El legado de Günther Anders


Repasamos la obra y las ideas de uno de los filósofos más sugestivos y reveladores de nuestra sociedad, el alemán Günther Anders, quien centró su obra en la antropología filosófica


CÉSAR DE VICENTE HERNANDO
Diagonal




El siglo XX acabó para Anders en 1945, fecha en la que la bomba atómica transformó a la humanidad en un resto del pasado. Al final de su vida había confirmado que la historia, el sentido, el trabajo, la realidad y cuantas cosas conforman nuestro mundo eran términos inadecuados para dar cuenta de la nueva era que se había inaugurado con la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. “La posibilidad de nuestra aniquilación definitiva –escribió en el prólogo a uno de sus libros– es la aniquilación definitiva de nuestras posibilidades”.

Las reflexiones sobre el apocalipsis le ocuparon desde entonces pero, al contrario que la mayoría de los que escribieron y lucharon contra las consecuencias de la aparición de la bomba atómica, sus asuntos cambiaron: desde el inicial intento de establecer los principios de una ética suficiente en Más allá de los límites de la conciencia (1961), hasta las tesis sobre la legítima defensa en Violencia sí, o no (1987), donde señalaba que los responsables de esa amenaza, los Truman, los magnates de las industrias de armamentos, todos los que “mediante actos de terrorismo” nos ponían en peligro de muerte, debían ser igualmente intimidados. Entre medias lo intentó todo: la protesta pacífica contra la llamada “muerte nuclear”, la escritura de ensayos sobre la naturaleza social de nuestra ceguera ante la destrucción total, la discusión en periódicos, las acciones antinucleares, etc.

La condición social

Anders no fue solamente un autor enfrentado a la situación atómica. El ser humano había sido, desde sus primeros escritos de los años ‘20, el asunto central en una tentativa de antropología filosófica que había dejado atrás los horizontes teóricos de sus maestros Husserl y Heidegger. Su encuentro con la Teoría Crítica y su conocimiento de las obras de Benjamin y Lukács le orientaron hacia una indagación más precisa que desembocó en una ontología de la condición social del ser humano. Los primeros resultados de sus investigaciones, algunos nacidos de su propia experiencia como trabajador en fábricas norteamericanas y otros tomados del análisis del dominio de la técnica en los años ‘40, se publicaron en 1956, en el primer tomo de La obsolescencia del ser humano. Lo esencial de este libro puede resumirse en la cita con la que se abre: “los condenados a muerte pueden decidir libremente si quieren, para su última cena, que las judías sean servidas dulces o saladas”. Los cuatro ensayos que se incluyen en él muestran la impotencia del ser humano para cambiar su condición, pues su libertad sólo les permite elegir aquello que no afecta en absoluto a la misma.

La nueva condición humana se caracteriza por la vergüenza de la imperfección de la vida humana, por el origen natural de la misma, frente a la perfección de objetos y máquinas, que –aunque perecederos– son sustituidos mecánicamente permaneciendo esencialmente iguales. Desde esta perspectiva, la ingeniería humana trataría de solventar este “defecto”. Pero la nueva condición está determinada también por una voluntad de Hybris, por una exagerada confianza en el progreso y la técnica, que define un nuevo imperativo categórico, muy distinto al de Kant: “actúa de tal forma que sirva a la necesidad de la máquina”, lo que nos convierte en piezas de esa máquina, cuya expansión conforma una máquina total que acaba por identificarse con el mundo. El sistema capitalista, descrito en Los muertos (1965), aparece como el más desarrollado sistema maquínico de la historia, tan capaz de organizar la aniquilación de millones de seres humanos en los campos de exterminio nazis como de preparar la obsolescencia programada de los objetos para mantener la producción.

La vida dañada de la nueva era Anders trató de mostrar el funcionamiento del sistema social a través de las condiciones de existencia, estableciendo que lo que nos informa y deforma no son sólo las imágenes retransmitidas a través de la radio y la televisión, sino la misma estructura y funciones concretas de ambas. En ellas, el mundo nos es dado. Las noticias, programas e imágenes que nos suministran, como el gas, la electricidad o el agua, a través de estos medios, han sido seleccionadas, purificadas y preparadas para nosotros como realidad. Las noticias son mercancías y “la tarea de quienes nos traen la imagen del mundo consiste en componer para nosotros un Todo falso a partir de múltiples verdades parciales”. Somos seres sin relación con el mundo real. El principio que atraviesa la obra de Anders dice que “lo que podemos hacer es mayor que aquello de lo que podemos crearnos una representación”.

Esta tesis le sirvió para establecer un objetivo para el pensamiento crítico: dilatar nuestra imaginación y contraponer una ética de la responsabilidad que se enunciara, como aparece en Nosotros, los hijos de Eichmann (1964): “no puedo representarme el efecto de esta acción, luego se trata de un efecto monstruoso, luego no puedo asumirlo, luego he de revisar la acción planeada, o bien rechazarla, o bien combatirla”. Con ello señalaba la reflexión ética que debe hacerse en un sistema productivo fragmentado donde el trabajador alienado no tiene una idea del producto final. Y, sobre todo, establecía una función precisa para el trabajo intelectual, que no estaría dividido y que no tendría una especificidad, ni contenidos propios de cada género o tipo de discurso: Anders consideró la literatura, la filosofía, el arte o la ciencia en función de lo que cada situación requiriera.

Destino siniestro

Desde su regreso en 1950 a una Europa devastada por la guerra y el hambre, Anders trabajó infatigablemente en libros y en revistas como filósofo de la situación. Se desesperó sin rendirse. Interpeló al mundo sobre un destino siniestro que era ya una posibilidad. A pesar de una artritis que apenas le permitía utilizar los dedos, continuó escribiendo para todos y no solamente para el mundo académico. De hecho nunca ocupó una cátedra y rechazó los premios y reconocimientos que no tenían una justificación política o intelectual. Günther Anders, nombre con el que empezó a firmar en los años treinta sus colaboraciones periodísticas, acabó siendo el autor de toda su obra desde mediados de siglo, ocultando el nombre con el que fue inscrito cuando nació en Breslau (Alemania) en 1902: Günther Stern.