ÓSCAR ESQUVIAS/MIGUEL BAQUERO
La tormenta en un vaso
Óscar Esquivias
Una mujer con su hija pequeña, ambas llamadas Clara, se instalan en un enorme piso situado en el número 34 de la calle Schmelgelme, en el mejor barrio de una ciudad de la que desconocemos el nombre. El empleado de la inmobiliaria (Ichvolz), una criada interna de nombre Patricia y el portero de la finca, Jesualdo, son las primeras (y prácticamente las únicas) personas con las que las recién llegadas se relacionan, ya que la madre decide recluirse en la casa en espera de su marido, un importante empresario con negocios en ultramar del que carece por completo de noticias directas y cuya llegada se demora día tras día sin justificación. La soledad de las mujeres se ve acentuada por la actitud hostil de los vecinos, quienes parecen empeñados en atemorizarlas con ruidos nocturnos y gestos hostiles. Así comienza El estatus, la última novela de Alberto Olmos. El país, las circunstancias políticas y el propio tiempo de la acción quedan en una nebulosa indefinida, aunque la ambientación general dibuja un paisaje centroeuropeo del primer tercio del siglo XX.
¿De verdad que las líneas precedentes describen una novela de Alberto Olmos?, puede preguntarse el lector que conozca Al borde del naufragio o Trenes hacia Tokio. Olmos nos tenía acostumbrados a historias ambientadas en la actualidad, protagonizadas por jóvenes que mostraban su descontento con el mundo en relatos ácidos, obsesivos, llenos de humor, pero también de insatisfacción y amargura. Los escenarios estaban descritos siempre de forma muy vívida: Madrid, la provincia castellana, Tokio, las aulas docentes, los pisos de estudiantes, las oficinas de teleoperadores, los transportes públicos... Detrás de todo ello se adivinaba la experiencia vital del autor, dueño siempre de un estilo poderoso, muy persuasivo.
Nada de esto último falta en El estatus, donde Olmos da un paso adelante en su afición por los juegos literarios y los cambios de registro. En esta novela se aleja del universo contemporáneo y casi testimonial descrito arriba y construye una fábula literaria ambientada fuera de nuestro tiempo inmediato y de la realidad racional, una fantasía que está a medio camino entre la novela gótica (con su casa encantada, sus apariciones fantasmales, sus personajes torvos llenos de secretos) y la alegoría freudiana (la ausencia del padre, sueños iluminadores, llaves que no se sabe a qué puerta corresponden, etc.). Olmos no sólo se aparta de sus temas y escenarios habituales: también de los dominantes en la narrativa española actual, como si quisiera reafirmar su independencia y su carácter de escritor raro, excepcional. El autor sale airoso de todas sus acrobacias literarias: en El estatus demuestra una vez más que es un narrador nato, brillante, capaz de crear imágenes potentísimas y de atrapar la atención del lector.
De uno de los personajes de la novela se dice: «Cerró el libro como quien enjaula una fiera y apagó la luz». Podemos aplicar este símil a la literatura de Olmos: en sus novelas habita una fiera salvaje, indómita. Leer a Alberto Olmos siempre es una aventura. Y una sorpresa. Y un placer.
Miguel Baquero
El estatus es la sexta novela del escritor Alberto Olmos (Segovia, 1975), un autor con una carrera firme y en ocasiones, como su anterior novela Tatami, esplendorosa. Poco dado al modelo, al recurso fácil y a quedarse enclavado en un género o un estilo narrativo, en ésta su sexta obra Olmos ha optado por apartarse de la línea que venía siendo reconocible en él y abordar una historia turbia, fantasmagórica, donde lo que cuenta es la atmósfera creada más que la sucesión de los hechos.
Dos mujeres, madre e hija, se instalan en uno de los pisos de un edificio en el centro de la ciudad, un inmueble enigmático y de aspecto inquietante en el que enseguida descubrimos que se esconden varias historias sin aclarar… ¿o quizás son sólo rumores? En torno a la madre y a la hija giran varios otros personajes, como el portero del edificio, la criada, el agente inmobiliario que les alquiló la casa, y por encima de todos ellos sobrevuela la sombra del padre de familia, cuya visita está próxima pero no acaba de llegar. Unos ruidos enigmáticos en el piso de arriba, una llave que la hija distrae del zaguán del portero.
En estos términos y en medio de este clima opresivo está planteada la novela. El lector va pasando de una escena a otra de igual modo que si estuviera descorriendo visillos en una larga galería: la figura que aguarda al final, y que parecía imposible, cada vez se va, sin embargo, delimitando con mayor nitidez. En este sentido, es ya característica esa minuciosidad de Olmos, presente en todas sus novelas, esa constante de detenerse en las cosas pequeñas, de construir una novela en la cabina de un avión, en una casa pequeña, en una minúscula relación de pareja. Centrar la vista sobre un punto en concreto, más que desparramarla por los alrededores.
Es de resaltar el recurso que utiliza Olmos de unas voces que se intercalan, de pronto, en el discurso, unas diálogos fragmentarios, una especie de susurro entre algunos párrafos que no se sabe muy bien de dónde proviene. Algo así como el extraño ruido que proviene del piso de arriba y que, por más que apliquemos la oreja, no alcanzamos a distinguir con nitidez. También este pequeño detalle, innovador pero no gratuito, contribuye a espesar la atmósfera en la que se van recogiendo cada vez más las dos mujeres.
Una mujer con su hija pequeña, ambas llamadas Clara, se instalan en un enorme piso situado en el número 34 de la calle Schmelgelme, en el mejor barrio de una ciudad de la que desconocemos el nombre. El empleado de la inmobiliaria (Ichvolz), una criada interna de nombre Patricia y el portero de la finca, Jesualdo, son las primeras (y prácticamente las únicas) personas con las que las recién llegadas se relacionan, ya que la madre decide recluirse en la casa en espera de su marido, un importante empresario con negocios en ultramar del que carece por completo de noticias directas y cuya llegada se demora día tras día sin justificación. La soledad de las mujeres se ve acentuada por la actitud hostil de los vecinos, quienes parecen empeñados en atemorizarlas con ruidos nocturnos y gestos hostiles. Así comienza El estatus, la última novela de Alberto Olmos. El país, las circunstancias políticas y el propio tiempo de la acción quedan en una nebulosa indefinida, aunque la ambientación general dibuja un paisaje centroeuropeo del primer tercio del siglo XX.
¿De verdad que las líneas precedentes describen una novela de Alberto Olmos?, puede preguntarse el lector que conozca Al borde del naufragio o Trenes hacia Tokio. Olmos nos tenía acostumbrados a historias ambientadas en la actualidad, protagonizadas por jóvenes que mostraban su descontento con el mundo en relatos ácidos, obsesivos, llenos de humor, pero también de insatisfacción y amargura. Los escenarios estaban descritos siempre de forma muy vívida: Madrid, la provincia castellana, Tokio, las aulas docentes, los pisos de estudiantes, las oficinas de teleoperadores, los transportes públicos... Detrás de todo ello se adivinaba la experiencia vital del autor, dueño siempre de un estilo poderoso, muy persuasivo.
Nada de esto último falta en El estatus, donde Olmos da un paso adelante en su afición por los juegos literarios y los cambios de registro. En esta novela se aleja del universo contemporáneo y casi testimonial descrito arriba y construye una fábula literaria ambientada fuera de nuestro tiempo inmediato y de la realidad racional, una fantasía que está a medio camino entre la novela gótica (con su casa encantada, sus apariciones fantasmales, sus personajes torvos llenos de secretos) y la alegoría freudiana (la ausencia del padre, sueños iluminadores, llaves que no se sabe a qué puerta corresponden, etc.). Olmos no sólo se aparta de sus temas y escenarios habituales: también de los dominantes en la narrativa española actual, como si quisiera reafirmar su independencia y su carácter de escritor raro, excepcional. El autor sale airoso de todas sus acrobacias literarias: en El estatus demuestra una vez más que es un narrador nato, brillante, capaz de crear imágenes potentísimas y de atrapar la atención del lector.
De uno de los personajes de la novela se dice: «Cerró el libro como quien enjaula una fiera y apagó la luz». Podemos aplicar este símil a la literatura de Olmos: en sus novelas habita una fiera salvaje, indómita. Leer a Alberto Olmos siempre es una aventura. Y una sorpresa. Y un placer.
Miguel Baquero
El estatus es la sexta novela del escritor Alberto Olmos (Segovia, 1975), un autor con una carrera firme y en ocasiones, como su anterior novela Tatami, esplendorosa. Poco dado al modelo, al recurso fácil y a quedarse enclavado en un género o un estilo narrativo, en ésta su sexta obra Olmos ha optado por apartarse de la línea que venía siendo reconocible en él y abordar una historia turbia, fantasmagórica, donde lo que cuenta es la atmósfera creada más que la sucesión de los hechos.
Dos mujeres, madre e hija, se instalan en uno de los pisos de un edificio en el centro de la ciudad, un inmueble enigmático y de aspecto inquietante en el que enseguida descubrimos que se esconden varias historias sin aclarar… ¿o quizás son sólo rumores? En torno a la madre y a la hija giran varios otros personajes, como el portero del edificio, la criada, el agente inmobiliario que les alquiló la casa, y por encima de todos ellos sobrevuela la sombra del padre de familia, cuya visita está próxima pero no acaba de llegar. Unos ruidos enigmáticos en el piso de arriba, una llave que la hija distrae del zaguán del portero.
En estos términos y en medio de este clima opresivo está planteada la novela. El lector va pasando de una escena a otra de igual modo que si estuviera descorriendo visillos en una larga galería: la figura que aguarda al final, y que parecía imposible, cada vez se va, sin embargo, delimitando con mayor nitidez. En este sentido, es ya característica esa minuciosidad de Olmos, presente en todas sus novelas, esa constante de detenerse en las cosas pequeñas, de construir una novela en la cabina de un avión, en una casa pequeña, en una minúscula relación de pareja. Centrar la vista sobre un punto en concreto, más que desparramarla por los alrededores.
Es de resaltar el recurso que utiliza Olmos de unas voces que se intercalan, de pronto, en el discurso, unas diálogos fragmentarios, una especie de susurro entre algunos párrafos que no se sabe muy bien de dónde proviene. Algo así como el extraño ruido que proviene del piso de arriba y que, por más que apliquemos la oreja, no alcanzamos a distinguir con nitidez. También este pequeño detalle, innovador pero no gratuito, contribuye a espesar la atmósfera en la que se van recogiendo cada vez más las dos mujeres.