Un disparo directo al corazón. "En Grand Central Station me senté y lloré", Elizabeth Smart


MERCEDES MONMANY
ABC




«¿Quién saldrá con vida?... El amor me posee y no tengo alternativa? No existe un solo ángulo en el mundo que el amor en mis ojos no pueda convertir en símbolo del amor». En 1937, una joven y atractiva canadiense, Elizabeth Smart (1913-1986) nacida en el seno de una importante y adinerada familia de Ottawa, entró en una librería de Londres, donde estudiaba. Allí, en la forma de un disparo directo al corazón, se topó por casualidad con un libro, cuyo autor, según decidió de inmediato, sería el hombre de su vida. Su nombre era George Barker y Elizabeth, que ignoraba entonces que estaba casado, no sólo había quedado fulminada por su poesía, sino que además sufrió lo que se convertiría en un místico y feroz enamoramiento, con el tiempo lleno de pasión y febril sensualidad, que le duraría toda la vida.

Obra de culto. En los años siguientes, Elizabeth iría repitiendo que quería conocerlo, porque tenía pensado casarse con él. A través del escritor Lawrence Durrell entrarían en contacto y lo invitó, junto a su mujer, a California, donde entonces residía, en una colonia de artistas de la costa. La chispa, o devastador huracán, no tardó en producirse y, un año después, Elizabeth Smart estaba embarazada, para escándalo de su familia, del primer hijo de los cuatro que tendría con Barker a lo largo del tiempo, sin casarse. Católico convencido, Barker, a pesar de sus promesas, nunca se separaría de su mujer, cosa que no impediría que llegara a tener quince hijos a lo largo de su vida, con distintas mujeres.

La relación con Elizabeth Smart sería tormentosa, agitada y en ocasiones violenta, en la que más de una vez alguno de ellos, en sus periódicos encuentros y reencuentros, saldría herido. El relato de toda aquella fogosa unión de espíritus y de erótica y apasionada carnalidad, Elizabeth lo narraría en un inolvidable libro, de prosa poética de gran belleza. Una de las más arrebatadoras y bellas historias de amor jamás contadas, aparecida por vez primera en 1945, que se convertiría en una obra de culto del pasado siglo. Smart lo titularía, de forma no menos memorable, En Grand Central Station me senté y lloré, inspirándose en el Salmo 137 («junto a los ríos de Babilonia nos sentamos y lloramos, recordando a Sión»).

Fuerzas furiosas. Con reminiscencias bíblicas, citas de Shakespeare -por el que sentía devoción- y de una gran cantidad de poetas, desde Dante a Blake, Smart iniciaría su relato como si se tratara de una fatal y cruenta tragedia griega de la época moderna, en la que la hipocresía social, la decencia, lo prohibido, «las fuerzas furiosas de la reprobación», el arrepentimiento, la piedad por las víctimas sacrificadas, o el miedo a resultar masacrados en un baño de sangre, como en cualquier guerra (motivo ambiental que se repite en la novela), ya no tenían vuelta atrás ni fingimiento posible: «Negar el amor, y engañarlo mezquinamente asegurando que lo no consumado será eterno, o que el amor sublimado se eleva hasta lo celestial, es repulsivo». Durante mucho tiempo autora de una sola obra, Elizabeth Smart (sobre la que hace unos años apareció en nuestro país, en Circe, una excelente biografía firmada por Rosemary Sullivan) tardaría más de treinta años en volver a publicar sus siguientes trabajos, recopilaciones de poesía y prosa, así como sus dos volúmenes de diarios.

En su novela (excelentemente traducida por Laura Freixas), un hombre casado se enamora de una joven mientras están en California y huyen juntos. En Arizona son arrestados por la policía al registrarse en una misma habitación de hotel. Ella, embarazada, regresará a su casa, a Canadá, donde inmediatamente se inicia el implacable ataque de su entorno biempensante, comenzando por su propia madre. Smart narraría la destructora historia de este amor imposible, bombardeado por las fuerzas de la «Realidad» y de una «sedante» y mediocre monotonía que los mantenía a todos a resguardo, entre los ecos lejanos de la Segunda Guerra Mundial, en su fase más cruenta en aquellos momentos en Europa. Aunque todos hablaban a su alrededor de deber para con la patria y de sacrificio colectivo, nada lograba hacerle olvidar a ella, a la narradora, la única «catástrofe» mortífera, es decir, el sufrimiento del amor en la más total de las soledades, por el que lloraba y se desgarraba a diario.