El circo literario


SERGIO DEL MOLINO
De reojo




Con el fin del verano se acaban los romances, las noches se hacen más largas, Chanquete la diña y Julia vuelve a pedirle a Pancho que pose desnudo para ella. Y con el fin del verano se acaba la insoportable sequía de novedades editoriales. Las librerías, que han respirado un poco, sacuden el polvo a los estantes y hacen hueco para la marabunta otoñal. Las imprentas trabajan en estas fechas a toda máquina para que, en cuanto acabe la campaña de los libros de texto, arranque la temporada literaria, con sus presentaciones, sus imprescindibles, sus clásicos, sus descubrimientos y sus grandes esperanzas blancas.

Pero antes de que los acróbatas y los domadores del circo literario vuelvan de vacaciones y abran la taquilla de su carpa, la editorial Nortesur (apostillaría la exquisita editorial Nortesur, pero sería una adjetivación redundante: todo lo que saca este joven sello barcelonés es ambrosía pura) nos da una oportunidad de redención con la muy atinada publicación de La literatura como bluff, del francés Julien Gracq, un microlibro (apenas 80 paginitas de nada) que seguramente pasará desapercibido y cuya invisibilidad me gustaría evitar en la medida de mis modestísimas posibilidades.

Es un libro pequeño, pero su tono es atronador. Se publicó en Francia en 1950 y durante décadas ha sido un dedo en el ojo de los faranduleros literarios. Es una pequeña venganza, fruto de un cabreo muy gordo que se cogió el bueno de Gracq (seudónimo de Louis Poirier). Además, es contingente: sus andanadas se refieren a un país -Francia-, una época -los años de la posguerra mundial- y un movimiento filosófico-literario -el existencialismo-. No pretende ir más allá, no busca ser un alegato universal, solo quiere cantarle las cuarenta a unos cuantos so called escritores. Y, sin embargo, es difícil no reconocer en el mundillo literario actual de cualquier país, autonomía, ciudad o barrio muchas de las afirmaciones que se hacen en el libro.

Gracq denuncia la banalización del hecho literario, la dictadura de la imagen, el aburguesamiento del escritor y la crítica naïf más preocupada por seguir la moda que por enjuiciar con criterio los libros que reseña. Le asquea el sistema de castas, la obsesión por publicar a toda costa y el desfile pedante de vacas sagradas que siempre son alabadas aunque sus libros se parezcan más a excrementos de vaca sagrada que a obras dignas de ser consideradas literarias.

Gracq era una rara avis. Adoptó un seudónimo porque quería que su obra fuera valorada solo por sus méritos literarios y artísticos, no por el carácter o el carisma de su autor. Vivió alejado del circo literario, fue profesor de instituto toda su vida, y murió convencido de que lo único que debe hacer un escritor es escribir. Todo lo demás es paja. Para Gracq, comer canapés en recepciones de embajadores, vestir chaqué, recibir premios, asistir a tertulias y lanzar soflamas políticas en los periódicos no tiene nada que ver con la literatura, que se compone en exclusiva de un tipo que escribe y otro que lee. Y, si acaso, de un crítico honesto y con buen bagaje que orienta al lector en algunos laberintos sin Minotauro. De hecho, rechazó el Goncourt, que es el mayor premio que puede recibir un juntaletras francés después del Nobel.

Les cito algunos pasajes del libro y luego me comentan si creen que pueden extrapolarse, sin cambiar una sola coma, a la república de las letras de hoy de España, de Aragón o de su comunidad de vecinos. A poco que frecuenten los suplementos literarios y hayan ido a alguna presentación de libros, reconocerán muchos tropos:

"Y ya que estoy con los premios literarios, y sin prescindir de la extremada desconfianza que hay que tener a la hora de solicitar a la policía que intervenga en los lugares públicos, me permito llamar la atención a los agentes a cuyo cargo corre, en principio, la represión de los delitos contra las buenas costumbres, y avisarlos de que ya va siendo hora de terminar con ese espectáculo que lo deja a uno helado, de “escritores” amaestrados para enderezarse sobre los cuartos traseros desde que nacieron y a quienes unos cuantos sádicos engolosinan ahora por las esquinas con lo que sea -un camembert, una botella de vino-".

"Existen, en literatura, plazas envidiables que se reparten lo mismo que esas carteras ministeriales que van a dar a manos de candidatos que no tienen más méritos para ello que “estar siempre ahí”.

"Nada se opone a que en nuestra literatura se siga siendo una “esperanza” perpetua: nadie se echará encima la responsabilidad de poner una cruz sobre esa virtualidad fallecida a corta edad".

"Sus libros [los del escritor], de los que a veces solo se sabe que existen, lo convierten en persona autorizada, le proporcionan una letra de cambio, un cheque en blanco indefinido para ejercer las funciones más variopintas".

"Nos amenaza en la actualidad este suceso inconcebible: una literatura de pedantes".

¿Está escrito con mala sangre? Sí. ¿Con ánimo vengativo? Sí. ¿Contiene pullas personales lanzadas contra otros escritores y críticos? Sin duda, está trufadito, y seguro que alguien se ha dedicado a descifrarlas. ¿Hay animus injurandi? A raudales, de la primera a la última página: a un abogado no le costaría mucho demostrarlo. ¿Es un desahogo personal? Básicamente. Pero la respuesta afirmativa a todas estas preguntas no invalida lo que dice. Quizá esté dicho con la glándula que segrega bilis y no con el cerebro, pero lo dicho es cierto. Da en el clavo. Por eso podemos leerlo hoy, medio siglo después, y seguir asintiendo y reconociendo cada afirmación.

Eso sí: la cosa tiene mal remedio.