El envés de la aventura


MIGUEL SÁNCHEZ OSTIZ
ABC




Relato pintoresco, sí, y jovial a pesar de todo, el que hizo Jack London (1876-1916) de sus aventuras de los dieciocho años, pero en él resuena, sordo, el rumor de fondo de haber salido más o menos indemne del viaje al lado más oscuro de su época: la pobreza, el hambre, la desesperación de quienes no tenían trabajo, la mendicidad, los suicidios, la cárcel. Eso es lo que sostiene En ruta, publicada en 1907, una obra intensa y seductora.

1894, el año en que London se echó «a la ruta» por no tener mejor cosa que hacer, dice, porque se lo pedía el cuerpo, porque era joven y fuerte, fue un año de crisis económica profunda en Estados Unidos. Quebraron 250 bancos y cerraron 16.000 industrias, dejando en la calle a miles de parados y una miseria generalizada. Tres años más tarde se produciría la avalancha del oro de Alaska, en la que participaría un London ya curtido en los avatares de la vida al aire libre y en el sobrevivir en condiciones extremas, y de la que sacaría material para miles de páginas de la intensidad de Colmillo blanco o La llamada de la selva, aunque como buscador de oro solo llegara a sacar cuatro dólares con cincuenta centavos.

Ausencia de monotonía. Vida legendaria la de London, cierto, hecha reclamo literario en muchas ocasiones, hasta por él mismo. Pero si fue el gusto por la aventura lo que le echó al camino, se encontró con algo más que ausencia de monotonía, que para él era el mayor encanto de la vida de vagabundo. Por los duros caminos de balastro por los que anduvo London, lo que hay es el testimonio de la existencia precaria de sus semejantes más desfavorecidos, la dureza de una vida extrema, por muy pintoresco que resulte el relato de la toma de trenes al asalto, la pelea con los guardagujas, las costumbres de los vagabundos y los golfos de la ruta, los trucos de la mendicidad, el aprendizaje del embuste para poder comer y vestirse, las pillerías, el frío, los abusos y los golpes.

Escribir de lo vivido (lo escuchado también forma parte de ese «vivido») es la marca de la casa de Jack London. En el caso de En ruta, el trasfondo del relato es la marcha sobre Washington instigada por el «general» Coxey, al mando de un ejército de parados -el Ejército del Hambre-, para llegar el primero de mayo de 1894 a la capital de la nación y presentar un programa de construcción de carreteras que aliviara el brutal paro y la pobreza que padecía Estados Unidos.

El abrazo del oso. A Coxey lo detuvieron nada más llegar a Washington por pisar el césped de la Casa Blanca. London formó en las filas de otro general de aquel ejército de la miseria, el del general Kelly, que debía reunirse con el de Coxey, pero desertó por el camino en circunstancias propias de la picaresca. Nada de cómico tiene el paso de London por la cárcel -treinta días por vagabundeo-, algo que le enseñó que sus derechos civiles no valían nada y que la abyección y el pozo social le esperaban, para darle el abrazo del oso, en cualquier rincón del camino. Toda la vida y la obra de London es una huida de ese pozo y de ese abrazo.

En uno de los escritos políticos, socialistas, líricos, visionarios y enardecidos, que cierran el volumen, aparece un London muy atractivo, todo lo juvenil que queramos, que antes de proseguir una vida de viajes, aventuras, éxito literario -del que con lucidez duda en Martin Eden- y negocios mediocres, dice que -tras haber recorrido más de diez mil millas por Estados Unidos y Canadá, y haber visto y padecido la injusticia, la ley del más fuerte, la corrupción y los abusos de las instituciones y de sus representantes uniformados, y la cárcel- «se preocupa más por los hombres, mujeres y niños que por las líneas geográficas imaginarias». En London, el viaje de la aventura se transformó en un viaje iniciático que dio sentido a su vida, ya fuera entre los vagabundos de los ferrocarriles o los buscadores de oro, en la guerra ruso-japonesa o en los Mares del Sur.