MICHAEL BILLINGTON
Sin permiso
Con motivo del reestreno de Un tranvía llamado deseo en el West End de Londres, conmemoramos a un escritor de intensa conciencia social que observó la condición humana, sobre todo la suya, como algo ligeramente absurdo.
¿Quién es el dramaturgo preferido de Norteamérica? Un año parece ser Arthur Miller y al siguiente, David Mamet. Ahora mismo es el momento de Tennessee Williams. Rachel Weisz se estrena en Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire) en el Teatro Donmar de Londres. El próximo diciembre llegará al West End una Gata sobre el tejado de zinc caliente (Cat on a Hot Tin Roof) afroamericana y procedente de Broadway, con James Earl Jones y Adrian Lester como protagonistas. Y entre ambas, el estreno absoluto en Europa de una obra olvidada de 1937,Tormenta de primavera, (Spring Storm) en el Royal Derngate de Northampton. Pero, pese a todo nuestro entusiasmo por Williams, creo que todavía nos equivocamos sutilmente con él. Lo más habitual es que se le denomine dramaturgo "psicológico", pero con ello se ignora su radicalismo social y político, así como la riqueza de su talento para la comedia.
Por supuesto, la manera de considerar a Williams ha evolucionado con los años. Cuando se vio el Tranvía por vez primera en Londres en 1949, en una producción dirigida por Laurence Olivier con Vivien Leigh de protagonista, se tomó a Williams por un obsceno vendedor de inmoralidades. El enfrentamiento entre Blanche Dubois y Stanley Kowalski puso a la prensa británica de los nervios: Logan Gourlay, del Sunday Express, habló en nombre de muchos al condenar la obra como "los progresos de una prostituta, la fuga de una ninfómana, los desvaríos de una neurótica sexual". La obra fue atacada en el Parlamento por "baja y repugnante", y el Consejo de Moralidad Pública la consideró "salaz y pornográfica". Cuando La gata sobre el tejado de zinc caliente tuvo su estreno británico en 1958, se hubo de presentar bajo el cortés disfraz de "función de club" para que el gran público no se sintiera corrompido por la discreta sugerencia de que su héroe, Brick, es gay.
A Dios gracias, hemos superado la idea de Williams como sensacionalista sexual. Ahora tendemos a poner de relieve su lado lírico, compasivo. Se le
ha descrito como "el poeta de las almas perdidas" e intentamos poner de relieve su empatía con quienes sienten su espíritu herido. En esta lectura, la tónica la da el errabundo Val en el Orfeo desciende (Orpheus Descending) de Williams, al decir: "¡Estamos todos condenados a celdas de aislamiento en nuestra piel, y de por vida!"
Sería el último en negar la conmovedora poesía y la soledad de la que se hace eco, pero pasamos por alto el lado más robusto de su talento. Sus obras ofrecen un retrato aplastante de los feos prejuicios del Sur norteamericano; reconocen las realidades de la economía, y siguiendo el espíritu de su admirado Chejov, son tan cómicas como trágicas. Para comprobar la intensa conciencia social de Williams, producto de educación episcopaliana, no hay más que examinar su vida y sus cartas, lo mismo que su obra. Viajando por el sudoeste de los Estados Unidos en 1939, escuchó atentamente las historias de las familias empobrecidas y sin trabajo, compartiendo sus exiguas raciones con sus hijos. Detestaba además el racismo.. Consternado al no poder evitar que El zoo de cristal (The Glass Menagerie) se representara para un público exclusivamente blanco en la capital, Williams escribió al New York Times en 1947 que "en cualquier contrato que cierre se habrá de incluir una clausula para que la obra se mantenga fuera de Washington mientras continúe esta práctica antidemocrática". Le influyeron las teorías de Erwin Piscator, colaborador de Brecht, un emigrado alemán que dirigió el Taller Dramático de Nueva York y tuvo un papel decisivo a la hora de poner en escena una temprana obra de Williams de un acto, El largo adiós, (The Long Goodbye) en 1940. Las primeras obras de Williams, sobre todo, revelan a menudo una fuerte determinación social, lo que queda demostrado con el reestreno por parte de Trevor Nunn's en el National Theatre de En torno a los ruiseñores (About Nightingales). Escrita en 1938, esta obra dramatizaba gráficamente a un grupo de presos que desafiaba el poder a lo Mussolini de uno de sus brutales guardianes. Este instinto antifascista fue uno de los principios rectores de Williams.
En este sentido, Un tranvía llamado deseo es un ejemplo probatorio. Hay para quienes la obra es una vindicación de Stanley Kowalski, que consigue vengarse finalmente de su cuñada, Blanche, que se ha entrometido en su feliz hogar de Nueva Orleans dándose aires extravagantes (no es de extrañar que John Osborne estuviera entre los fervientes partidarios de Stanley, escribiendo que "la hembra debe caer hasta el lugar en el que debería estar: sobre su espalda"). Pero hay otra manera de considerar la obra, brillantemente articulada por el crítico y director norteamericano Harold Clurman en 1948. Para Clurman, Blanche representa "el instinto poético y la aristocracia del sentimiento martirizados", mientras que Stanley es todo músculo, indolente sensualidad y burda energía: "su mentalidad proporciona suelo al fascismo, visto no como movimiento político sino como forma de ser". Yo creo que la obra no es tan en blanco y negro como para esto, y exige un equilibrio más delicado en sus simpatías: pero era exacto ver el Tranvía "como un producto absoluto de nuestra vida de hoy en día". Era una respuesta directa a la Norteamérica de finales de los 40, en la que el materialismo machista prevalecía sobre los valores espirituales y artísticos.
Antes de que Williams entrara en lo que él mismo llamó su "época de colocón" de la década de los 60, en la que la bebida y las drogas sofocaron su talento, su tema fue Norteamérica en su sentido más amplio y político. Hasta Camino Real (Camino Real), cuyo estreno data de 1953, y que muestra aparentemente a un Williams simbólico hasta la náusea, resulta ser una vívida metáfora de la Norteamérica de los años 50. Situada en una plaza que se viene abajo, la obra reúne a un grupo de idealistas románticos destinados al fracaso, entre los que se cuentan Don Quijote, Lord Byron, Casanova y Marguerite Gautier. Lejos de ser una vaga fantasmagoria, la obra era una respuesta directa y apasionada a una Norteamérica en la que, tal como dijo Williams, "se había secado la primavera de la humanidad"; la demagogia fascista del senador McCarthy era omnipresente. Curiosamente, Camino Real apareció el mismo año que El crisol (The Crucible) de Arthur Miller, y se oponía de igual modo al ethos de la época. Williams fue uno de los primeros en protestar por la retirada del pasaporte a Miller por parte del Departamento de Estado norteamericano, y siguió siendo un escritor implícitamente político hasta entonces, incluyendo Orfeo desciende, estrenada en 1957. En la obra, la heroína descubre que su padre fue asesinado por el Ku Klux Klan al no haber llegado a poner en práctica la discriminación racial. Williams es conocido como explorador de paisajes interiores; lo que echamos de menos es su capacidad de registrar y luchar contra cualquier forma de prejuicio, intolerancia u opresión.
En sus mejores momentos, Williams definía a Norteamérica en los peores. Si bien, pese a toda su empatía, veía la condición humana, y sobre todo la suya, como algo ligeramente absurdo. Alguna evidencia tuve de esto en mi único encuentro con él, en el programa Start the Week de Radio 4, en 1978. Me habían pedido que entrevistara a Williams en torno a su obra, descarnadamente autobiográfica, Vieux Carré, que acababa de estrenarse en Londres. Me habían dado instrucciones de comenzar con un resumen del argumento, y mientras describía los forcejeos del héroe-escritor, que vive en un bloque de apartamentos de Nueva Orleans rodeado de gente famélica, alcohólicos y exhaustos, oí un estruendo de risas del otro lado de la mesa. Al principio, pensé que se trataba de un comentario sobre mi torpe sinopsis. Poco a poco, me dí cuenta de que eran las risotadas de un escritor que veía sus propias tribulaciones como algo desternillante en el recuerdo. Recordé que un año antes la dirección del Teatro Shaw de Londres le pidió que saliera de una de las representaciones de El zoo de cristal, porque su incesante hilaridad ante esta remembranza de su propia juventud molestaba al resto del público.
El don de Williams para la comedia procede en parte de su temperamento y en parte proviene de una herencia sureña que se extiende de Mark Twain a Carson McCullers, y que impregna buena parte de su obra. Se puede ver en La gata sobre el tejado de zinc caliente como una tragedia de autoengaño, en la que el héroe, Brick, no puede reconocer su homosexualidad más de lo que su padre, Big Daddy, puede reconocer su cáncer. Pero, tal como nos recordó la soberbia producción de Howard Davies en el National en 1988, la obra es también muy graciosa. Se abre con un divertidísimo monólogo de Maggie la Gata, en la que ella protesta contra los "monstruos sin cuello" engendrados por su cuñada incesantemente fecunda. Williams también podía ser procaz y dionisíaco. En La rosa tatuada (The Rose Tattoo), una devota viuda siciliana-americana, Serafina, despierta de un periodo de tres años de luto con la llegada de un bufón sexy y musculado. La visión de Zoe Wanamaker, en el reestreno más reciente, luchando por salir de su faja pantalón a tiempo para llegar a la cita con su amante es de lo más cómica. Por supuesto, en un plano más hondo, la obra trata de la fuerza de la renovación en la vida humana y la necesidad de romper con el pasado.
Algunas de las obras posteriores de Williams bordean la autoparodia, pero sus mejores obras sobrevivirán a los estragos del tiempo por una serie de razones: su capacidad de escribir grandes papeles para los actores, por un lado; su instintivo amor por los marginados y derrotados, y su ferviente oposición a cualquier forma de tiranía, ya sea doméstica o política. Tal como escribió una vez (y es llamativo que empleara mayúsculas): "ser un artista es ser un revolucionario" cuyas palabras son siempre temidas e incomprendidas. Es hora de reconocer que, dentro de ese complejo estado de Tennessee, había un rebelde nato.
Michael Billington es el crítico de teatro de The Guardian.