JORDI COROMINAS I JULIÁN
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Hace frío en Madrid. En Estados Unidos la estación es anonimato. Ignacio Abel es un hombre sólo en el mundo, cargado de recuerdos que una maleta no puede llevar. Su pobreza estética y su alienación española son el mal de un país en guerra, enfrentado al irraciocinio por exceso de retórica y salvajismo contrario a reformas.
Leer La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina me ha hecho pensar mucho en dos cuestiones fundamentales. La primera se refiere al estado de la literatura española y al debate entre jóvenes y consolidados. La prosa del ubetense contiene una naturalidad cargada de experiencia y madurez que permite reflexionar sin alardes, escribiendo desde una desnuda solidez que quiere contar la historia de un tiempo y su tensa atmósfera para explicar o intentar entender los motivos de la catástrofe. La Guerra Civil asoma otra vez y asiste a su cita más que anual vestida de cotidianidad, con traje de altos vuelos. Cabe suponer que cada narrador que trata el tema de los temas busca dar con la visión definitiva del conflicto. Es imposible. Moriremos y las generaciones venideras continuarán con la cantinela, y probablemente así sea porque nunca hemos sido claros con esos tres años, presentes en nuestra educación sentimental desde una vertiente anecdótica que ofrece muchos datos, lágrima fácil y escasas certezas. Nos sobran los motivos, pero también hay que intentar entenderlos si queremos ser honestos con la Musa Clío, la gran protagonista de un relato colectivo difícil de hilvanar por su abrumadora importancia que supera personas y las engulle sin piedad.
Para resultar creíbles en esta batalla conviene armar con mucha precisión el contexto y el alma de los personajes. Ignacio Abel es válido para la causa, un hombre templado que observa con inevitable pasión la antesala de la carnicería. Arquitecto de origen humilde, vive en el barrio de Salamanca y sigue con devoción las obras de su proyecto más ambicioso: La Ciudad Universitaria. Abel es un español que mira más allá y abraza valores modernos. Ha estudiado en la Bauhaus, tiene amistad con altas figuras político-culturales y detesta la rancia tradición nacional-católica encarnada por su familia política, obstinada en negar el progreso y alentar desde su mediocridad la defensa de un orden caduco. Su vida ha alcanzado una plenitud agridulce. Su cenit profesional contrasta con la rutina casera, con una mujer a la que no ama y unos hijos que le preocupan bastante menos que sus ocupaciones laborales. La ruptura llegará bajo el signo del amor. Judith Biely irrumpirá y ya nada será igual. La americana es joven y curiosa. Sus preguntas e inquietudes obtienen respuestas que ayudan al lector a situarse en el ambiente de 1936, cuando el Frente Popular gobernaba y la calle se llenaba constantemente con proclamas políticas que alimentaban hambres revolucionarias de varios colores, todos nefastos.
El romance es como un puente conector hacia la huida de una realidad desagradable y angustiosa, fuga que se concretará cuando el arquitecto emigre a Estados Unidos para edificar una biblioteca en un campus. Las citas furtivas y el deseo manifiestan la voluntad de aislarse del mundanal ruido y disfrutar de un sueño dentro de la pesadilla que se cierne en el horizonte. Durante más de quinientas páginas leemos caricias, arrumacos, besos, carantoñas y anhelo físico, aunque lo importante, reiteramos, es lo que flota en el aire, una lluvia tóxica que explotará el 18 de julio, golpe de Estado fascista que coincide con el fin de la relación a escondidas, como si lo palpable y conocido se desvaneciera y sólo quedara lugar para sangre, fusiles y el delirio. Ese día de estallido bélico y amargura sentimental Ignacio Abel asumirá la soledad como divisa impuesta por las circunstancias y cruzará otro peaje en su camino hacia el desapego al comprobar que sus esperanzas de una República reformadora y democrática se van al garete porque las pasiones políticas no entienden de leyes y sí de proclamas, uniformes y venganza, pura y dura. En este sentido el pensamiento del protagonista muestra cómo, desde su retiro neoyorquino, analiza Muñoz Molina el problema del ruedo ibérico, donde todos fueron grandes farsantes imbuidos por no muy nobles ideales, mentirosos de escándalo que tanto en un bando como otro engañaban a sus semejantes para difundir que todo iba bien en la senda hacia la victoria.
En ocasiones Ignacio Abel puede recordarnos al Aschenbach de La Muerte en Venecia. Ambos pasean por ruinas pletóricas, rebosantes de energía, ignorantes de sus límites decrépitos. Son estandartes de una humanidad quimérica, muñecos de tinta que aspiran al orden que debería existir si todo fuera perfecto. Su utopía topa contra un muro hecho de verdades dolorosas donde padecen y desaparecen porque la función no va con ellos, la realidad les supera porque no contiene en su interior la esencia del bien o la belleza. Estos personajes tienen en su haber la potencia del ideal que nunca será y tendría que ser, el magnetismo de quien cree en una cierta justicia que los demás no comparten porque se dejan sumergir, frágiles como el barro, en el fragor de la existencia, animales inércicos que prefieren el combate descamisado al pensamiento positivo. Abel y Aschenbach son oasis en un triste desierto, exiliados mentales que lloran en silencio por culpa de la locura que todo lo invade e impide crecer a nuestra desdichada especie.
La noche de los tiempos es una obra de dimensiones épicas. Lo es por su extensión y por lo que pretende. El tono neutro y pausado es su principal fuerza al generar un discurso político que amonesta el pasado con sutileza, poniendo los puntos sobre las ies para intentar comprender el porqué del desastre. La lentitud inicial del relato se aviva cuando se desencadenan los acontecimientos. La parte dedicada a ese terrible mes de julio es memorable por su alternar noticias periodísticas con la evolución de la trama, dando a la novela una velocidad vertiginosa y envolvente, sobre todo en esos nebulosos fragmentos de Madrid en armas, con Abel vagando intentando recabar información de su amor mientras el pueblo toma el inicio de las hostilidades como una gran fiesta que cimentará la futura revolución. Esa parte de la novela alcanza grandes momentos narrativos de inusual intensidad, pero luego el tempo decae y volvemos a sumirnos en pausas que parecen posos con llantos silenciosos, donde el reloj mueve sus agujas con lentitud a medida que se acerca el punto y final, como si con ese ritmo el narrador quisiera transmitir con más bestialidad la agonía republicana, dama violada por unos y por otros. Ignacio Abel reposa en una casucha norteamericana donde se sobresaltará por última vez mientras en España las tropas nacionales destruyan su querida Ciudad Universitaria.
El enfoque que Muñoz Molina da a esta eterna temática guerracivilista es sumamente interesante porque aúna didactismo y la novedad de quien prefiere escarbar más en los motivos que no en batallas o efemérides históricas que al ser noveladas quedan deformadas e irreconocibles, bien por partidismo, bien por no atenerse a la objetividad que requiere un asunto de tamaña importancia. Sí, lo sé, siempre seremos subjetivos, pero cabe la posibilidad de narrar lo más cruento de España con intención de aprehender y no erosionar. Los tópicos a veces son ciertos y esa comprensión es la única manera posible de aprender errores pretéritos, usándolos para mejorar y advertir a los que vendrán, que a buen seguro lo harán mejor que nosotros.
Leer La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina me ha hecho pensar mucho en dos cuestiones fundamentales. La primera se refiere al estado de la literatura española y al debate entre jóvenes y consolidados. La prosa del ubetense contiene una naturalidad cargada de experiencia y madurez que permite reflexionar sin alardes, escribiendo desde una desnuda solidez que quiere contar la historia de un tiempo y su tensa atmósfera para explicar o intentar entender los motivos de la catástrofe. La Guerra Civil asoma otra vez y asiste a su cita más que anual vestida de cotidianidad, con traje de altos vuelos. Cabe suponer que cada narrador que trata el tema de los temas busca dar con la visión definitiva del conflicto. Es imposible. Moriremos y las generaciones venideras continuarán con la cantinela, y probablemente así sea porque nunca hemos sido claros con esos tres años, presentes en nuestra educación sentimental desde una vertiente anecdótica que ofrece muchos datos, lágrima fácil y escasas certezas. Nos sobran los motivos, pero también hay que intentar entenderlos si queremos ser honestos con la Musa Clío, la gran protagonista de un relato colectivo difícil de hilvanar por su abrumadora importancia que supera personas y las engulle sin piedad.
Para resultar creíbles en esta batalla conviene armar con mucha precisión el contexto y el alma de los personajes. Ignacio Abel es válido para la causa, un hombre templado que observa con inevitable pasión la antesala de la carnicería. Arquitecto de origen humilde, vive en el barrio de Salamanca y sigue con devoción las obras de su proyecto más ambicioso: La Ciudad Universitaria. Abel es un español que mira más allá y abraza valores modernos. Ha estudiado en la Bauhaus, tiene amistad con altas figuras político-culturales y detesta la rancia tradición nacional-católica encarnada por su familia política, obstinada en negar el progreso y alentar desde su mediocridad la defensa de un orden caduco. Su vida ha alcanzado una plenitud agridulce. Su cenit profesional contrasta con la rutina casera, con una mujer a la que no ama y unos hijos que le preocupan bastante menos que sus ocupaciones laborales. La ruptura llegará bajo el signo del amor. Judith Biely irrumpirá y ya nada será igual. La americana es joven y curiosa. Sus preguntas e inquietudes obtienen respuestas que ayudan al lector a situarse en el ambiente de 1936, cuando el Frente Popular gobernaba y la calle se llenaba constantemente con proclamas políticas que alimentaban hambres revolucionarias de varios colores, todos nefastos.
El romance es como un puente conector hacia la huida de una realidad desagradable y angustiosa, fuga que se concretará cuando el arquitecto emigre a Estados Unidos para edificar una biblioteca en un campus. Las citas furtivas y el deseo manifiestan la voluntad de aislarse del mundanal ruido y disfrutar de un sueño dentro de la pesadilla que se cierne en el horizonte. Durante más de quinientas páginas leemos caricias, arrumacos, besos, carantoñas y anhelo físico, aunque lo importante, reiteramos, es lo que flota en el aire, una lluvia tóxica que explotará el 18 de julio, golpe de Estado fascista que coincide con el fin de la relación a escondidas, como si lo palpable y conocido se desvaneciera y sólo quedara lugar para sangre, fusiles y el delirio. Ese día de estallido bélico y amargura sentimental Ignacio Abel asumirá la soledad como divisa impuesta por las circunstancias y cruzará otro peaje en su camino hacia el desapego al comprobar que sus esperanzas de una República reformadora y democrática se van al garete porque las pasiones políticas no entienden de leyes y sí de proclamas, uniformes y venganza, pura y dura. En este sentido el pensamiento del protagonista muestra cómo, desde su retiro neoyorquino, analiza Muñoz Molina el problema del ruedo ibérico, donde todos fueron grandes farsantes imbuidos por no muy nobles ideales, mentirosos de escándalo que tanto en un bando como otro engañaban a sus semejantes para difundir que todo iba bien en la senda hacia la victoria.
En ocasiones Ignacio Abel puede recordarnos al Aschenbach de La Muerte en Venecia. Ambos pasean por ruinas pletóricas, rebosantes de energía, ignorantes de sus límites decrépitos. Son estandartes de una humanidad quimérica, muñecos de tinta que aspiran al orden que debería existir si todo fuera perfecto. Su utopía topa contra un muro hecho de verdades dolorosas donde padecen y desaparecen porque la función no va con ellos, la realidad les supera porque no contiene en su interior la esencia del bien o la belleza. Estos personajes tienen en su haber la potencia del ideal que nunca será y tendría que ser, el magnetismo de quien cree en una cierta justicia que los demás no comparten porque se dejan sumergir, frágiles como el barro, en el fragor de la existencia, animales inércicos que prefieren el combate descamisado al pensamiento positivo. Abel y Aschenbach son oasis en un triste desierto, exiliados mentales que lloran en silencio por culpa de la locura que todo lo invade e impide crecer a nuestra desdichada especie.
La noche de los tiempos es una obra de dimensiones épicas. Lo es por su extensión y por lo que pretende. El tono neutro y pausado es su principal fuerza al generar un discurso político que amonesta el pasado con sutileza, poniendo los puntos sobre las ies para intentar comprender el porqué del desastre. La lentitud inicial del relato se aviva cuando se desencadenan los acontecimientos. La parte dedicada a ese terrible mes de julio es memorable por su alternar noticias periodísticas con la evolución de la trama, dando a la novela una velocidad vertiginosa y envolvente, sobre todo en esos nebulosos fragmentos de Madrid en armas, con Abel vagando intentando recabar información de su amor mientras el pueblo toma el inicio de las hostilidades como una gran fiesta que cimentará la futura revolución. Esa parte de la novela alcanza grandes momentos narrativos de inusual intensidad, pero luego el tempo decae y volvemos a sumirnos en pausas que parecen posos con llantos silenciosos, donde el reloj mueve sus agujas con lentitud a medida que se acerca el punto y final, como si con ese ritmo el narrador quisiera transmitir con más bestialidad la agonía republicana, dama violada por unos y por otros. Ignacio Abel reposa en una casucha norteamericana donde se sobresaltará por última vez mientras en España las tropas nacionales destruyan su querida Ciudad Universitaria.
El enfoque que Muñoz Molina da a esta eterna temática guerracivilista es sumamente interesante porque aúna didactismo y la novedad de quien prefiere escarbar más en los motivos que no en batallas o efemérides históricas que al ser noveladas quedan deformadas e irreconocibles, bien por partidismo, bien por no atenerse a la objetividad que requiere un asunto de tamaña importancia. Sí, lo sé, siempre seremos subjetivos, pero cabe la posibilidad de narrar lo más cruento de España con intención de aprehender y no erosionar. Los tópicos a veces son ciertos y esa comprensión es la única manera posible de aprender errores pretéritos, usándolos para mejorar y advertir a los que vendrán, que a buen seguro lo harán mejor que nosotros.