El filósofo en la mesa de montaje


El rescate de Tifus (Edhasa), un guión de Jean-Paul Sartre que nunca se filmó, revela una faceta poco conocida del autor francés


PEDRO B. REY
La Nación




Encarnación definitiva del intelectual comprometido, el francés Jean-Paul Sartre (1905-1980) fungió, durante varios tramos de su vida, como una suerte de voluntarioso hombre-orquesta del siglo XX. Acometió cada empresa con la confianza de que cualquier terreno sería fructífero para el despliegue de su personalidad: la filosofía, la narrativa, el teatro, pero también las páginas de Les Temps Modernes, la revista que fundó en la posguerra con Maurice Merleau-Ponty y de la que fue duradera alma máter. En el debe de esa pasión totalizadora hay, sin embargo, fracasos y también amores no correspondidos: entre estos últimos, el cine ocupa el primer lugar.

La publicación en español de Tifus -olvidado guión cinematográfico que Arlette Elkaïm-Sartre, la hija adoptiva del escritor, exhumó de la Biblioteca Nacional francesa- permite atestiguar una vez más las sufridas relaciones que muchos escritores de la época mantuvieron con la industria fílmica. La literatura había marcado a fuego, gracias a D. W. Griffith, la narrativa dominante de las películas, pero, en un movimiento inverso, la nueva gramática promovida por las imágenes reformuló la tarea de los novelistas. Manhattan Transfer (1925), del estadounidense John Dos Passos, y la escritura blanca de El extranjero (1942), de Albert Camus, son dos ejemplos evidentes de un influjo que también dio lugar -como refleja el caso de Sartre- a malentendidos diversos.

Sartre fue un entusiasta temprano del séptimo arte (en uno de los volúmenes de Situaciones recuerda esa pasión juvenil) y un optimista militante sobre su función social (en la Francia ocupada, defendió esa tesis en artículos periodísticos). Sorprendía a sus colaboradores por su capacidad para pensar en imágenes: "Por primera vez me encontraba con un dialoguista -recuerda el guionista Nino Frank, con quien trabajó en diversos proyectos- que veía por planos y no por escenas... que escribía un diálogo muy conciso, muy preciso; sorprendentemente instintivo y, por tanto, cinematográfico".

Fue su amigo, el cineasta Jean Delannoy, quien propuso en 1943 su nombre a Pathé, cuando la conocida casa productora, adelantándose a un posible fin de la guerra, había decidido encargar argumentos originales a distintos escritores. Sartre no era todavía el autor reconocido ni el intelectual influyente en que se convertiría. Trabajaba como profesor de filosofía en el Liceo Condorcet. Había publicado ya La náusea y los relatos de El muro, que cosecharon un círculo restringido de admiradores; acababa de editar El ser y la nada, el voluminoso tratado que impulsaría el existencialismo, y de estrenar Las moscas, una primera y ambigua obra de teatro contra la que la censura nazi no opuso reparos excesivos.

El contrato con Pathé fue para el escritor -como cuenta Annie Cohen-Solal en la voluminosa biografía que le dedica- una bendición: le dio la oportunidad de salir de la precaria situación en que se encontraba, en una ciudad sometida por el racionamiento, y le permitió ocuparse, al mismo tiempo, de proyectos por completo disímiles. Los resultados no tardarían en desilusionarlo: acostumbrado al trabajo en solitario y a la pedagogía filosófica, encontró que la dinámica del trabajo en colaboración obligaba a concesiones permanentes. Planeó una película sobre la Resistencia (que terminó siendo rechazada), coescribió La suerte está echada (que sería filmada por Delannoy tras el fin de la guerra) y tuvo tiempo, también, de elaborar Tifus, el guión en que más puso de sí mismo.

Durante el mismo período en que Albert Camus escribía La peste, su vasta y discutida alegoría existencialista, Sartre imaginó un argumento igual de claustrofóbico en el que podría poner en acción sus ideas sobre el compromiso y la soledad radical del individuo. Tifus transcurre en Malasia, entonces bajo protectorado británico, y sigue los pasos de una epidemia que va tomando los cuerpos y, pronto también, las conciencias. Mientras la población local se entrega a sus rituales, interesada sólo en escapar de los controles del gobierno colonial, los personajes de origen europeo se hunden progresivamente en la degradación y la ignominia. Una cantante de cabaret, Nellie, y un vagabundo alcohólico, George, que prefiere mimetizarse con los nativos, son los dos personajes sobre los que recaerá el peso moral de la película.

"Estoy harto de este guión -le confesó el escritor a Nino Frank, después de la enésima reunión para pulir el texto-. Dejémoslo correr. Lo importante es rodarlo." El director Delannoy, un eficaz artesano del medio, sugirió cambios y recortes destinados al gran público que, sin duda, quedaron incorporados en la versión que da a conocer el libro. Con su paisaje asiático y sus golpes de efecto, Tifus resulta un producto híbrido al que Sartre difícilmente suscribiría, pero que despierta curiosidad: recuerda un argumento de Graham Greene pasado por el tamiz de Hollywood. La película no se rodaría nunca. Esa frustración llevaría a Sartre a rechazar cualquier conexión con Los orgullosos (1953), una película de Yves Allégret que, inspirada en Tifus, modifica sustancialmente la localización y la historia. Como recuerda Elkaïm-Sartre, aquella película sólo copia con relativa fidelidad la "escena del oso", en la que el personaje interpretado por Gérard Phillipe se ve obligado a bailar al ritmo de un látigo.

Tras la experiencia en Pathé, Sartre se concentraría en su obra dramatúrgica, un arte en el que perseveró, como él mismo reconocía, en razón de su éxito. Sólo esporádicamente volvería a incursionar en la escritura de guiones. Realizó una adaptación de Las brujas de Salem, de Arthur Miller (filmada en 1955 por Raymond Rouleau), y, más tarde, fue protagonista de una de las colaboraciones más insólitas del cine: a fines de esa década John Huston lo contrató para escribir una película sobre Sigmund Freud. Al director norteamericano le divertía la idea de encargarle semejante tema a un marxista antifreudiano, además de poder contar con una firma prestigiosa por una cifra modesta (25.000 dólares, en comparación con el salario de un profesional de Hollywood, era, según parece, una ganga). Huston tuvo su castigo: Sartre le entregó un guión elefantiásico, plagado de anotaciones técnicas, que, según los cálculos del director, demandaría al menos cinco horas. Conminado a reelaborarlo, entregó uno más extenso todavía. Huston, como era de prever, derivó el mamotreto a profesionales de confianza que lo pasaron por las tijeras. Sartre se negaría a figurar en los créditos de la cinta protagonizada por un insólito Montgomery Clift con barba. La leyenda dice que, incluso, nunca llegó a verla. Es posible que, a su manera, el escritor francés haya montando una venganza: refractario a la dinámica del medio, equivocadamente convencido de que el autor del guión es su propietario absoluto, dio forma a una materia imposible de filmar, a una película imaginaria que sólo podía desembocar en un libro. Freud, el guión, se publicó en los años ochenta, de forma póstuma, con la sola firma de Sartre.