Tiempos muertos – Roger Wolfe


SRA. MOLINA
Solodelibros




Cuando hablamos de Oigo girar los motores de la muerte, otro libro de corte similar a este Tiempos muertos, ya dijimos que Roger Wolfe apenas cabía en la clasificación (sí, odiosas clasificaciones) de “diarista”: sus anotaciones escapan a cualquier sello o denominación y apenas constituyen una narración hilada que se pueda seguir con facilidad.

Tiempos muertos tiene una factura casi idéntica al ya comentado: está compuesto por unas docenas de textos breves que se sitúan a caballo entre la reflexión y el ensayo, si bien en esta ocasión se acercan mucho más a lo primero que a lo segundo. Quizá por ello el libro se acerca más a la tradición de los poemas en prosa (el mismo autor así lo reconoce, declarando su cercanía al Spleen de París de Baudelaire), ya que las pequeñas historias que lo conforman son pensamientos, emociones que Wolfe va desgranando con su habitual tono desesperanzado y cáustico. Los textos son muy breves y suelen ser fruto de un momento de lucidez (o de abulia, o incluso de dolor), hecho que el escritor utiliza para verte en palabras su sentimiento al respecto.

Este punto hace que Tiempos muertos sea, en ocasiones, una lectura muy íntima, con los pros y los contras que eso entraña. Por un lado, la introversión del narrador hace que algunos textos sean muy opacos para el lector, que asiste a una suerte de desahogo literario; aunque algunas piezas se constituyan en piezas casi poéticas, otras no parecen sino boqueadas de un alma que necesita un medio de expresión para elucidar su ansiedad. Por otro, sin embargo, la privacidad que ese narrador crea hace que se establezca una conexión muy íntima con la persona que lee; no es tanto que uno pueda identificarse con la voz que relata, sino más bien que la considera cercana, digna de confianza.

Quizá esa distancia que algunos textos imponen hace del libro un recorrido sinuoso. El personaje-Wolfe más provocativo casi desaparece para dar paso el narrador más intimista; no obstante, las reflexiones suelen referirse a sus momentos de privacidad, a emociones y hechos de una vida cotidiana que, a veces, no alcanzan un mínimo de universalidad; como actos poéticos pueden constituir un conjunto aceptable, pero no así como ensayos (o como quiera denominárselos). Con todo, la cercanía de esa voz a la que aludía hace de la lectura un acto siempre agradable, ya que el autor ejerce con total honestidad su papel de anfitrión en ese descenso a los recovecos de su mente. Si bien la ironía y la acidez no aparecen demasiado, sí lo hace la confesión más desgarrada, lo cual invita a la empatía con ese narrador que desgrana sus miserias y victorias con el tono de un perdedor acodado en la barra de un bar.

El lenguaje de Wolfe, rico en todos los sentidos y matices posibles, convierte cada texto en una charla amigable, una suerte de conversación sincera con ese lector innominado que tiene frente a sí. De ahí que se pueda superar el escollo que supone esa intimidad excesiva y las piezas se lean como unas confesiones con mucho de sentimiento. Demoledoras algunas por su expeditiva sensibilidad, lúcidas otras, lo cierto es que constituyen un compendio emocional con el que es inevitable establecer siquiera algún parentesco lejano. Puede que la obsesiva introspección del autor disguste y agrade a unos y otros, pero no hay duda de que la lectura de Tiempos muertos nos muestra algo de nosotros mismos, lo queramos o no.