Le llaman la Bestia. Y miles de emigrantes centroamericanos montan clandestinamente en este ferrocarril de carga que atraviesa México rumbo a EE UU. Asaltantes, secuestradores y policías corruptos convierten esta travesía en una de las más peligrosas del mundo
PABLO ORDAZ
El País
Dice que se llama Teresa, que tiene 26 años, que es de Honduras, que se dirige a la frontera con Estados Unidos, que venía andando por la vía del tren junto a otros emigrantes cuando dos tipos le salieron al paso, uno de 37 o 38 años y el otro de 25 o 26, que les dijeron que agacharan la cabeza y pusieran sus manos en la nuca, que se adentraran en el monte, que si cooperaban no les iba a pasar nada. Dice Teresa que a los hombres los registraron y les quitaron el dinero, pero que a ella y a su amiga, las únicas mujeres del grupo, las apartaron y les ordenaron que se bajaran los pantalones, que ellas se los bajaron mientras el revólver del más viejo las iba apuntando a las dos, de una a otra, como si dudara con cuál quedarse. El viejo, dice Teresa, era de bigote abundante, ojos grandes y nariz aguileña, el cutis áspero como si hubiera tenido acné o una cicatriz. Del joven sólo recuerda que era flaquito y tenía el pelo liso.
-El joven fue el que me violó a mí.
El siguiente se llama Mario. Dice que tiene 28 años, que es de Guatemala, que él y su novia, Elsa Marlen, de 19 años, embarazada de gemelos, apenas habían iniciado su viaje hacia Estados Unidos cuando en el municipio de Huixtla, en el Estado de Chiapas, Elsa Marlen desapareció. Dice que él la buscó durante semanas y que, buscándola, desanduvo sus pasos y regresó a Guatemala. Que fue allí donde meses después, y a través de fotografías que le mandó la cancillería de su país, reconoció el cadáver de su novia. Tenía las manos cortadas. La habían enterrado en una fosa común.
-He vuelto a México para matar a los asesinos de Elsa Marlen.
Hay más historias, muchas más, y todas esperan en fila para que Arelí las apunte en su libreta. La historia de un chaval de 13 años que confiesa haber matado a un hombre y ahora huye de vagón en vagón. La de un joven que fue violado y que nada más escapar de sus verdugos buscó por las vías del tren el amor de una mujer para intentar olvidar. La de un hombre llamado Donar, que se quedó dormido cuando viajaba junto a otros emigrantes en el techo de uno de esos trenes que van hacia el Norte. Y se cayó. El tren lo reclamó para sí, su tributo de sangre, y le cortó las piernas. Y Donar, que es hondureño y tiene un carácter dulce que es una lección de vida, se quedó aquí, en el albergue de Ixtepec, junto a Arelí, que llena libretas y libretas con el dolor que no cesa, y junto a David, un tipo fornido y bueno que se ocupa del difícil trabajo de proteger a los emigrantes de los que no lo son pero se visten como ellos para robarles hasta el aliento. Y de Alejandro, un cura valiente al que los traficantes de hombres han estado muchas veces a punto de asesinar, pero al que Dios aún no ha llamado a su lado, temeroso tal vez por la bronca que el padre le tiene preparada...
Porque Dios, si existe, fracasa aquí todos los días. Todas las noches.
Y esta noche -madrugada ya- es una de ellas. Esto es Ixtepec, un municipio de 25.000 habitantes del Estado de Oaxaca, lindando con Chiapas. Sur de México. Un lugar de paso casi obligado para los miles de emigrantes centroamericanos que cruzan desde Guatemala por el río Suchiate, buscando el tren soñado y temido que los llevará hacia Estados Unidos. Sin embargo, por culpa del huracán Stan, que a principios de octubre de 2005 azotó la zona llevándose por delante los puentes y el trazado ferroviario, los emigrantes tienen que cubrir a pie o en microbuses unos 280 kilómetros hasta llegar a Arriaga y abordar el primer tren, ya en el Estado de Chiapas. Hacen el camino intentando burlar los controles de la policía y el ejército, y para ello tienen que internarse en el monte, exponiéndose y cayendo con frecuencia en poder de las bandas de asaltantes que infestan una zona conocida como La Arrocera. Es el principio de una larga travesía que, de hacerse en línea recta, se alargaría casi por espacio de 5.000 kilómetros, pero que se convierte en infinita porque los trenes que van hacia el Norte son de mercancías y zigzaguean por todo el territorio mexicano sin frecuencia ni horarios fijos, sometidos al capricho de un fantasma tirano. El trayecto entre el río Suchiate e Ixtepec constituye, pues, el primer contacto de los emigrantes con la realidad del camino. A tenor de sus historias, las mismas que Arelí va apuntando en sus libretas, muy poderosa debe de ser la atracción del paraíso al que creen dirigirse o muy espantoso el infierno de miseria del que escapan para que sigan caminando.
Dice Gerardo, que tiene 39 años y es de Honduras, que precisamente en La Arrocera, al tratar de rodear una garita de vigilancia, cinco hombres le salieron al paso. Dice que dos de los asaltantes iban armados, uno con una escopeta, el otro con una pistola de nueve milímetros, que le obligaron a desnudarse, que lo tiraron al suelo de un garrotazo, que registraron sus ropas, que le quitaron todo el dinero que llevaba y que le amenazaron con matarlo si denunciaba. Uno de los asaltantes, el más joven, era alto y flaco, tenía el pelo lacio y calzaba sandalias, "guaraches", dice Gerardo. El otro, el más viejo, llevaba sombrero y era bigotudo y tenía una cicatriz como de un navajazo en la quijada del lado derecho...
Es entonces cuando Arelí, apenas 27 años, levanta la mirada de la libreta y sonríe, pero su rostro, sus ojos verdes, que son el único eco de esperanza en esta madrugada tan negra, no reflejan precisamente alegría:
-El tipo del bigote..., la señal de la cicatriz en la cara..., el sombrero... La descripción de su acompañante: más flaco, más joven, con el pelo lacio. ¿Se da cuenta? Hace meses que los emigrantes, sean hombres o mujeres, vengan de Honduras o de Guatemala, nos señalan a los mismos tipos como sus verdugos. Pero no pasa nada. Las autoridades no hacen nada. Mire: lo peor no es el tren, que si te duermes y te caes te corta en dos como a Donar o te mata como a tantos otros. Lo peor no es ni siquiera la existencia de bandas de maleantes, de extorsionadores, de gente que mata o que viola. Lo peor de todo, la verdadera mezquindad, es saber que nadie te va a ayudar, que al Estado mexicano no le importa lo que le pase a los centroamericanos que pasan por su territorio camino de Estados Unidos. Que ni la policía ni el ejército, ni las autoridades encargadas de ayudarte, te van a ayudar. Porque aquí, desengáñese, el Estado no está, es un teatro. A veces, en el albergue hemos sabido que entre los emigrantes hay infiltrados sicarios de Los Zetas [uno de los carteles más sanguinarios de México], pero no hemos podido ni siquiera pedir ayuda a las autoridades porque sabíamos que no nos la iban a dar. Que incluso podía ser peor porque los mismos emigrantes te cuentan que ellos fueron asaltados por policías...
Hay un informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de México que corrobora las palabras de Arelí. Está confeccionado con los testimonios que 30 agentes de la comisión -sólo 30- recogieron en un periodo de seis meses -sólo seis meses-. Y aun así, los datos no pueden ser más terribles. Entre septiembre de 2008 y febrero de 2009, casi 10.000 emigrantes centroamericanos que trataban de llegar a Estados Unidos fueron secuestrados y tratados con extrema crueldad a su paso por territorio mexicano. Muchos de ellos fueron capturados en grupos, bajados de los vagones de tren y confinados en casas de seguridad o en naves industriales. El rescate que se les exigía fluctuaba entre los 1.500 y los 5.000 dólares. La Comisión Nacional de Derechos Humanos calcula que la industria del secuestro obtuvo en ese corto espacio de tiempo más de 25 millones de dólares. Para ello, los verdugos no dudaron en utilizar una violencia extrema, que incluyó en muchos casos la tortura, la violación y el asesinato. Nueve de cada 10 víctimas recibieron amenazas de muerte dirigidas a ellas o a sus familiares. El 67% de los secuestrados era de Honduras; el 18%, de El Salvador; el 13%, de Guatemala, y el resto, de Nicaragua. También constataron los agentes de derechos humanos el paso de emigrantes procedentes de Ecuador, de Brasil, de Chile, de Costa Rica... Pero son los centroamericanos los que con mayor frecuencia, y con mayor desesperación, hacen la ruta hacia El Dorado que todavía, pese a la crisis, sigue representando Estados Unidos. Sus familias, y también sus países, dependen de sus remesas.
Hay quien sostiene, con una dureza no exenta de tino, que algunas naciones centroamericanas han sacrificado a sus ciudadanos para salvar sus economías. Al emigrante se le presenta en sus lugares de origen como un héroe, no como una víctima. A eso contribuye que el que llega encierra su rosario de sufrimientos y humillaciones, tal vez por vergüenza, en un cofre con siete llaves. Y el que no llega... también. Sólo Arelí y quienes como ella no están dispuestos a que México, su país, siga siendo un testigo mudo del horror, se han propuesto que las organizaciones de derechos humanos y la prensa conviertan en visible lo que hasta ahora no lo ha sido. El dolor tan íntimo de Teresa, la furia de Mario en busca del asesino de su novia, la huida sin destino de un niño asustado de 13 años, la terrible maldad de quien aprovecha el paso por sus pueblos de los más desprotegidos para hacer negocio. Golpeando, violando, matando... Sin freno. Sin castigo.
El albergue está lleno esta noche. Hay rumores de que la Bestia volverá por fin a rugir. La Bestia es el tren. Aun parado y en silencio, merece un apodo tan rotundo. Lleva dos días dormitando por culpa de un fuerte vendaval que mantiene cerrado el puerto de Salinas Cruz. Pero al parecer el viento ya está amainando y los barcos empiezan a llegar. El tren será cargado y volverá a pasar por Ixtepec de camino a Medias Aguas. Ése será el momento en que las decenas de emigrantes que dormitan en el albergue, al pie mismo de las vías, aprovechen para saltar y encaramarse al techo.
La vigilia se hace muy larga. A las tres de la madrugada, tan lejos aún del amanecer, los gallos se despiertan. Sólo un rato después, varios grupos de emigrantes, algunos con síntomas de haber entretenido la espera tomando alcohol, se acercan al albergue. David se coloca en la puerta. Sin más escudo que sus buenas palabras, los va cacheando uno a uno para evitar que entren con armas. Sentada en una mesa de plástico, Arelí les va preguntando uno a uno sus nombres, su procedencia, si han tenido algún sobresalto en el camino. Algunos mienten, y Arelí lo sabe. No son emigrantes. Tal vez algún día lo fueron, pero luego fueron captados por los propios carteles y pasaron de ser víctimas a trabajar para los verdugos. Son especialmente peligrosos porque tratándose de hondureños, guatemaltecos o salvadoreños, hablan el mismo lenguaje que los emigrantes y los hacen confiarse, desvelar el nombre del familiar que, casi siempre desde Estados Unidos, los está apoyando con sus dólares. Una vez que descubren quién tiene dinero, el siguiente paso consiste en avisar a sus compinches de que en el vagón tres de la Bestia, con sudadera roja y una gorra negra de Nike, viaja un hondureño con plata. El asalto al tren, entonces, está cantado. Y esta noche es una de esas noches angustiosas en que David y Arelí sienten que algo sucio se está tejiendo. El techo de la Bestia no irá sólo ocupado por indefensos emigrantes a la búsqueda de un sueño.
El tren llega a Ixtepec un poco después del amanecer. Destino: Medias Aguas. Ese nombre destila peligro. "Medias Aguas ya es zona de Los Zetas. Si quieren montarse en el tren para acompañar a los emigrantes", aconseja David a los periodistas, "intenten convencer al maquinista para que les pare en Matías Romero. Y si no les para, tírense del tren en marcha cuando aminore la velocidad. Pero por nada del mundo sigan hasta Medias Aguas". David, aseguran quienes lo han tratado de antiguo, no es un hombre de muchas palabras, pero las que dice son de ley. Sin embargo, el maquinista no está de muy buenas pulgas. "¿En Matías Romero? ¿Parar allá? ¿Para qué? Ya veremos...", contesta desde lo alto de su trono de hierro. "¿Usted sabe?", se anima por fin sin que medien preguntas, "¿que los emigrantes nos acusan de estar coludidos con las mafias y que paramos el tren para que los asalten? ¡Qué barbaridad! Mire: usted mismo, si gira ese volante de hierro pintado de amarillo que hay entre vagón y vagón, puede parar el tren. Y los asaltantes lo saben. ¿Que no les ayudamos? ¿Eso dicen los emigrantes? Pues eso sí es verdad, ¿pero qué quieren que hagamos cuando nos apuntan con pistolas y hasta con cuernos de chivo...?".
El tren se pone en marcha. Isabel Muñoz, autora de las fotos de este reportaje, lleva meses retratando el sufrimiento, y también las ilusiones, de los emigrantes centroamericanos a su paso por México. Esta mañana ya está montada en el techo abarrotado de la Bestia. Será su último viaje antes de concluir este reportaje, pero también uno de los más peligrosos. Arelí y David tenían razón. El tren es abordado a última hora, cuando ya está en movimiento, por cuatro muchachos que levantan las sospechas del resto. La Bestia acelera, ruge, pero ya se ha convertido en un peligro secundario. Todos los emigrantes, y no cabe ni un alma más en el techo, tampoco en los reducidos espacios que quedan entre los vagones, están pendientes de esos cuatro muchachos. No les quitan ojo. Ni apartan sus manos de las piedras que casi todos han ido cosechando silenciosamente en la estación de Ixtepec por si la ruta se tuerce. Los emigrantes tienen ante sí miles de kilómetros como éstos, llenos de peligros, de amenazas.
El tren sigue hacia el Norte después de hacer un alto en Matías Romero. Los periodistas se bajan. Y también lo hacen los cuatro muchachos, confirmando con esa sola acción que su interés no era precisamente la ruta hacia el Norte. Unos kilómetros atrás, en el albergue de Ixtepec, Arelí disfruta de unas horas de paz hasta la llegada del próximo tren. Cuando eso suceda, mujeres rotas y hombres manchados de miedo le contarán que un tipo con bigote, nariz aguileña y algo muy parecido a una vieja cicatriz surcándole la cara les obligó a desnudarse, les quitó el dinero, los apuntó con un viejo revólver...
-¿Se termina uno acostumbrando a tanto horror?
-Se termina uno acostumbrando. E incluso te puedes permitir acostumbrarte. Pero lo que no puedes hacer nunca es dejar de estar enojada. El día que dejes de enojarte con las injusticias, ya no servirás. Y habrán ganado ellos.
Los que hacen daño. Los que no hacen nada.
-El joven fue el que me violó a mí.
El siguiente se llama Mario. Dice que tiene 28 años, que es de Guatemala, que él y su novia, Elsa Marlen, de 19 años, embarazada de gemelos, apenas habían iniciado su viaje hacia Estados Unidos cuando en el municipio de Huixtla, en el Estado de Chiapas, Elsa Marlen desapareció. Dice que él la buscó durante semanas y que, buscándola, desanduvo sus pasos y regresó a Guatemala. Que fue allí donde meses después, y a través de fotografías que le mandó la cancillería de su país, reconoció el cadáver de su novia. Tenía las manos cortadas. La habían enterrado en una fosa común.
-He vuelto a México para matar a los asesinos de Elsa Marlen.
Hay más historias, muchas más, y todas esperan en fila para que Arelí las apunte en su libreta. La historia de un chaval de 13 años que confiesa haber matado a un hombre y ahora huye de vagón en vagón. La de un joven que fue violado y que nada más escapar de sus verdugos buscó por las vías del tren el amor de una mujer para intentar olvidar. La de un hombre llamado Donar, que se quedó dormido cuando viajaba junto a otros emigrantes en el techo de uno de esos trenes que van hacia el Norte. Y se cayó. El tren lo reclamó para sí, su tributo de sangre, y le cortó las piernas. Y Donar, que es hondureño y tiene un carácter dulce que es una lección de vida, se quedó aquí, en el albergue de Ixtepec, junto a Arelí, que llena libretas y libretas con el dolor que no cesa, y junto a David, un tipo fornido y bueno que se ocupa del difícil trabajo de proteger a los emigrantes de los que no lo son pero se visten como ellos para robarles hasta el aliento. Y de Alejandro, un cura valiente al que los traficantes de hombres han estado muchas veces a punto de asesinar, pero al que Dios aún no ha llamado a su lado, temeroso tal vez por la bronca que el padre le tiene preparada...
Porque Dios, si existe, fracasa aquí todos los días. Todas las noches.
Y esta noche -madrugada ya- es una de ellas. Esto es Ixtepec, un municipio de 25.000 habitantes del Estado de Oaxaca, lindando con Chiapas. Sur de México. Un lugar de paso casi obligado para los miles de emigrantes centroamericanos que cruzan desde Guatemala por el río Suchiate, buscando el tren soñado y temido que los llevará hacia Estados Unidos. Sin embargo, por culpa del huracán Stan, que a principios de octubre de 2005 azotó la zona llevándose por delante los puentes y el trazado ferroviario, los emigrantes tienen que cubrir a pie o en microbuses unos 280 kilómetros hasta llegar a Arriaga y abordar el primer tren, ya en el Estado de Chiapas. Hacen el camino intentando burlar los controles de la policía y el ejército, y para ello tienen que internarse en el monte, exponiéndose y cayendo con frecuencia en poder de las bandas de asaltantes que infestan una zona conocida como La Arrocera. Es el principio de una larga travesía que, de hacerse en línea recta, se alargaría casi por espacio de 5.000 kilómetros, pero que se convierte en infinita porque los trenes que van hacia el Norte son de mercancías y zigzaguean por todo el territorio mexicano sin frecuencia ni horarios fijos, sometidos al capricho de un fantasma tirano. El trayecto entre el río Suchiate e Ixtepec constituye, pues, el primer contacto de los emigrantes con la realidad del camino. A tenor de sus historias, las mismas que Arelí va apuntando en sus libretas, muy poderosa debe de ser la atracción del paraíso al que creen dirigirse o muy espantoso el infierno de miseria del que escapan para que sigan caminando.
Dice Gerardo, que tiene 39 años y es de Honduras, que precisamente en La Arrocera, al tratar de rodear una garita de vigilancia, cinco hombres le salieron al paso. Dice que dos de los asaltantes iban armados, uno con una escopeta, el otro con una pistola de nueve milímetros, que le obligaron a desnudarse, que lo tiraron al suelo de un garrotazo, que registraron sus ropas, que le quitaron todo el dinero que llevaba y que le amenazaron con matarlo si denunciaba. Uno de los asaltantes, el más joven, era alto y flaco, tenía el pelo lacio y calzaba sandalias, "guaraches", dice Gerardo. El otro, el más viejo, llevaba sombrero y era bigotudo y tenía una cicatriz como de un navajazo en la quijada del lado derecho...
Es entonces cuando Arelí, apenas 27 años, levanta la mirada de la libreta y sonríe, pero su rostro, sus ojos verdes, que son el único eco de esperanza en esta madrugada tan negra, no reflejan precisamente alegría:
-El tipo del bigote..., la señal de la cicatriz en la cara..., el sombrero... La descripción de su acompañante: más flaco, más joven, con el pelo lacio. ¿Se da cuenta? Hace meses que los emigrantes, sean hombres o mujeres, vengan de Honduras o de Guatemala, nos señalan a los mismos tipos como sus verdugos. Pero no pasa nada. Las autoridades no hacen nada. Mire: lo peor no es el tren, que si te duermes y te caes te corta en dos como a Donar o te mata como a tantos otros. Lo peor no es ni siquiera la existencia de bandas de maleantes, de extorsionadores, de gente que mata o que viola. Lo peor de todo, la verdadera mezquindad, es saber que nadie te va a ayudar, que al Estado mexicano no le importa lo que le pase a los centroamericanos que pasan por su territorio camino de Estados Unidos. Que ni la policía ni el ejército, ni las autoridades encargadas de ayudarte, te van a ayudar. Porque aquí, desengáñese, el Estado no está, es un teatro. A veces, en el albergue hemos sabido que entre los emigrantes hay infiltrados sicarios de Los Zetas [uno de los carteles más sanguinarios de México], pero no hemos podido ni siquiera pedir ayuda a las autoridades porque sabíamos que no nos la iban a dar. Que incluso podía ser peor porque los mismos emigrantes te cuentan que ellos fueron asaltados por policías...
Hay un informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de México que corrobora las palabras de Arelí. Está confeccionado con los testimonios que 30 agentes de la comisión -sólo 30- recogieron en un periodo de seis meses -sólo seis meses-. Y aun así, los datos no pueden ser más terribles. Entre septiembre de 2008 y febrero de 2009, casi 10.000 emigrantes centroamericanos que trataban de llegar a Estados Unidos fueron secuestrados y tratados con extrema crueldad a su paso por territorio mexicano. Muchos de ellos fueron capturados en grupos, bajados de los vagones de tren y confinados en casas de seguridad o en naves industriales. El rescate que se les exigía fluctuaba entre los 1.500 y los 5.000 dólares. La Comisión Nacional de Derechos Humanos calcula que la industria del secuestro obtuvo en ese corto espacio de tiempo más de 25 millones de dólares. Para ello, los verdugos no dudaron en utilizar una violencia extrema, que incluyó en muchos casos la tortura, la violación y el asesinato. Nueve de cada 10 víctimas recibieron amenazas de muerte dirigidas a ellas o a sus familiares. El 67% de los secuestrados era de Honduras; el 18%, de El Salvador; el 13%, de Guatemala, y el resto, de Nicaragua. También constataron los agentes de derechos humanos el paso de emigrantes procedentes de Ecuador, de Brasil, de Chile, de Costa Rica... Pero son los centroamericanos los que con mayor frecuencia, y con mayor desesperación, hacen la ruta hacia El Dorado que todavía, pese a la crisis, sigue representando Estados Unidos. Sus familias, y también sus países, dependen de sus remesas.
Hay quien sostiene, con una dureza no exenta de tino, que algunas naciones centroamericanas han sacrificado a sus ciudadanos para salvar sus economías. Al emigrante se le presenta en sus lugares de origen como un héroe, no como una víctima. A eso contribuye que el que llega encierra su rosario de sufrimientos y humillaciones, tal vez por vergüenza, en un cofre con siete llaves. Y el que no llega... también. Sólo Arelí y quienes como ella no están dispuestos a que México, su país, siga siendo un testigo mudo del horror, se han propuesto que las organizaciones de derechos humanos y la prensa conviertan en visible lo que hasta ahora no lo ha sido. El dolor tan íntimo de Teresa, la furia de Mario en busca del asesino de su novia, la huida sin destino de un niño asustado de 13 años, la terrible maldad de quien aprovecha el paso por sus pueblos de los más desprotegidos para hacer negocio. Golpeando, violando, matando... Sin freno. Sin castigo.
El albergue está lleno esta noche. Hay rumores de que la Bestia volverá por fin a rugir. La Bestia es el tren. Aun parado y en silencio, merece un apodo tan rotundo. Lleva dos días dormitando por culpa de un fuerte vendaval que mantiene cerrado el puerto de Salinas Cruz. Pero al parecer el viento ya está amainando y los barcos empiezan a llegar. El tren será cargado y volverá a pasar por Ixtepec de camino a Medias Aguas. Ése será el momento en que las decenas de emigrantes que dormitan en el albergue, al pie mismo de las vías, aprovechen para saltar y encaramarse al techo.
La vigilia se hace muy larga. A las tres de la madrugada, tan lejos aún del amanecer, los gallos se despiertan. Sólo un rato después, varios grupos de emigrantes, algunos con síntomas de haber entretenido la espera tomando alcohol, se acercan al albergue. David se coloca en la puerta. Sin más escudo que sus buenas palabras, los va cacheando uno a uno para evitar que entren con armas. Sentada en una mesa de plástico, Arelí les va preguntando uno a uno sus nombres, su procedencia, si han tenido algún sobresalto en el camino. Algunos mienten, y Arelí lo sabe. No son emigrantes. Tal vez algún día lo fueron, pero luego fueron captados por los propios carteles y pasaron de ser víctimas a trabajar para los verdugos. Son especialmente peligrosos porque tratándose de hondureños, guatemaltecos o salvadoreños, hablan el mismo lenguaje que los emigrantes y los hacen confiarse, desvelar el nombre del familiar que, casi siempre desde Estados Unidos, los está apoyando con sus dólares. Una vez que descubren quién tiene dinero, el siguiente paso consiste en avisar a sus compinches de que en el vagón tres de la Bestia, con sudadera roja y una gorra negra de Nike, viaja un hondureño con plata. El asalto al tren, entonces, está cantado. Y esta noche es una de esas noches angustiosas en que David y Arelí sienten que algo sucio se está tejiendo. El techo de la Bestia no irá sólo ocupado por indefensos emigrantes a la búsqueda de un sueño.
El tren llega a Ixtepec un poco después del amanecer. Destino: Medias Aguas. Ese nombre destila peligro. "Medias Aguas ya es zona de Los Zetas. Si quieren montarse en el tren para acompañar a los emigrantes", aconseja David a los periodistas, "intenten convencer al maquinista para que les pare en Matías Romero. Y si no les para, tírense del tren en marcha cuando aminore la velocidad. Pero por nada del mundo sigan hasta Medias Aguas". David, aseguran quienes lo han tratado de antiguo, no es un hombre de muchas palabras, pero las que dice son de ley. Sin embargo, el maquinista no está de muy buenas pulgas. "¿En Matías Romero? ¿Parar allá? ¿Para qué? Ya veremos...", contesta desde lo alto de su trono de hierro. "¿Usted sabe?", se anima por fin sin que medien preguntas, "¿que los emigrantes nos acusan de estar coludidos con las mafias y que paramos el tren para que los asalten? ¡Qué barbaridad! Mire: usted mismo, si gira ese volante de hierro pintado de amarillo que hay entre vagón y vagón, puede parar el tren. Y los asaltantes lo saben. ¿Que no les ayudamos? ¿Eso dicen los emigrantes? Pues eso sí es verdad, ¿pero qué quieren que hagamos cuando nos apuntan con pistolas y hasta con cuernos de chivo...?".
El tren se pone en marcha. Isabel Muñoz, autora de las fotos de este reportaje, lleva meses retratando el sufrimiento, y también las ilusiones, de los emigrantes centroamericanos a su paso por México. Esta mañana ya está montada en el techo abarrotado de la Bestia. Será su último viaje antes de concluir este reportaje, pero también uno de los más peligrosos. Arelí y David tenían razón. El tren es abordado a última hora, cuando ya está en movimiento, por cuatro muchachos que levantan las sospechas del resto. La Bestia acelera, ruge, pero ya se ha convertido en un peligro secundario. Todos los emigrantes, y no cabe ni un alma más en el techo, tampoco en los reducidos espacios que quedan entre los vagones, están pendientes de esos cuatro muchachos. No les quitan ojo. Ni apartan sus manos de las piedras que casi todos han ido cosechando silenciosamente en la estación de Ixtepec por si la ruta se tuerce. Los emigrantes tienen ante sí miles de kilómetros como éstos, llenos de peligros, de amenazas.
El tren sigue hacia el Norte después de hacer un alto en Matías Romero. Los periodistas se bajan. Y también lo hacen los cuatro muchachos, confirmando con esa sola acción que su interés no era precisamente la ruta hacia el Norte. Unos kilómetros atrás, en el albergue de Ixtepec, Arelí disfruta de unas horas de paz hasta la llegada del próximo tren. Cuando eso suceda, mujeres rotas y hombres manchados de miedo le contarán que un tipo con bigote, nariz aguileña y algo muy parecido a una vieja cicatriz surcándole la cara les obligó a desnudarse, les quitó el dinero, los apuntó con un viejo revólver...
-¿Se termina uno acostumbrando a tanto horror?
-Se termina uno acostumbrando. E incluso te puedes permitir acostumbrarte. Pero lo que no puedes hacer nunca es dejar de estar enojada. El día que dejes de enojarte con las injusticias, ya no servirás. Y habrán ganado ellos.
Los que hacen daño. Los que no hacen nada.