ALBERTO ABUÍN
Blogdecine
Jean Cocteau es uno de los cineastas más extraños y fascinantes que ha dado el cine en toda su existencia. Hombre polifacético en cuanto al arte —fue pintor y escritor en varios géneros literarios—, llegó a colaborar con gente como Erik Satie, Igor Stravinsky y Pablo Picasso. Atraído por el cine de vanguardia, un vizconde le financia su primera película —‘La sangre de un poeta’ (‘Le sang d’un poète’, 1930)— que junto a ‘Orfeo’ (‘Orphée’, 1950) y ‘El testamento de ‘Orfeo’ (‘Le testament d’Orphée, ou ne me demandez pas pourquoi!’, 1960) componen un trilogía temática que navega alrededor del mito de Orfeo.
Orfeo es un personaje perteneciente a la mitología griega, y una de las historias más famosas sobre él es el rescate de su mujer Eurídice del inframundo, al que los dioses dejan entrar encandilados por sus cantos a la lira. Una vez allí, le advierten que mientras se la lleve no podrá mirarla hasta que sea bañada por los rayos del sol, algo que hace justo cuando Eurídice aún tiene puesto un pie en el inframundo. Cocteau situó esta historia en el París existencialista de los años 50, con ese toque literario y surrealista que caracterizaba su cine, más lo primero que lo segundo.
El mencionado mito griego ya tiene un gran interés por sí sólo, pero Jean Cocteau lo lleva a su terreno, consiguiendo resultados inimaginables. El director de la maravillosa versión de ‘La bella y la bestia’ (‘La belle et la bête’, 1946) compone una historia de amor inusitadamente extraña, original y atrayente. Una vez más, Cocteau realiza un film/isla dentro de su filmografía —a pesar de las equivalencias formales—, y cómo no, dentro de la filmografía francesa (nota mental: realizar un estudio sobre el cine francés de los años 30, 40 y 50, y entonces no dormir más el resto de mi vida). Dejando a un lado las influencias de Cocteau en el cine posterior —que llegan hasta el mismísimo Ridley Scott—, sus películas no tienen parangón posible con ningún otro cineasta, dicho en otras palabras, a Cocteau no le salieron imitadores, al igual que a otros realizadores tan apartados de él, como por ejemplo, Stanley Kubrick o Peter Greenaway.
La historia de amor de ‘Orfeo’ rebasa todo los límites conocidos. El poeta enamorado de la muerte, la muerte enamorada de él y dándole la vuelta a la mitología, ella puede mirar pero no poseer lo que mira. Un amor imposible que trasciende los propios límites de la vida, tras la cual existe otro mundo en el que la muerte es un emisario más —impagable detalle de guión—, al servicio de un poder mayor que dicta las leyes en el inframundo. La muerte, que en la película recibe el nombre de La princesa, está interpretada por la coruñesa María Casares —en un papel rechazado por Greta Garbo y Marlene Dietrich, que sin duda hubieran estado igual de sensacionales—, quien enamora literalmente a la cámara en una arriesgada composición. Sus silenciosas miradas a Orfeo transmiten una pasión contenida imposible de saciar, su rostro iluminado, ya sea por las luces de unos motoristas —mensajeros y verdugos de las decisiones tomadas en el inframundo— o por su reflejo en el espejo, puerta de enlace entre los dos mundos.
El espejo es, según Cocteau, el lugar a través del cual la muerte trabaja, el elemento a través del cual, el director enfrenta vida y muerte. La puesta en escena de Cocteau alcanza momentos sublimes, sobre todo a la hora de diferenciar ambos mundos. Su concisión en la vida entronca con los juegos visuales a los que nos somete en el tránsito de Orfeo por el inframundo. De abierto carácter onírico, sus sugerentes movimientos de cámara, sus trucos con el agua y el espejo —conseguido realmente utilizando estaño—, nos enseñan a modo de sueño —el lugar favorito de Cocteau—, todo lo irreal del inframundo, retratado éste a través de las ruinas bombardeadas de una academia militar, escenario idóneo para el tono de la historia.
Además de la mencionada María Casares, destacan en el reparto de ‘Orfeo’, Jean Marais, amante de Cocteau, en el papel principal, pero sobre todo François Périer, como la mano derecha de La princesa, que ayuda a Orfeo a sumergirse en el lugar en el que su mujer Eurídice ahora habita. Actores al servicio de la mano del poeta Cocteau, esculpiendo sueños más allá de las fronteras, derribadas y negadas por el autor, que en sus alegorías sobre el deseo, el que lleva a la muerte y desear más allá del espejo, límite del mundo donde eso sería una ley inquebrantable, y al que pertenece irremediablemente.
Una obra maestra para paladear exquisitamente —está editada en DVD por Suevia—, y dejarse llevar por la innegable fuerza de las imágenes que Cocteau construía, haciendo confluir literatura y cine en una comunión íntima, procedente de sus propios sueños.
Orfeo es un personaje perteneciente a la mitología griega, y una de las historias más famosas sobre él es el rescate de su mujer Eurídice del inframundo, al que los dioses dejan entrar encandilados por sus cantos a la lira. Una vez allí, le advierten que mientras se la lleve no podrá mirarla hasta que sea bañada por los rayos del sol, algo que hace justo cuando Eurídice aún tiene puesto un pie en el inframundo. Cocteau situó esta historia en el París existencialista de los años 50, con ese toque literario y surrealista que caracterizaba su cine, más lo primero que lo segundo.
El mencionado mito griego ya tiene un gran interés por sí sólo, pero Jean Cocteau lo lleva a su terreno, consiguiendo resultados inimaginables. El director de la maravillosa versión de ‘La bella y la bestia’ (‘La belle et la bête’, 1946) compone una historia de amor inusitadamente extraña, original y atrayente. Una vez más, Cocteau realiza un film/isla dentro de su filmografía —a pesar de las equivalencias formales—, y cómo no, dentro de la filmografía francesa (nota mental: realizar un estudio sobre el cine francés de los años 30, 40 y 50, y entonces no dormir más el resto de mi vida). Dejando a un lado las influencias de Cocteau en el cine posterior —que llegan hasta el mismísimo Ridley Scott—, sus películas no tienen parangón posible con ningún otro cineasta, dicho en otras palabras, a Cocteau no le salieron imitadores, al igual que a otros realizadores tan apartados de él, como por ejemplo, Stanley Kubrick o Peter Greenaway.
La historia de amor de ‘Orfeo’ rebasa todo los límites conocidos. El poeta enamorado de la muerte, la muerte enamorada de él y dándole la vuelta a la mitología, ella puede mirar pero no poseer lo que mira. Un amor imposible que trasciende los propios límites de la vida, tras la cual existe otro mundo en el que la muerte es un emisario más —impagable detalle de guión—, al servicio de un poder mayor que dicta las leyes en el inframundo. La muerte, que en la película recibe el nombre de La princesa, está interpretada por la coruñesa María Casares —en un papel rechazado por Greta Garbo y Marlene Dietrich, que sin duda hubieran estado igual de sensacionales—, quien enamora literalmente a la cámara en una arriesgada composición. Sus silenciosas miradas a Orfeo transmiten una pasión contenida imposible de saciar, su rostro iluminado, ya sea por las luces de unos motoristas —mensajeros y verdugos de las decisiones tomadas en el inframundo— o por su reflejo en el espejo, puerta de enlace entre los dos mundos.
El espejo es, según Cocteau, el lugar a través del cual la muerte trabaja, el elemento a través del cual, el director enfrenta vida y muerte. La puesta en escena de Cocteau alcanza momentos sublimes, sobre todo a la hora de diferenciar ambos mundos. Su concisión en la vida entronca con los juegos visuales a los que nos somete en el tránsito de Orfeo por el inframundo. De abierto carácter onírico, sus sugerentes movimientos de cámara, sus trucos con el agua y el espejo —conseguido realmente utilizando estaño—, nos enseñan a modo de sueño —el lugar favorito de Cocteau—, todo lo irreal del inframundo, retratado éste a través de las ruinas bombardeadas de una academia militar, escenario idóneo para el tono de la historia.
Además de la mencionada María Casares, destacan en el reparto de ‘Orfeo’, Jean Marais, amante de Cocteau, en el papel principal, pero sobre todo François Périer, como la mano derecha de La princesa, que ayuda a Orfeo a sumergirse en el lugar en el que su mujer Eurídice ahora habita. Actores al servicio de la mano del poeta Cocteau, esculpiendo sueños más allá de las fronteras, derribadas y negadas por el autor, que en sus alegorías sobre el deseo, el que lleva a la muerte y desear más allá del espejo, límite del mundo donde eso sería una ley inquebrantable, y al que pertenece irremediablemente.
Una obra maestra para paladear exquisitamente —está editada en DVD por Suevia—, y dejarse llevar por la innegable fuerza de las imágenes que Cocteau construía, haciendo confluir literatura y cine en una comunión íntima, procedente de sus propios sueños.