
CARLES
Cineahora
De lo mejor y de lo peor. El ser humano es capaz de humillar, torturar y asesinar. Pero también de tener sensibilidad artística o capacidad de sabiduría. Puede destruir o construir, como demuestra El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, una extraordinaria película de Peter Greenaway que cuenta, además, con la siempre brillante Helen Mirren.
Por un lado tenemos a ese repulsivo mafioso, Albert Spica (Michael Gambon), que se pasa más de media película vociferando, pavoneándose, intimidando, ofendiendo y atacando a propios y extraños. Capaz de obligar a un desdichado a que se trague defecaciones de perro para luego orinarse encima de él, de clavarle un tenedor en la mejilla a una mujer, de hacerle comer a un niño de aspecto angelical los botones de su traje e incluso su ombligo (!), y de cometer crímenes pasionales. Y que, al mismo tiempo, intenta exhibir su dudoso buen gusto volcándose en los placeres de la mesa, rodeado de lujo, o se retrata como un desgraciado, perdido sino tiene a su esposa Georgina (Helen Mirren).
Por otro lado, los oropeles del poder no disimulan la crueldad. Los aromas de las esencias más delicadas se entremezclan con los hedores corporales. Y los más exquisitos manjares de la alta cocina van unidos a los residuos de la bajeza de las cloacas, porque aquello que comemos, por delicioso que sea, tendrá el mismo destino una vez alimentado el cuerpo.
El buen gusto... Por el otro lado, es un manjar cinematográfico que intenta ser TOTAL abarcando el mayor número posible de bellas artes.
Encontraremos danza y música (el niño cantor o las bailarinas); pintura (el gran cuadro que preside el comedor); teatro (en muchas ocasiones por su puesta en escena); poesía (en sus imágenes y contenido), literatura (los libros tienen su presencia, o el guión que se inspira en las venganzas jacobinas del Siglo XVII), arquitectura o escultura (los decorados). Y también las artes menores: el perfume, la gastronomía o el sexo.
Greenaway cocina estos ingredientes, para nada contradictorios, con una gran belleza plástica. Soberbia la fotografía de Sacha Vierny, apabullante el uso cromático en los decorados (azul para la entrada, rojo para el restaurante, verde para la cocina o blanco para los servicios públicos), y fabuloso el vestuario diseñado por Jean-Paul Gaultier, con el detalle que los vestidos de las mujeres cambian según la estancia en que se encuentren.
... Y el mal gusto. El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante posee una textura que casi se pude tocar y oler, condimentada por la magnífica partitura minimalista que compone Michael Nyman. Una puesta en escena barroca y con unos travellings laterales impresionantes.
Y, sin embargo, la belleza que respira la película se baña también en tragedia, brutalidad y locura, hasta desembocar en un final no apto para estómagos sensibles, y que enlaza con el canibalismo. ¡Toda una experiencia! ¡y de pesada digestión!
De lo mejor de Greenaway, junto a El vientre del arquitecto (1987) o The pillow book (1995), o séase, cuando aún hacia un cine interesante.
Por un lado tenemos a ese repulsivo mafioso, Albert Spica (Michael Gambon), que se pasa más de media película vociferando, pavoneándose, intimidando, ofendiendo y atacando a propios y extraños. Capaz de obligar a un desdichado a que se trague defecaciones de perro para luego orinarse encima de él, de clavarle un tenedor en la mejilla a una mujer, de hacerle comer a un niño de aspecto angelical los botones de su traje e incluso su ombligo (!), y de cometer crímenes pasionales. Y que, al mismo tiempo, intenta exhibir su dudoso buen gusto volcándose en los placeres de la mesa, rodeado de lujo, o se retrata como un desgraciado, perdido sino tiene a su esposa Georgina (Helen Mirren).
Por otro lado, los oropeles del poder no disimulan la crueldad. Los aromas de las esencias más delicadas se entremezclan con los hedores corporales. Y los más exquisitos manjares de la alta cocina van unidos a los residuos de la bajeza de las cloacas, porque aquello que comemos, por delicioso que sea, tendrá el mismo destino una vez alimentado el cuerpo.
El buen gusto... Por el otro lado, es un manjar cinematográfico que intenta ser TOTAL abarcando el mayor número posible de bellas artes.
Encontraremos danza y música (el niño cantor o las bailarinas); pintura (el gran cuadro que preside el comedor); teatro (en muchas ocasiones por su puesta en escena); poesía (en sus imágenes y contenido), literatura (los libros tienen su presencia, o el guión que se inspira en las venganzas jacobinas del Siglo XVII), arquitectura o escultura (los decorados). Y también las artes menores: el perfume, la gastronomía o el sexo.
Greenaway cocina estos ingredientes, para nada contradictorios, con una gran belleza plástica. Soberbia la fotografía de Sacha Vierny, apabullante el uso cromático en los decorados (azul para la entrada, rojo para el restaurante, verde para la cocina o blanco para los servicios públicos), y fabuloso el vestuario diseñado por Jean-Paul Gaultier, con el detalle que los vestidos de las mujeres cambian según la estancia en que se encuentren.
... Y el mal gusto. El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante posee una textura que casi se pude tocar y oler, condimentada por la magnífica partitura minimalista que compone Michael Nyman. Una puesta en escena barroca y con unos travellings laterales impresionantes.
Y, sin embargo, la belleza que respira la película se baña también en tragedia, brutalidad y locura, hasta desembocar en un final no apto para estómagos sensibles, y que enlaza con el canibalismo. ¡Toda una experiencia! ¡y de pesada digestión!
De lo mejor de Greenaway, junto a El vientre del arquitecto (1987) o The pillow book (1995), o séase, cuando aún hacia un cine interesante.