ANTONIO MUÑOZ MOLINA
El País
La celebridad y el olvido pueden ser simultáneos. La vida de alguien va por un lado y su obra por otro, y a veces la obra se acaba mucho antes que la vida o deja de recibir atención, y el que tuvo reconocimiento ahora continúa trabajando en el olvido, borrado no sólo por los que vinieron después sino por la perduración irritante de algo que él mismo hizo en otra época, y que ahora representa en exclusiva su nombre. Cuando George Grosz murió, en 1959, en Berlín, después de caer borracho por unas escaleras, muchos de los que leyeran la noticia se asombrarían de que hubiera seguido vivo hasta entonces. Su nombre, sus caricaturas de guerra y descomposición, estaban en los libros de historia del arte y en los museos, pero él llevaba muchos años viviendo en el olvido, pintando cuadros que nadie quería exponer ni comprar y dibujos que raramente llegaban a ser ilustraciones de revistas.
Grosz, para cualquiera de nosotros, es la imagen inmediata de la Alemania de Weimar, su comicidad entre apocalíptica y grosera, su estremecimiento de fatalidad. Durante menos de veinte años, entre el comienzo de la gangrena social de la primera guerra en Europa y el triunfo de Hitler, George Grosz fue el artista más moderno, la encarnación de los tiempos, el equivalente en las artes visuales de Kurt Weill en la música o Bertolt Brecht en la poesía. Era tan moderno que se cambió legalmente su nombre de pila alemán, Georg, para llamarse George, por devoción hacia la América trepidante y en gran medida imaginaria del jazz y las metrópolis con rascacielos, automóviles y trenes elevados, y también por lealtad sentimental a las novelas de aventuras americanas de su adolescencia, Jack London, Fenimore Cooper. Había pertenecido al Partido Comunista, pero Nueva York le atraía mucho más que Moscú, y cuando sintió cerca el hocico de los nazis que vendrían sin remedio a buscarlo eligió la emigración, con una agudeza ante el peligro en la que también había mucho de vergüenza ante la capitulación colectiva de su país: el entusiasmo embrutecido por Hitler, la rendición sin lucha de la clase trabajadora, la pasividad aturdida de socialistas y comunistas.
Llegó a Nueva York y la ciudad le gustó más todavía que en las películas. Aceptó provisionalmente un trabajo en una escuela de dibujo: sería algo transitorio, mientras empezaban a llegarle los encargos de las grandes revistas, que entonces vivían una edad de oro, Harper's, Vanity Fair, The New Yorker, Esquire. En Alemania, en toda Europa, sus ilustraciones eran célebres, y le permitían ganar mucho dinero. En Estados Unidos, con una cultura visual mucho más moderna y potente, el triunfo estaba asegurado. Volvió a Alemania a recoger a su familia, a vender su apartamento espacioso y su estudio, a liquidarlo todo antes de que comenzara la nueva vida. Supo que a los pocos días de tomar el transatlántico de regreso a América matones de la Gestapo habían ido a buscarlo. El alivio de escapar dejando atrás el pudridero de Alemania y de Europa acentuaba la ebriedad del nuevo comienzo, la tabla rasa, el espacio en blanco donde iba a escribirse limpiamente el futuro.
Con lento asombro, con indicios graduales, con una decepción que no parece contaminada de amargura, fue descubriendo el fracaso, aclimatándose poco a poco a él. Lo cuenta en su extraordinario libro de memorias, Un sí menor y un no mayor, que publicó en España Mario Muchnik. Había creído que no le costaría nada adaptarse al estilo más franco y menos tortuoso, también más utilitario, de las ilustraciones de las revistas americanas: descubrió que esa facilidad le era imposible. Le pedían algunos dibujos y pasaba mucho tiempo y al final se los devolvían sin publicarlos, con una nota cortés de rechazo. Como a tantos recién llegados, Nueva York le había hechizado con el espejismo de una renovación de sus poderes expresivos, de un despertar a otra forma a la vez íntimamente suya y del todo distinta de su imaginación. Pero ahora era pobre y era desconocido, porque el prestigio traído de Europa aquí no servía de nada, y tenía que acostumbrarse a vivir en hoteles y en apartamentos diminutos que agrandarían en el recuerdo su casa perdida de Berlín. Tenía que dar clases de dibujo, aprender paciencia y mansedumbre, resignación al silencio de las cartas que se quedaban sin respuesta y a la humillación de llamar repetidamente por teléfono a editores que no estaban nunca.
No lo enfurecía el orgullo herido, la vejación de que su nombre antes célebre no significara nada. En vez de replegarse en la vindicación rencorosa de su propia obra desdeñada sentía una distancia cada vez más acentuada hacia ella, un desapego en el que no faltaba una dosis de remordimiento. En su propensión juvenil a la caricatura y al desgarro sospechaba ahora un impulso de crueldad más que de rabia contra la injusticia y el abuso. Durante veinte años había practicado una poética del sarcasmo, un arte furioso de la negación. Ahora descubría la vocación inversa de afirmar. La intemperie nocturna de las ciudades y la claustrofobia de las habitaciones alumbradas por bombillas habían sido los espacios de su imaginación. Ahora se sorprendía a sí mismo apreciando la claridad del día y las amplitudes de la naturaleza americana.
Pero todo ese fervor, misteriosamente, se quedó en nada. George Grosz siguió pintando y dibujando, pero su obra americana es tan ajena a lo mejor de su talento que ni siquiera la reconocemos como suya. En el MOMA, George Grosz es una de las figuras decisivas de la modernidad; en Chelsea, en la galería David Nolan, donde se exponen óleos y dibujos de su época americana, hay esa tristeza confusa de lo que se ha malogrado, subrayada tal vez por la mañana mustia de nublado y llovizna que un poco más allá de la esquina de la calle, de los antiguos almacenes portuarios y los talleres de coches, se extiende hacia el río Hudson, más ancho todavía en la niebla. Al mismo tiempo que perdía la furia y se volvía más sereno, más melancólico, más agradecido, George Grosz perdió la inspiración. Las caricaturas se han vuelto torpes, hasta pueriles. Las hermosas dunas de la costa atlántica batidas por el viento tienen algo de la tosquedad premiosa de un pintor de domingo. El nervio, el garabato incisivo, la desvergüenza lúbrica de los años de Weimar han desaparecido. Pero lo que falta, sobre todo, es el pulso del tiempo, la interpelación radical del presente. En la hora larga que paso viendo los cuadros no entra nadie más en la galería. En los periódicos no he visto ninguna crítica. Después de muerto el maleficio del olvido sigue actuando sobre Grosz. Un solo cuadro retiene la mirada, un autorretrato que no parece suyo, y que tiene algo de profético: una mirada solitaria y fija en el espejo del anaquel de botellas de un bar. El aire de Manhattan tenía algo inexplicablemente estimulante para mí, algo que espoleaba mi trabajo hacia delante. Yo estaba lleno de luz y de color y de júbilo, dice en sus memorias. Pero ese júbilo George Grosz ya sólo lo sabría expresar por escrito.
El País
La celebridad y el olvido pueden ser simultáneos. La vida de alguien va por un lado y su obra por otro, y a veces la obra se acaba mucho antes que la vida o deja de recibir atención, y el que tuvo reconocimiento ahora continúa trabajando en el olvido, borrado no sólo por los que vinieron después sino por la perduración irritante de algo que él mismo hizo en otra época, y que ahora representa en exclusiva su nombre. Cuando George Grosz murió, en 1959, en Berlín, después de caer borracho por unas escaleras, muchos de los que leyeran la noticia se asombrarían de que hubiera seguido vivo hasta entonces. Su nombre, sus caricaturas de guerra y descomposición, estaban en los libros de historia del arte y en los museos, pero él llevaba muchos años viviendo en el olvido, pintando cuadros que nadie quería exponer ni comprar y dibujos que raramente llegaban a ser ilustraciones de revistas.
Grosz, para cualquiera de nosotros, es la imagen inmediata de la Alemania de Weimar, su comicidad entre apocalíptica y grosera, su estremecimiento de fatalidad. Durante menos de veinte años, entre el comienzo de la gangrena social de la primera guerra en Europa y el triunfo de Hitler, George Grosz fue el artista más moderno, la encarnación de los tiempos, el equivalente en las artes visuales de Kurt Weill en la música o Bertolt Brecht en la poesía. Era tan moderno que se cambió legalmente su nombre de pila alemán, Georg, para llamarse George, por devoción hacia la América trepidante y en gran medida imaginaria del jazz y las metrópolis con rascacielos, automóviles y trenes elevados, y también por lealtad sentimental a las novelas de aventuras americanas de su adolescencia, Jack London, Fenimore Cooper. Había pertenecido al Partido Comunista, pero Nueva York le atraía mucho más que Moscú, y cuando sintió cerca el hocico de los nazis que vendrían sin remedio a buscarlo eligió la emigración, con una agudeza ante el peligro en la que también había mucho de vergüenza ante la capitulación colectiva de su país: el entusiasmo embrutecido por Hitler, la rendición sin lucha de la clase trabajadora, la pasividad aturdida de socialistas y comunistas.
Llegó a Nueva York y la ciudad le gustó más todavía que en las películas. Aceptó provisionalmente un trabajo en una escuela de dibujo: sería algo transitorio, mientras empezaban a llegarle los encargos de las grandes revistas, que entonces vivían una edad de oro, Harper's, Vanity Fair, The New Yorker, Esquire. En Alemania, en toda Europa, sus ilustraciones eran célebres, y le permitían ganar mucho dinero. En Estados Unidos, con una cultura visual mucho más moderna y potente, el triunfo estaba asegurado. Volvió a Alemania a recoger a su familia, a vender su apartamento espacioso y su estudio, a liquidarlo todo antes de que comenzara la nueva vida. Supo que a los pocos días de tomar el transatlántico de regreso a América matones de la Gestapo habían ido a buscarlo. El alivio de escapar dejando atrás el pudridero de Alemania y de Europa acentuaba la ebriedad del nuevo comienzo, la tabla rasa, el espacio en blanco donde iba a escribirse limpiamente el futuro.
Con lento asombro, con indicios graduales, con una decepción que no parece contaminada de amargura, fue descubriendo el fracaso, aclimatándose poco a poco a él. Lo cuenta en su extraordinario libro de memorias, Un sí menor y un no mayor, que publicó en España Mario Muchnik. Había creído que no le costaría nada adaptarse al estilo más franco y menos tortuoso, también más utilitario, de las ilustraciones de las revistas americanas: descubrió que esa facilidad le era imposible. Le pedían algunos dibujos y pasaba mucho tiempo y al final se los devolvían sin publicarlos, con una nota cortés de rechazo. Como a tantos recién llegados, Nueva York le había hechizado con el espejismo de una renovación de sus poderes expresivos, de un despertar a otra forma a la vez íntimamente suya y del todo distinta de su imaginación. Pero ahora era pobre y era desconocido, porque el prestigio traído de Europa aquí no servía de nada, y tenía que acostumbrarse a vivir en hoteles y en apartamentos diminutos que agrandarían en el recuerdo su casa perdida de Berlín. Tenía que dar clases de dibujo, aprender paciencia y mansedumbre, resignación al silencio de las cartas que se quedaban sin respuesta y a la humillación de llamar repetidamente por teléfono a editores que no estaban nunca.
No lo enfurecía el orgullo herido, la vejación de que su nombre antes célebre no significara nada. En vez de replegarse en la vindicación rencorosa de su propia obra desdeñada sentía una distancia cada vez más acentuada hacia ella, un desapego en el que no faltaba una dosis de remordimiento. En su propensión juvenil a la caricatura y al desgarro sospechaba ahora un impulso de crueldad más que de rabia contra la injusticia y el abuso. Durante veinte años había practicado una poética del sarcasmo, un arte furioso de la negación. Ahora descubría la vocación inversa de afirmar. La intemperie nocturna de las ciudades y la claustrofobia de las habitaciones alumbradas por bombillas habían sido los espacios de su imaginación. Ahora se sorprendía a sí mismo apreciando la claridad del día y las amplitudes de la naturaleza americana.
Pero todo ese fervor, misteriosamente, se quedó en nada. George Grosz siguió pintando y dibujando, pero su obra americana es tan ajena a lo mejor de su talento que ni siquiera la reconocemos como suya. En el MOMA, George Grosz es una de las figuras decisivas de la modernidad; en Chelsea, en la galería David Nolan, donde se exponen óleos y dibujos de su época americana, hay esa tristeza confusa de lo que se ha malogrado, subrayada tal vez por la mañana mustia de nublado y llovizna que un poco más allá de la esquina de la calle, de los antiguos almacenes portuarios y los talleres de coches, se extiende hacia el río Hudson, más ancho todavía en la niebla. Al mismo tiempo que perdía la furia y se volvía más sereno, más melancólico, más agradecido, George Grosz perdió la inspiración. Las caricaturas se han vuelto torpes, hasta pueriles. Las hermosas dunas de la costa atlántica batidas por el viento tienen algo de la tosquedad premiosa de un pintor de domingo. El nervio, el garabato incisivo, la desvergüenza lúbrica de los años de Weimar han desaparecido. Pero lo que falta, sobre todo, es el pulso del tiempo, la interpelación radical del presente. En la hora larga que paso viendo los cuadros no entra nadie más en la galería. En los periódicos no he visto ninguna crítica. Después de muerto el maleficio del olvido sigue actuando sobre Grosz. Un solo cuadro retiene la mirada, un autorretrato que no parece suyo, y que tiene algo de profético: una mirada solitaria y fija en el espejo del anaquel de botellas de un bar. El aire de Manhattan tenía algo inexplicablemente estimulante para mí, algo que espoleaba mi trabajo hacia delante. Yo estaba lleno de luz y de color y de júbilo, dice en sus memorias. Pero ese júbilo George Grosz ya sólo lo sabría expresar por escrito.