alemán; mi madre, cantante, es hija de un oficial francés de origen corso –originariamente genovés– y de una cantante alemana. He crecido en una atmósfera dominada completamente por intereses teóricos (también políticos) y artísticos, sobre todo musicales". La templanza de Gretel Karplus, su esposa desde 1937 (se habían casado en Londres, con Max Horkheimer como testigo), aportaría la suya para que los repetidos deslices extramatrimoniales del filósofo quedaran confinados a la esfera íntima, cual aventuras sin épica.
Esa aparente calma exterior, sin embargo, comenzó a resquebrajarse a fines de los 60, cuando el eminente intelectual y profesor –justamente a raíz de esa función– se vio confrontado por la agitación juvenil que recorriera América y Europa. Cuestionado por lo que su ya brillante discípulo Jürgen Habermas osara calificar de "fascismo de izquierda", Adorno se hallaba de pronto en el centro de la opinión pública, en un terreno ajeno y hostil: sin ambigüedades ni posiciones personales, ahora tenía que tomar partido ante los antagonismos dados, sin "mediaciones" (uno de sus conceptos favoritos). Y su álbum personal, hasta entonces tan discreto, súbitamente se pobló de imágenes llenas de contenido político: se lo ve en actos de protesta contra el gobierno y junto a otras personalidades (como Heinrich Böll), o bien asediado por estudiantes que lo repudian con gestos obscenos, e incluso rodeado de los policías a los que llamó para hacer desalojar el Instituto de Investigación Social, que a la sazón dirigía.
En el verano de 1969, con su seminario interrumpido por los estudiantes, y consagrado a la elaboración de la que estimaba una obra cumbre, la Teoría estética (que planeaba dedicar a su venerado Samuel Beckett), buscó algo de paz en una escapada vacacional a Suiza, el paraíso neutral. Y lo hizo junto a su mujer, que seguía a su lado pese a las infidelidades. El 6 de agosto, "perdido el lazo con su juventud y con toda la juventud", como lo describiera su amiga la poetisa Marie L. Kaschnitz, un infarto acabó con él. Aunque sus antecedentes cardíacos no eran los mejores y él mismo se había confesado "muy deteriorado" en una última carta a Herbert Marcuse (de cuya muerte, coincidentemente, acaban de cumplirse los treinta años), nada hacía prever que una excursión por las montañas acabaría en semejante fatalidad.
Una opinión médica imputó la falla cardíaca a las recientes crispaciones de público conocimiento; como siempre, nada se dijo del ámbito privado, aunque a nadie sorprendió que Gretel intentara suicidarse tiempo después, tras ordenar el legado de su marido, que para ella y su círculo íntimo seguía siendo el travieso "Teddy".
Por un momento, tras el funeral (en el que contra todas las predicciones no hubo disturbios), pareció que su muerte sería también el fin de sus ideas. La tajante ruptura con los estudiantes universitarios, la anhelada obra maestra que quedaba inconclusa, y la entronización de Marcuse, un "temperamento divergente" que ahora parecía eclipsarlo como filósofo de la época... muchos factores hacían suponer que su nombre podría desvanecerse como el de un académico más. Sin embargo, bastó con que sus colegas –con Horkheimer y Habermas a la cabeza– lo reivindicaran ante la sociedad, con que las protestas juveniles se diluyeran, y con que hasta Marcuse mismo le reconociera su deuda intelectual en su último libro, para que la vigencia del pensamiento adorniano empezara a hacerse evidente. Y de hecho, el impacto de su obra escrita ha sostenido desde entonces un notable in crescendo, aún en nuestro siglo. A tal punto, que en el prólogo a las Conferencias Adorno 2003, editadas por Suhrkamp (la editorial "oficial" de todos los integrantes de la Escuela de Frankfurt), el compilador lamenta la fácil apropiación nacional de la figura de Adorno que con motivo del centésimo aniversario se perpetró en Alemania, que a la sazón hizo de él "un súper-yo colectivo". Y más allá de la explotación por parte del mercado editorial, la repercusión de sus ideas se constata al interior de las disciplinas que lo vieron brillar: la filosofía, la sociología, y esa indefinida y punzante actividad que conocemos como "crítica cultural". Pues si en algo suscribió Adorno a la "Teoría crítica" de su amigo Horkheimer fue, precisamente, en la negación a pensar en forma abstracta, objetiva, y especializada; de ahí que sea tan feliz la definición de "intelectual filosofante" que Habermas le tributara, en un ensayo hoy recogido en sus Perfiles filosófico-políticos (libro, de hecho, dedicado a Adorno).
En efecto: el abordaje y el vocabulario de Adorno no han dejado de tener eco en otras teorías y otras obras, al menos desde que su esposa y su editor Rolf Tiedemann se apresuraron a publicar la inacaba Teoría estética. Pues junto a la Dialéctica de la Ilustración, publicado recién después de la guerra, el último gran texto adorniano pronto se volvió una referencia imprescindible en el pensamiento de Occidente. (En nuestro idioma, los avatares editoriales quisieron que sendas traducciones aparecieran con apenas un par de años de diferencia, allá por 1970; los avatares políticos, a su vez, determinaron que la recepción de las mismas recién se consumara con el retorno de la democracia.)
Hoy, con más perspectiva, puede afirmarse que este tratado de estética sui generis es una de las obras clave de la filosofía del siglo XX. De la filosofía, en general, y no sólo de la estética. Pues el gran tema del pensamiento filosófico del siglo pasado fue el lenguaje, y se requiere un alto refinamiento estético para enfocarlo con el radicalismo y la originalidad característicos de Adorno, que no por azar había fulminado justamente en esta área a su archienemigo Martin Heidegger (en cuya "jerga de la autenticidad" veía una tétrica continuidad del nazismo).
No hay duda de que Adorno introdujo cambios profundos en el trabajo con la cultura, tanto en lo escritural como en lo actitudinal. Términos tales como el remanido "industria cultural" o "negatividad" se han naturalizado en el glosario de las Humanidades, mientras que las pretendidas neutralidad y sistematicidad del trabajo en Ciencias Sociales han quedado más que contrariadas por su incisiva producción.
A cuatro décadas de su temprano deceso, sentimos una impotente curiosidad por saber qué habría dicho este singular pensador sobre los temas de hoy: el posmodernismo, la globalización, Internet, el terrorismo... Pues si bien es cierto que Adorno no pudo o no quiso aceptar algunos desarrollos culturales básicos (como los medios audiovisuales, sobre los que sólo dejó algunas páginas negativas), no es menos cierto que siempre se sintió llamado a dejar constancia de su lúcida y estimulante opinión, nunca desinformada.
Muchos de quienes le endilgan un elitismo retrógrado ignoran ciertas ocupaciones, preocupaciones y declaraciones suyas, como la que le formulara a Hans Magnus Enzensberger con motivo de su común interés por la radio: "Renunciar a los medios de masas [...] sería testarudo y un gesto de conservadurismo cultural". Y es que por la deliberada densidad de su estilo, con el que se resistía a ser leído ligeramente, él mismo fue quizás el mayor responsable de su imagen de "dinosaurio", impidiendo entrever la dimensión espontánea y sensual: humana. Su virtuosismo al piano (reconocido incluso por Schoenberg, quien confesara "no soportarlo"), su proyecto de llevar a la ópera el Tom Sawyer, sus amoríos, y su pasión por los animales (¡que hasta lo volvió un seguidor de la serie Daktari!), parecen datos de otra persona, siéndole tan propios como lo fueron. Paradójicamente, para no quitarle su capacidad única de provocación hoy quizás haya que tener presentes sus aspectos más ligeros.
Tras una cómoda etapa de formación que describe un triángulo con vértices en Frankfurt, Viena y Berlín, el ascenso y consolidación de Hitler lo llevan a Inglaterra, donde estudia en Oxford, y luego a los Estados Unidos, con estaciones en Nueva York y en Los Angeles, y todo eso sin problemas burocráticos, aun siendo medio judío y (neo)marxista. Seres queridos y colegas padecen y mueren, por causas naturales o a manos de los nazis; Adorno continúa investigando, enseñando, y sobre todo, escribiendo.
Ya concluida la guerra, no puede asistir a los sepelios de su padre, un comerciante de vinos a quien progresivamente fue borrando de su vida (al extremo de quitarse el apellido, Wiesengrund), ni de su amada madre. En 1948, a pedido de Thomas Mann, ofrece un breve autorretrato en el que define sus filiaciones: "Mi padre era un judío alemán; mi madre, cantante, es hija de un oficial francés de origen corso –originariamente genovés– y de una cantante alemana. He crecido en una atmósfera dominada completamente por intereses teóricos (también políticos) y artísticos, sobre todo musicales". La templanza de Gretel Karplus, su esposa desde 1937 (se habían casado en Londres, con Max Horkheimer como testigo), aportaría la suya para que los repetidos deslices extramatrimoniales del filósofo quedaran confinados a la esfera íntima, cual aventuras sin épica.
Esa aparente calma exterior, sin embargo, comenzó a resquebrajarse a fines de los 60, cuando el eminente intelectual y profesor –justamente a raíz de esa función– se vio confrontado por la agitación juvenil que recorriera América y Europa. Cuestionado por lo que su ya brillante discípulo Jürgen Habermas osara calificar de "fascismo de izquierda", Adorno se hallaba de pronto en el centro de la opinión pública, en un terreno ajeno y hostil: sin ambigüedades ni posiciones personales, ahora tenía que tomar partido ante los antagonismos dados, sin "mediaciones" (uno de sus conceptos favoritos). Y su álbum personal, hasta entonces tan discreto, súbitamente se pobló de imágenes llenas de contenido político: se lo ve en actos de protesta contra el gobierno y junto a otras personalidades (como Heinrich Böll), o bien asediado por estudiantes que lo repudian con gestos obscenos, e incluso rodeado de los policías a los que llamó para hacer desalojar el Instituto de Investigación Social, que a la sazón dirigía.
En el verano de 1969, con su seminario interrumpido por los estudiantes, y consagrado a la elaboración de la que estimaba una obra cumbre, la Teoría estética (que planeaba dedicar a su venerado Samuel Beckett), buscó algo de paz en una escapada vacacional a Suiza, el paraíso neutral. Y lo hizo junto a su mujer, que seguía a su lado pese a las infidelidades. El 6 de agosto, "perdido el lazo con su juventud y con toda la juventud", como lo describiera su amiga la poetisa Marie L. Kaschnitz, un infarto acabó con él. Aunque sus antecedentes cardíacos no eran los mejores y él mismo se había confesado "muy deteriorado" en una última carta a Herbert Marcuse (de cuya muerte, coincidentemente, acaban de cumplirse los treinta años), nada hacía prever que una excursión por las montañas acabaría en semejante fatalidad.
Una opinión médica imputó la falla cardíaca a las recientes crispaciones de público conocimiento; como siempre, nada se dijo del ámbito privado, aunque a nadie sorprendió que Gretel intentara suicidarse tiempo después, tras ordenar el legado de su marido, que para ella y su círculo íntimo seguía siendo el travieso "Teddy".
Por un momento, tras el funeral (en el que contra todas las predicciones no hubo disturbios), pareció que su muerte sería también el fin de sus ideas. La tajante ruptura con los estudiantes universitarios, la anhelada obra maestra que quedaba inconclusa, y la entronización de Marcuse, un "temperamento divergente" que ahora parecía eclipsarlo como filósofo de la época... muchos factores hacían suponer que su nombre podría desvanecerse como el de un académico más. Sin embargo, bastó con que sus colegas –con Horkheimer y Habermas a la cabeza– lo reivindicaran ante la sociedad, con que las protestas juveniles se diluyeran, y con que hasta Marcuse mismo le reconociera su deuda intelectual en su último libro, para que la vigencia del pensamiento adorniano empezara a hacerse evidente. Y de hecho, el impacto de su obra escrita ha sostenido desde entonces un notable in crescendo, aún en nuestro siglo. A tal punto, que en el prólogo a las Conferencias Adorno 2003, editadas por Suhrkamp (la editorial "oficial" de todos los integrantes de la Escuela de Frankfurt), el compilador lamenta la fácil apropiación nacional de la figura de Adorno que con motivo del centésimo aniversario se perpetró en Alemania, que a la sazón hizo de él "un súper-yo colectivo". Y más allá de la explotación por parte del mercado editorial, la repercusión de sus ideas se constata al interior de las disciplinas que lo vieron brillar: la filosofía, la sociología, y esa indefinida y punzante actividad que conocemos como "crítica cultural". Pues si en algo suscribió Adorno a la "Teoría crítica" de su amigo Horkheimer fue, precisamente, en la negación a pensar en forma abstracta, objetiva, y especializada; de ahí que sea tan feliz la definición de "intelectual filosofante" que Habermas le tributara, en un ensayo hoy recogido en sus Perfiles filosófico-políticos (libro, de hecho, dedicado a Adorno).
En efecto: el abordaje y el vocabulario de Adorno no han dejado de tener eco en otras teorías y otras obras, al menos desde que su esposa y su editor Rolf Tiedemann se apresuraron a publicar la inacaba Teoría estética. Pues junto a la Dialéctica de la Ilustración, publicado recién después de la guerra, el último gran texto adorniano pronto se volvió una referencia imprescindible en el pensamiento de Occidente. (En nuestro idioma, los avatares editoriales quisieron que sendas traducciones aparecieran con apenas un par de años de diferencia, allá por 1970; los avatares políticos, a su vez, determinaron que la recepción de las mismas recién se consumara con el retorno de la democracia.)
Hoy, con más perspectiva, puede afirmarse que este tratado de estética sui generis es una de las obras clave de la filosofía del siglo XX. De la filosofía, en general, y no sólo de la estética. Pues el gran tema del pensamiento filosófico del siglo pasado fue el lenguaje, y se requiere un alto refinamiento estético para enfocarlo con el radicalismo y la originalidad característicos de Adorno, que no por azar había fulminado justamente en esta área a su archienemigo Martin Heidegger (en cuya "jerga de la autenticidad" veía una tétrica continuidad del nazismo).
No hay duda de que Adorno introdujo cambios profundos en el trabajo con la cultura, tanto en lo escritural como en lo actitudinal. Términos tales como el remanido "industria cultural" o "negatividad" se han naturalizado en el glosario de las Humanidades, mientras que las pretendidas neutralidad y sistematicidad del trabajo en Ciencias Sociales han quedado más que contrariadas por su incisiva producción.
A cuatro décadas de su temprano deceso, sentimos una impotente curiosidad por saber qué habría dicho este singular pensador sobre los temas de hoy: el posmodernismo, la globalización, Internet, el terrorismo... Pues si bien es cierto que Adorno no pudo o no quiso aceptar algunos desarrollos culturales básicos (como los medios audiovisuales, sobre los que sólo dejó algunas páginas negativas), no es menos cierto que siempre se sintió llamado a dejar constancia de su lúcida y estimulante opinión, nunca desinformada.
Muchos de quienes le endilgan un elitismo retrógrado ignoran ciertas ocupaciones, preocupaciones y declaraciones suyas, como la que le formulara a Hans Magnus Enzensberger con motivo de su común interés por la radio: "Renunciar a los medios de masas [...] sería testarudo y un gesto de conservadurismo cultural". Y es que por la deliberada densidad de su estilo, con el que se resistía a ser leído ligeramente, él mismo fue quizás el mayor responsable de su imagen de "dinosaurio", impidiendo entrever la dimensión espontánea y sensual: humana. Su virtuosismo al piano (reconocido incluso por Schoenberg, quien confesara "no soportarlo"), su proyecto de llevar a la ópera el Tom Sawyer, sus amoríos, y su pasión por los animales (¡que hasta lo volvió un seguidor de la serie Daktari!), parecen datos de otra persona, siéndole tan propios como lo fueron. Paradójicamente, para no quitarle su capacidad única de provocación hoy quizás haya que tener presentes sus aspectos más ligeros.