El montaje de Animalario sobre Urtain, en el Romea, y una exposición organizada por la Fundación Pablo Iglesias, en el Museu Marítim, desmenuzan los años de la transición
OLGA MERINO
El periódico de Catalunya
Debajo del azúcar glasé que la serie Cuéntame cómo pasó espolvoreó sobre el tardofranquismo, se escondía otra realidad mucho más sórdida, sustentada en el miedo y la violencia: la España con dos cojones, la del coñac Soberano, que era cosa de hombres en aquellos tiempos de grisura. Acaso para recordarnos de qué lodos venimos, la compañía madrileña Animalario acaba de recalar en el teatro Romea (hasta el 22 de noviembre) con Urtain, un montaje que disecciona los años de la transición a través de la biografía del boxeador José Manuel Ibar, Urtain.
Ritmo trepidante del texto escrito por Juan Cavestany y dirigido por Andrés Lima. Y magnífico el esfuerzo de los actores, sobre todo el de Roberto Álamo, que coloca al espectador contra las cuerdas con el conmovedor retrato que esboza del púgil. Urtain, el morrosco de Cestona, un tiarrón capaz de paralizar el país cada vez que libraba un combate. Se dijo que le amañaban las peleas, que era un boxeador mediocre –como el país de cabreros de entonces–, que le faltaban técnica y fondo, pero el régimen le exprimió el jugo propagandístico hasta convertirlo en un despojo de sí mismo. Como Raphael, Urtain era uno de los escasos iconos exportables de que disponía. Un muchachote salido de la pobreza, que encima era vasco y cantaba el Cara al sol en las tabernas cuando se pasaba de copas.
Un mal final
Cuatro días antes de que comenzaran los Juegos Olímpicos de 1992, símbolo de la mayoría de edad democrática, el excampeón de Europa de los pesos pesados se arrojó al vacío desde el décimo piso en que vivía. Acuciado por las deudas, con una fuerte depresión, alcoholizado… Un ídolo con pies de barro al que traicionaron las malas juntas y la pasión por el dinero fácil. Aunque la provocación que acostumbra la troupe de Animalario a veces chirría –la matanza de Atocha se convierte en un chiste en labios de Eugenio–, la obra es valiente y oportuna porque atenúa la tendencia a la amnesia de los últimos años.
Quizá por eso, por la propensión a la desmemoria, parece que esté pasando desapercibida la exposición Tiempo de transición (1975-1982) que el Museu Marítim acoge hasta el 25 de octubre. Organizada por la Fundación Pablo Iglesias y con el apoyo de la Diputació, la muestra propone un recorrido pedagógico y bastante objetivo de aquel periodo de incertidumbre, y lejos de presentarlo como un proceso modélico incide tanto en los aciertos como en las renuncias. La exposición se articula en torno a 60 momentos esenciales de un reloj imaginario con el propósito de demostrar que fue la sociedad española la protagonista de la construcción de la democracia, la que se adelantó incluso a los políticos indicándoles el camino a seguir.
Apoyada en una amplia cronología y con varios niveles de lectura, Tiempo de transición incluye fotografías, montajes audiovisuales y objetos cargados de historia: la Underwood del president Josep Tarradellas, un pasaporte falsificado para Santiago Carrillo (con peluca), un paquete de cigarrillos de la marca Fetén y el encendedor que por entonces usaba Adolfo Suárez, la cámara con que el fotoperiodista Manuel Pérez Barriopedro capturó el asalto al Congreso de los Diputados el 23-F, y la cazadora que Felipe González vistió durante la campaña electoral de 1982.
La pieza más difícil de conseguir fueron unas cuartillas elaboradas por el Gabinete de Suárez en las que se le indicaban qué procuradores de las Cortes franquistas estaban a favor de la ley para la reforma política –que desmantelaba el régimen– y quiénes no. «Fueron documentos secretos durante mucho tiempo –explica la comisaria María José Millán–, y es la primera vez que se exponen; eso sí, con los nombres de los procuradores tapados».
La muestra, que arrancó en Madrid, viajará a Sevilla y Granada, y cruzará después el Atlántico. Antes de que se marche, quizá sería buena idea acercarla a las escuelas.
Ritmo trepidante del texto escrito por Juan Cavestany y dirigido por Andrés Lima. Y magnífico el esfuerzo de los actores, sobre todo el de Roberto Álamo, que coloca al espectador contra las cuerdas con el conmovedor retrato que esboza del púgil. Urtain, el morrosco de Cestona, un tiarrón capaz de paralizar el país cada vez que libraba un combate. Se dijo que le amañaban las peleas, que era un boxeador mediocre –como el país de cabreros de entonces–, que le faltaban técnica y fondo, pero el régimen le exprimió el jugo propagandístico hasta convertirlo en un despojo de sí mismo. Como Raphael, Urtain era uno de los escasos iconos exportables de que disponía. Un muchachote salido de la pobreza, que encima era vasco y cantaba el Cara al sol en las tabernas cuando se pasaba de copas.
Un mal final
Cuatro días antes de que comenzaran los Juegos Olímpicos de 1992, símbolo de la mayoría de edad democrática, el excampeón de Europa de los pesos pesados se arrojó al vacío desde el décimo piso en que vivía. Acuciado por las deudas, con una fuerte depresión, alcoholizado… Un ídolo con pies de barro al que traicionaron las malas juntas y la pasión por el dinero fácil. Aunque la provocación que acostumbra la troupe de Animalario a veces chirría –la matanza de Atocha se convierte en un chiste en labios de Eugenio–, la obra es valiente y oportuna porque atenúa la tendencia a la amnesia de los últimos años.
Quizá por eso, por la propensión a la desmemoria, parece que esté pasando desapercibida la exposición Tiempo de transición (1975-1982) que el Museu Marítim acoge hasta el 25 de octubre. Organizada por la Fundación Pablo Iglesias y con el apoyo de la Diputació, la muestra propone un recorrido pedagógico y bastante objetivo de aquel periodo de incertidumbre, y lejos de presentarlo como un proceso modélico incide tanto en los aciertos como en las renuncias. La exposición se articula en torno a 60 momentos esenciales de un reloj imaginario con el propósito de demostrar que fue la sociedad española la protagonista de la construcción de la democracia, la que se adelantó incluso a los políticos indicándoles el camino a seguir.
Apoyada en una amplia cronología y con varios niveles de lectura, Tiempo de transición incluye fotografías, montajes audiovisuales y objetos cargados de historia: la Underwood del president Josep Tarradellas, un pasaporte falsificado para Santiago Carrillo (con peluca), un paquete de cigarrillos de la marca Fetén y el encendedor que por entonces usaba Adolfo Suárez, la cámara con que el fotoperiodista Manuel Pérez Barriopedro capturó el asalto al Congreso de los Diputados el 23-F, y la cazadora que Felipe González vistió durante la campaña electoral de 1982.
La pieza más difícil de conseguir fueron unas cuartillas elaboradas por el Gabinete de Suárez en las que se le indicaban qué procuradores de las Cortes franquistas estaban a favor de la ley para la reforma política –que desmantelaba el régimen– y quiénes no. «Fueron documentos secretos durante mucho tiempo –explica la comisaria María José Millán–, y es la primera vez que se exponen; eso sí, con los nombres de los procuradores tapados».
La muestra, que arrancó en Madrid, viajará a Sevilla y Granada, y cruzará después el Atlántico. Antes de que se marche, quizá sería buena idea acercarla a las escuelas.