Crimen y testigo: cuando la prensa es juez


En “El periodista y el asesino” (Gedisa), Janet Malcolm tacha el oficio periodístico de “moralmente indefendible”. De fondo, el caso de Joe McGinnis, que durante años se ganó la confianza del asesino convicto Jeffrey MacDonald para a continuación tacharlo de “narcicista maligno” en un libro que fue llevado a los tribunales


BEGOÑA PINA
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Un periodista tiene el encargo de entrevistar a uno de los escritores de más éxito mediático del momento. Personalmente, no le gustan sus libros, los considera de muy baja calidad literaria y, además, el autor le resulta altanero, soberbio y vanidoso. Cuando llega al lugar de la cita, saluda educadamente y, en los preliminares, antes de hacer su primera pregunta, el novelista le demanda una opinión sobre su nuevo libro. Si el entrevistador le miente y le dice que le ha gustado, sabe que tendrá una entrevista mucho más jugosa e interesante, se habrá ganado la confianza del entrevistado. Si hace lo contrario, seguramente las respuestas del escritor sean calculadamente escuetas, puede incluso correr el riesgo de ser despedido y salir de allí con las manos vacías.

¿Es lícito fingir con el fin de eliminar todas las reticencias y desconfianzas y conseguir así un buen material? ¿Y si el caso es mucho más sangrante que una novedad literaria? La crítica y periodista neoyorquina Janet Malcolm respondió a esta pregunta con su libro El periodista y el asesino, un clásico del trabajo periodístico reeditado por Gedisa que se mete de lleno en el corazón de la honestidad y las trampas de este oficio.

“Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, y que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”. Así de provocadoras, duras y contundentes son las primeras palabras de un libro que sostiene toda su argumentación sobre un caso real, muy sonado en Estados Unidos en su momento, el del juicio que Jeffrey MacDonald –condenado por el asesinato de su mujer embarazada y sus dos hijas– siguió contra Joe McGinnis, el periodista que escribió la historia de su proceso, Fatal Vision (“Visión fatal”).

Asesino con buena prensa

McDonald quiso que un periodista de renombre –por aquellos días, Joe McGinnis había publicado una obra de mucho éxito– tuviera total acceso a toda la estrategia de su defensa y escribiera un libro sobre ello. Por supuesto, esperaba que el texto le fuera favorable sin ningún resquicio para la duda. McGinnis, que necesitaba casi desesperadamente el dinero, firmó un contrato por el trabajo. Incluso llegaron a hacerle miembro del equipo de la defensa para evitar así que fuera llamado a declarar por el fiscal. McGinnis se convirtió en inseparable de MacDonald y su grado de amistad creció con el paso de los meses y los años.

Con MacDonald encarcelado –condenado por triple asesinato–, la relación continuó. El periodista se negó a que el entrevistado viera pruebas del libro, aludiendo a su independencia y libertad profesional. A pesar de ello, el convicto, absolutamente confiado, quiso participar en la promoción de la obra. Finalmente apareció Fatal Vision. Y el retrato que aparecía de MacDonald en sus páginas era el de un “narcisista patológico y maligno”, un hombre al que el escritor consideraba autor de los terribles asesinatos. MacDonald le demandó y comenzó el juicio contra el escritor.

Culpable y ofendido

Janet Malcolm, igual que otros periodistas del país, recibió una carta de Daniel Kornstein, abogado defensor de McGinnis, donde reclamaba la solidaridad de los colegas de profesión del acusado. “Ahora, por primera vez, el proceder y puntos de vista de un periodista durante todo el proceso creativo se ha convertido en una cuestión que debe ser resuelta por el juicio del jurado”. El letrado advertía de la amenaza que este juicio suponía para las libertades periodísticas. “Me dejé atrapar por la red que me tendía Kornstein”, confiesa Janet Malcolm, que comenzó su propia investigación sobre lo ocurrido. Repasó las actas del juicio, los documentos de la defensa, las cartas y cintas que MacDonald y McGinnis habían intercambiado, hizo entrevistas a abogados y testigos… y concluyó que, en caso de que los futuros entrevistados del planeta repasaran este episodio, “ello podría ciertamente significar el fin del periodismo”.

Su tesis se sostiene en la convicción de que los entrevistados se sienten siempre e invariablemente halagados, aun sabiendo que los resultados pueden no ser muy favorables. Como la propia autora dice: “Las personas que son objeto de tratamiento periodístico saben demasiado bien lo que les aguarda cuando terminan los días de vino y rosas, es decir, los días de las entrevistas. Y aún asienten cuando un periodista solicita entrevistarlos y se quedan pasmados cuando ven el relucir del puñal”.

La sangre fría de Capote

Tal vez Dick Hickcock y Perry Smith hubieran querido demandar también a Truman Capote después de la aparición de A sangre fría. No pudieron ni planteárselo, porque murieron ejecutados en la silla eléctrica. El escritor fue a verlos a la cárcel y se ganó su confianza: les halagó, agradó y lisonjeó tanto como necesitó para conseguir sus testimonios y con ellos firmar su libro, una obra que retrataba el salvaje asesinato de la familia Clutter en su casa de un pueblecito de Kansas en 1959. Los condenados se dejaron seducir por aquel peculiar periodista, que los retrató para la historia como un par de monstruos criminales brutales. Un juicio contra Capote, ¿hubiera conseguido una mirada distinta de los lectores? El libro, calificado por el propio autor como una “novela de no ficción”, es sin duda magnifico. ¿Eso justifica las tretas que empleó Capote con dos condenados a muerte? Que cada cual responda.