David Hockney y Los Ángeles [California Dreamin’]

Huyendo de la Inglaterra plúmbea y represora de los setenta, el pintor buscó su paraíso, y su libertad sexual, en la felicidad de postal que prometían los chorros de sol entre palmeras, los colores planos y la simplicidad sin matices de la alegre megápolis


FRANCISCO J. R. CHAPARRO
Descubrir el arte


El itinerario más corto que lleva de Londres a California pasa por la imaginación. Envuelto en la atmósfera densa de Londres, que es el vapor que la máquina de la supervivencia exhala desde la superficie, el artista camina despistado sin medir sus pasos, tiene la cabeza en otras latitudes. Mucho antes de decidirse a tomar un avión rumbo a la lejana California, su mente ya ha cambiado la Inglaterra fabril y gris de mediados de los setenta por el sol absoluto. Estamos en 1964 y David Hockney (1937) es una de las promesas más sólidas de un grupo de artistas que ha cruzado fugazmente el Royal College de Londres para toparse a la salida con Inglaterra, la Inglaterra de siempre, en la que un puñado de inconformistas lucha por abrir las puertas de la posguerra a golpes con el ariete de los Beatles. Él ha cumplido y se marcha.

Contradiciendo a las crónicas felices de la década prodigiosa, Hockney ha vivido atormentado por la carga de su sexualidad, explica sutilmente en una pintura oscura, algo así como un cruce misterioso entre Dubuffet y Bacon, complicado por los preceptos a los que obliga el culto a la modernidad artística. California brilla ahora esplendorosa en el horizonte del pintor inglés prometiendo un futuro paradisíaco en que llevar una existencia festiva y sencilla. Un lugar hecho de tópicos, en resumidas cuentas, un lugar en el que vivir la vida que se ha soñado antes, una vida que se parece sospechosamente a un decorado de Hollywood.

Hockney se acomoda en la sala de espera del aeropuerto –le suponemos sus gafas de sabio excesivo y una maleta- y aguarda un avión que, tras posarse para tomar impulso en Nueva York, le soltará en Los Ángeles, la ciudad “donde todo es posible”. Había visitado Estados Unidos por vez primera en 1961 y otra vez más antes de su marcha definitiva. Con recortes de revistas que importaba desde EEUU, revistas de un erotismo inocente para consumo personal y artístico, había ido construyendo poco a poco un modesto imaginario californiano (Domestic Scene, Los Angeles, Man taking a shower in Beverly Hills) que le despegaba cada vez más del plúmbeo suelo inglés, hasta llegar a este justo momento, 10.000 pies de altura, la silueta de Gran Bretaña perdiéndose en la niebla tras la ventanilla del avión.

Todo era verdad

Las guías turísticas se afanan en presentar una realidad inédita que el visitante desinformado podría perderse. No la que Hockney lleva en su bolsillo. Fantaseando, la imaginamos de color llamativo y unas grandes letras brillantes, C-a-l-i-f-o-r-n-i-a: “Encontré lo que esperaba. Lo que esperaba estaba basado en cierto modo en alguna evidencia de los que Los Ángeles era en verdad, así que no era una completa fantasía, se basaba en lo que había visto en algunas revistuchas, fotos y cosas así”. David Hockney aterriza en California, no con afán de explorador moderno, sino dispuesto a introducirse en la postal más típica posible. Y ahí la tiene: sonrisas californianas, el sol californiano y chillón cayendo en picado desde lo alto, derramándose entre las hojas de la palmera californiana, extendiéndose californianamente en la arena infinita de las playas, ahogándose en el océano Pacífico propiedad de California que retiene su perfil de azul sinuoso, adonde van a morir enormes carreteras solitarias, luminosos bulevares, barrios y barrios compuestos de coquetas casas con su porción de césped. “Yo nunca había visto casa como ésas”, confiesa; desde luego, no en su Bradford natal, en el norte de Inglaterra, ciudad que parece germinada bajo la lluvia, moho urbano; desde luego no en esa Londres entumecida, ahora ya a 8.000 kilómetros de distancia, si no más.


El mundo del American way of life, el estatuto de la clase media consumidora y feliz que estaba a punto de dar un golpe de estado artístico en nombre de la cultura de masas, se le presenta a David Hockney en su hábitat natural. “Dios mío, este sitio necesita su Piranesi, Los Ángeles podrían tener un Piranesi, así que ¡aquí estoy!”, eswcribe Hockney, sólo que, en vez de construcciones pintorescas contempladas por casuales paseantes de ruinas, lo que hay son lugares cualquiera construidos en geometría sincera a la manera norteamericana, espacios que son ya una abstracción de edificios más complicados, muertos antes de nacer en la papelera del arquitecto. En estas extraordinarias casas de coleccionistas inicia su serie de interiores californianos con retratos (Berverly Hills Housewife, Fred and Marcia Weisman, Beverly Hills, Christopher Isherwood and Don Bachardy). Y en la parte de atrás de esas casas tiene lugar un encuentro maravilloso: la piscina. ¡La piscina! ¿Cómo nadie había reparado antes en ella?

El molde de Warhol

El agua venía siendo un tema recurrente para Hockney por varias razones. Primeramente, generaba escenas sugerentes de cierta intimidad, como en sus pinturas de escenas bajo la ducha. Ya como simple desafío pictórico, el agua es de por sí fascinante. A Hockney se le ha intentado meter a presión injustamente en el molde de un Warhol inglés, hedonista, indolente, pero a diferencia de Andy -siendo maliciosos- a David Hockney se le presupone un profundo interés por el arte de la pintura. El tema del agua propicia un cambio drástico en su carrera, que evolucionará de una modernidad afectada en los inicios a dominios más fríos, casi hiperrealistas (Three chairs with a section of a Picasso mural; Neat cushions). La pintura al óleo, material demasiado exigente, se convierte en este preciso período en una traba para la mano rápida, que pide grandes superficies geométricas de pocos tonos y colores vivos según dicta la realidad que va a ser pintada. A David Hockney le surge entonces una duda trascendental: ¿cuántos botes de pintura acrílica caben en el maletero de un Bercedes Benz descapotable?

La pintura acrílica es a América en los libros de texto lo que el óleo es a Flandes. Jackson Pollock lo que a Van Eyck. Seca mucho más rápido, permite menos sutilezas, pero se deja extender mansamente en superficies homogéneas como las que necesita Hockney, como las de ahí fuera. Viendo las fotos que ya por estas fechas toma con su Polaroid, Hockney parece decirse a sí mismo "¡no toques nada!". California es suficientemente atractiva por sí misma. Bajo esas capas de color brillante se esfuman rasgos insignificantes, que arrambla la brocha empapada de pintura express en su paso seguro por el lienzo. El resultado simpatiza con una estética impersonal que a mediados de los sesenta está haciéndose cada día más sexy. No pronunciaremos la palabra pop.

Bien pertrechado, Hockney se zambulle así a placer en su tema favorito de estos años. "La apariencia del agua de la piscina puede ser controlada, incluso su color puede ser elegido por el hombre, y sus ritmos danzantes reflejan no sólo el cielo sino, gracias a su transparencia, la profundidad del agua misma". Un tipo de perfección espontánea. La abstracción, la esquematización geométrica de las formas, el soplo helado de la cámara de fotos, nada consigue capturar por entero la naturaleza definitiva del agua, el medio primario por excelencia que California custodia en miles de piscinas. Ningún procedimiento para representar el agua es terminante y ése es un reto que seduce a Hockney (Four differentes kinds of water pouring into a swimming pool), un artista inquieto al que no puede reconocérsele un estilo más que otro a la hora de describir su carrera. La estela de pintura -casi una ironía expresionista- que simula el chapuzón de la serie de Splash (Little splash; Splash; A bigger splash) constituye un pasaje excelente de la reducción contemporánea de lo esencial a lo más esencial aún, del virtuosismo pictórico, del fogonazo de la impresión que lucha contra lo limitado del medio.

"Me apasiona la idea de pintar algo que dura dos segundos", declara satisfecho. En la pintura de la etapa californiana de Hockney todo está muy claro pero, por desgracia, de ese todo se diría que es de algún modo insuficiente, periferia de un vacío insatisfactorio. "Adoro la claridad -dice-, pero también la ambigüedad; por eso es por lo que me encanta Piero... para mí, la magia reside en los espacios, no en los objetos". Piero es Piero della Francesca. Aunque los términos California y Quattrocento podrían conformar juntos la combinación más caprichosa de una partida de Trivial, es verdad que en muchas de sus pinturas, especialmente en sus retratos de interior (Henry Geldzahler and Christopher Scott; Mr. and Mrs. Clark and Percy) comparece esa planicie estética, ese desarrollo horizontal a modo de vitrina fantástica tan cara a los primitivos italianos. Sólo que la de Hockney es una vitrina desocupada, sin tensión alguna, falta de algo.

Echando la vista atrás, se diría que la pintura de Hockney ha sido conquistada a fines de los setenta por una existencia contemplativa, el amodorramiento de los pueblos marineros. Comparada con sus inicios, no hay rastro de contenido alguno, sino entrega absoluta a la anécdota hueca. Hockney parece un Tom Wolfe sin aguijón, divirtiéndose en un cóctel al borde de la piscina. Alguien le gasta una broma, cae vestido al agua y... ¡splash! Nada más. De modo que, cuando la vida se torna menos propicia, el pintor se encuentra desprovisto de medios expresivos con los que afrontarla, encerrado en un lenguaje que considera una conquista personal a la que no está dispuesto a renunciar de cualquier manera. La ausencia en Hockney (como en Study of an artist, Poll with two figures o Pool and steps) parece más la del anaquel del supermercado en el que falta nuestra cerveza favorita que una ausencia sentida.

Ruptura sentimental

La separación de su pareja Peter Schelesinger abre un período de reflexión profesional para Hockney, agudizada por una crisis personal que le cala hasta los huesos. La tormenta le ha pillado ensimismado en problemas técnicos superficiales que no permiten más tema de conversación que ellos mismos (A lawn being sprinkled, Rubber ring floating in a swimming pool). Como reconocerá más tarde, estaba intentado sacar del medio acrílico unas posibilidades expresivas que éste no podía entregarle. El retrato, en el que se ha volcado en estos años, exige un detalle que supera al simple reconocimiento visual del paisaje genérico, aspira a capturar la realidad más honda de la persona retratada.

Una disputa ésta entre lo que se quiere hacer, lo que se puede hacer y lo que se ha de hacer, que Hockney resuelve según la parábola del nudo gordiano. Abandona la pintua perfeccionista figurativa, la pintura acrílica, abandona California y más tarde la pintura misma. "Tengo un miedo enorme a repetirme a mí mismo", es la confesión que lo explica todo.

Hockney vuelve a Europa a principios de los años setenta. Aunque las historias agradecen un final redondo, aquí se nos hace imposible: su marcha de California es temporal, y volverá a ella cada cierto tiempo hasta instalarse en Hollywood Hills en 1978, donde reside cuando no descansa en su refugio de la costa. Pero California no será nunca más cobijo seguro del final de la escapada, sino hogar, un lugar donde se está, no al que se va. Esta etapa de Hockney recuerda al drama ordinario del final del verano, el verano de su carrera. El agua del mar, que deja un beso de sal en las ventanas de su casa de Malibú, carece en septiembre de la potencia eléctrica del cloro californiano. Ya saben, las palmeras se inclinan ante el otoño lluvioso, los días se hacen tardes, las tardes se disuelven en un licor espeso. Los turistas se van. Las piscinas se vacían.